
La primera escena de Américo parece una presentación distanciada de lo que podría pensarse, en forma anticipada, como el tema del documental. Al borde de una laguna cerca de Santa Rosa, en La Pampa, hay cuatro camiones alineados. Un hombre pasa por delante de ellos agitando una enorme bandera argentina. Tras su paso, las compuertas laterales de los camiones se abren para liberar simultáneamente, a todas las palomas que trasladaron hasta allí. Américo, el protagonista del documental, el hombre que lleva la bandera, recordará la escena poco después, como una rareza, ante los clientes de su parrilla callejera. Pero eso, que desde su lugar se piensa como una extravagancia, funciona como conjunción, como resumen posible del personaje y su historia: Palomas, camiones, jaulas, banderas.
El universo de Américo está marcado por las palomas. Su pensamiento está en ellas, incluso como proyección a futuro (“Cuando me jubile quiero dedicarme solamente a las palomas”). Sus relaciones sociales tienen que ver con ellas (sus amistades provienen de las asociaciones colombófilas; su familia participa de alguna manera en la misma pasión) y ni siquiera puede ser opacada por la pasión por Argentinos Juniors (identificación que, en todo caso, provee al personaje de una comunión en la cancha y de una referenciación desde el uso continuo de la campera con el escudo y el local pintado con los colores y la sigla del club).
Los camiones articulan un recorrido que, en principio, organiza el material. Pero esa progresión –desligada del resto de lo que se ve, aunque su repetición le quite toda temporalidad- en realidad permite establecer el hobby como una compleja red organizativa y como una fuente de relaciones de una horizontalidad en la que la competencia se vislumbra como un elemento limitado. Hay algo en el hecho de que las palomas de todos los criadores se trasladen juntas en los mismos camiones, que trasciende más allá de ellas y que se vislumbra en esa organización de las asociaciones: una igualdad que se prefigura como punto de partida para la convivencia grupal.
Ese paralelismo posible a nivel colectivo, se verifica también en lo individual. Cuando la voz de Américo dice, en el comienzo de la película, que “hay que partir de la idea de que la paloma es un animal de regreso”, parece estar signando en esa frase su recorrido personal. Si las palomas vuelven siempre al palomar al que están acostumbradas, Américo hizo un recorrido similar cuando partió a Brasil para volver al cabo de los años. El viaje –a otro país, en su caso-, como en las palomas, constituye el comienzo del retorno, aunque la distancia y las circunstancias impliquen un tiempo mayor. Como pasa con las palomas, tampoco sabemos qué es lo que hizo que Américo volviera a su palomar/casa: solo está el atisbo de una idea, de liberar(se) para regresar. Lo importante no es siquiera lo que ocurre en el trayecto –en ninguno de los dos casos tienen relevancia las coordenadas de espacio y tiempo ni los hechos intermedios-, sino llegar. El viaje como liberación en sí mismo o como promesa por cumplir: al fin y al cabo, la caravana de camiones y la procesión a pie son formas diferentes que aluden a un mismo fondo.

Hay algo que queda implícito en esa relación entre hombres y palomas y tiene que ver con la noción de aprendizaje. Aprender a orientarse en el lugar para sobrevivir y luego volver. Dos momentos en los que Américo pone en palabras esa idea. En el primero, rememorando sus años en Brasil, dice que aprendió mucho cuando trabajó juntando basura –desmitificando a la vez el aprendizaje formal como la imposibilidad de conocimiento en el trabajo rutinario y despreciado por cuestiones de clase-. En el segundo, cerca del final, plantea que “hay gente que no aprende nunca, se creen que es mala suerte” (y aunque no lo diga directamente, parece aplicarse a su amigo Oscar, como se verá más adelante). La noción de aprendizaje aparece no solamente como contraria a la resignación como forma del destino, sino que se liga con el esfuerzo y el trabajo. Este, justamente, aparece como una constante del personaje, como si algo le impidiera la quietud, y el movimiento fuera una parte constitutiva esencial. En el relato de sus años brasileros, entre el trabajo como carnicero y como basurero. Pero también en el presente (Américo haciendo la carne en la parrilla, preparando milanesas en el local, limpiando las jaulas de las palomas, haciendo todo el trayecto en los camiones para la liberación) y como proyecto a futuro (“Si el año que viene estoy acá y no tengo palomas para correr, ¿qué hago?”).
Como consecuencia de esa visión sobre el personaje, el documental logra dar cuenta –¿quizás incluso fuera de sus pretensiones iniciales?- de una sociedad que se divide desde lo económico. Una manifestación de la distancia de clases que aparece en el micromundo de las carreras, cuando Américo afirma que hay “tres o cuatro palomares que son la Fórmula 1 de la colombofilia”, lo que enseguida se traduce en asociaciones con mayor poder económico que dominan la competencia. Si la distancia no aparece resaltada aún en la escena del remate de los pichones, termina por hacer eclosión en el inesperado cruce con su amigo Oscar. Una primera señal de esa distancia, puede observarse cuando cuenta que le regaló a Américo una copa que ganó, diciéndole que “total vos no la vas a ganar nunca”. Si ese dejo de superioridad poco disimulada –desarmada por Américo en su aceptación realista y no resignada- genera una incomodidad, no es más que el punto de partida en el que se establecerá una discusión política más cerca del final del documental.

No solo porque Oscar vuelve a desgranar esa mirada de superioridad (“El más apto es el que tiene que quedar”; “La gente mala llega a vieja”; “A los viejos hay que matarlos de chicos”) sino porque, como en casi ninguna otra película argentina, la política aparece como parte del intercambio de opiniones, con nombres e indicadores de posturas claramente identificables. El diálogo entre los dos personajes muestra, de manera contundente y sintética, la coexistencia de dos modelos de país. Para Oscar, ese remedo de la ley de la selva que expresa decanta, invariablemente, en la aseveración de Macri como el mejor presidente de la Argentina –aunque haya perdido su trabajo durante esos años, como se revela en una escena posterior-. Américo, en cambio, exhibe otras credenciales, cuando vemos el mural que remata su negocio donde se ve la cara de Cristina Fernández o cuando escuchamos cómo una noche se entona la Marcha Peronista. Américo y Oscar encarnan las formas de una discusión pública que el cine suele ocultar: la contraposición de un modelo basado en el esfuerzo y el trabajo y otro en la lógica de mercado ante la cual solo queda adecuarse y/o resignarse (“Los buenos consiguen enseguida trabajo” sostiene Oscar como queriendo consolarse a sí mismo y recalcando nuevamente su pretendida superioridad). En ese punto es que Américo, además de iluminar al personaje, pone en escena lo que no se nombra, lo que el cine argentino no se permite decir (acaso con la excepción de Solanas, pero claramente en las antípodas de los planteos de Filipelli o Mitre): la forma en que la política y lo político irrumpe, apasionadamente, en la vida de los argentinos. Eso que lleva al personaje, incluso, a decirle a su amigo de años que “cuando hablás de política, me das asco”. Una cosa, entiende Américo –y en cierto sentido también Oscar, a quien nada parece asquearlo ni inmutarlo al menos explícitamente-, no quita la otra. Los dos seguirán conviviendo en armonía en un territorio común. El país, las palomas, las carreras. Lo que no podrán saldar es esa distancia –de clase, de pensamiento- que se abre entre ellos y que el documental pone en escena.
Américo (Argentina, 2022). Guión y Dirección: Federico Sosa. Producción: Estela Roberta Sánchez. Dirección de Fotografía: Aylén López. Montaje: Laura Palottini. Dirección de sonido: Pablo Orzeszko. Música original: Santiago Pedroncini. Sonido directo: Francisco Pellerano. Entrevistas: Américo Fontenla y Oscar Valleta. Duración: 73 minutos.
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