Una pregunta que surge a partir de documentales como Alguien más en quien confiar, que abordan la historia de un grupo de rock, es qué se prioriza: si importa más la historia por contar como un todo, o aquellos elementos de esa historia que mejor funcionan desde lo cinematográfico. En otros términos: si es más importante recuperar la historia de un grupo como El Reloj o la construcción de un documental que dé cuenta de la importancia del grupo en una determinada época o en el marco de un movimiento específico. La diferencia puede parecer sutil: se trata de realizar un trabajo que satisfaga esencialmente a los seguidores de la banda, o que los trascienda y profundice en las dimensiones musicales de la misma.

La impresión es que Alguien más en quien confiar trata de mantener un equilibrio entre esas dos posibilidades. De un lado, hay una apuesta sostenida en la narración lineal y completa de la historia del grupo, que no se limita a sus orígenes en la década del 70 sino que se expande a sus sucesivas reencarnaciones en las siguientes décadas. Del otro, se vislumbra una intención de no detenerse únicamente en el testimonio de los miembros sobrevivientes de todas las etapas del grupo, sino también buscar en quienes fueron seguidores y en algún crítico especializado. En ese territorio, el documental de Gabriel Patrono y Matías Lojo se mueve con soltura y fluidez especialmente en la primera mitad larga del recorrido, la que se concentra en el período que finaliza con la primera separación a comienzos de 1977: los siete años que van del nacimiento a la explosión de masividad del grupo.

Allí el documental pone a la luz a un grupo que ha quedado diluído en los reconocimientos de la historia del rock argentino, y que podría verse como el eslabón perdido entre La Máquina de Hacer Pájaros y Pappo, o entre Crucis y La Pesada del Rock’n’Roll. Porque no solamente se sostiene en las entrevistas, sino que lo complementa con un notable archivo gráfico y sonoro –la cantidad de imágenes del grupo y de notas en diversos medios es realmente increíble-, y hasta con el registro fílmico de lo que podría considerarse un proto-videoclip, en que se ve al grupo tocando al aire libre. En esa instancia, se consigue establecer la dimensión que El Reloj tuvo en su momento, en dos aspectos. Desde el trabajo musical, señalando su originalidad en el panorama del momento, en esa mezcla de hard-rock y rock sinfónico. Y desde una masividad que hoy puede parecer ilusoria en función del destino casi de olvido a que fue condenado (meter ocho mil personas en el Luna Park en 1976 no era cosa de todos los días).

Y quizás lo que le otorgue una comprensión mayor al fenómeno sean algunos elementos adicionales que el trabajo prueba profundizar. Que la banda sonaba en vivo mucho mejor que en los discos –“Parece que los hubieran grabado dentro de un tacho”, dice Tucuta, uno de los primeros guitarristas del grupo- estableciendo un enlace rotundo con la idea que sostenía originalmente el grupo, que tardó muchos años en grabar porque pensaban que no iban a poder reproducirlo en un estudio. Que los músicos iban a verlos a los shows, especialmente a partir de algunos detalles como la utilización, por primera vez en Argentina, de una batería con doble bombo –y es curiosa la inversión que se plantea en un momento, cuando Eduardo Frezza dice que tuvieron que ponerse a estudiar y ensayar más para tocar en shows que compartían con bandas que admiraban como Invisible o Polifemo-. Y, por sobre todo, que los jóvenes iban a verlos y escucharlos ensayar en el patio de la casa de uno de los miembros del grupo, reafirmando no solamente una hermandad espiritual, sino un espíritu de pertenencia zonal que unos y otros reivindicaban (esa Zona Oeste del conurbano bonaerense en la que el rock era un idioma común, como se dice en algún momento).

La segunda mitad del documental, en cambio, parece no encontrar la forma de sostener esa potencia y equilibrio del comienzo, al detenerse en los sucesivos retornos de la banda a los que seguía una nueva disolución en las sombras, después de algún disco y un puñado de shows. Y es que posiblemente en esos nuevos pasos no está ni la fuerza ni la originalidad del proyecto original, y sí se comprueba cierta imposibilidad de recuperar el terreno perdido. Un Reloj marcado por las influencias del jazz rock en los 80, por un hard rock más puro –y cercano a las tendencias establecidas por grupos como Rata Blanca por ejemplo- en los 90, y pugnando por un retorno a los orígenes en la década siguiente, son mutaciones que parecen haberse adecuado más a los tiempos externos que a la identidad buscada. El grupo como tal no solo pierde aquella masividad, sino que también deja en el camino su peso musical. En esa pérdida de rumbo, el documental parece enredarse demasiado en esos momentos que no son los que cimentaron la contundencia musical de El Reloj.

Si en la primera parte se encuentra la posibilidad de explicar(se) la disolución inesperada en la provocativa idea –pero no carente de seriedad- de que hacían una música disociada de una realidad que era como un polvorín, una mirada similar parece ausentarse en los sucesivos regresos y separaciones del grupo. Si los dos discos de la etapa inicial aparecen diseccionados desde lo musical para dar una idea de la significación del grupo –aunque quizás falte un trabajo de relación con otras músicas del momento-, los que vinieron luego son como pequeños fogonazos, ilustraciones leves de un proceso de continuos cambios e inestabilidades que en todo caso, hubieran merecido otro tratamiento.

La diferencia está enraizada entre la construcción y explicación del grupo como la leyenda que efectivamente es, y la enumeración de una trayectoria que se va diluyendo hasta perder de vista aquella leyenda. En esas oscilaciones se juega el documental, que en la segunda parte especialmente, parece haberse enfocado casi en exclusividad en las expectativas del seguidor incondicional de la banda. Pero aún a pesar de esos desniveles queda claro que no se trata de una oportunidad desaprovechada. Alguien más en quien confiar se vuelve un documental absolutamente necesario, que además puede verse como un acto de justicia absoluta, al rescatar a una banda fundamental del rock argentino de un ostracismo completamente inmerecido.   

Alguien más en quien confiar (Argentina, 2018). Guion y dirección: Gabriel Patrono y Matías Lojo. Duración: 75 minutos.

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