Una niña mira en el cielo los fuegos de artificio de la noche de San Juan en la ciudad de Barcelona. Su mirada es una mezcla de perplejidad e interrogación, escruta en ellos como luego lo hará en su casa en el cuarto con la cama matrimonial vacía, en el amontonamiento de cajas de mudanza, en las voces que se oyen en los pasillos y el rezo del Padre Nuestro que su abuela le recuerda para recitar todas las noches. La pequeña Frida intenta dar sentido a lo que aconteció y a lo que acontece a su alrededor: la pérdida de su madre Neuss (que padecía del virus del Sida) y la consecuencia de una mudanza abrupta hacia la zona rural junto a sus tíos, quienes se encargaran de su cuidado, siguiendo la voluntad que expresara en vida su madre.
Así comienza Verano 1993, ópera prima de la catalana Carla Simón. La película tiene la particularidad de partir de la vivencia autobiográfica de la propia directora quien a los seis años de edad perdió a su madre enferma de Sida (y tres años antes había perdido a su padre por la misma causa). Lo interesante es que Simón no elige el camino netamente autobiográfico o documental, aferrándose a los hechos reales acontecidos, sino que como realiza la escritora argentina Silvia Hopenhayn en su última novela Ginebra (2018, Alfaguara Ediciones), hurga en las lagunas de lo sucedido (en este último caso a partir del exilio familiar durante la dictadura militar en la ciudad que albergó a Borges en los albores de su adolescencia) para desde allí construir una ficción que apunte a tramitar y elaborar ese agujero imposible de decir y de soportar que es la muerte (en el caso de Simón) o la irrupción de la sexualidad (en al caso de Hopenhayn). Y esto no solo porque la directora misma esté representada y mediatizada por el personaje de Frida (Laia Artigas), su claro alter-ego, sino porque todo el relato en sus varias secuencias se sostiene por la fuerza de su poética como una ficción autónoma y como una creación nueva, sin pretensiones de recrear una realidad supuestamente dada.
Otra decisión inteligente de Simón es que, pese a partir de un hecho sumamente doloroso en la vida de Frida, no adopta un tono melancólico. Al igual que en Vergel (2017) de la directora argentina Kris Niklison, el proceso de duelo nunca es retratado como una fase monótonamente oscura, sino como posibilidad de apertura a un nuevo mundo, de ahí que brille en la luminosidad y el color propios del verano. Por otro lado, que el titulo tenga entidad de fecha da cuenta de que el tema tratado tiene todo el carácter de un acontecimiento en el sentido de aquello que deja marcas a partir las cuales situar un antes y un después en la historia de vida de la protagonista.
Llegada a un nuevo hábitat, la pequeña Frida deberá enfrentar dos cuestiones: la primera concierne al proceso de duelo por la muerte de su madre en sí mismo, y la segunda se vincula a cómo procurarse un lugar en tanto hija en el seno de una familia ya constituida con su propia legalidad y conformada por su tío Esteve (David Verdaguer), su tía Marga (Bruna Cusí) y su pequeña prima Anna (Paula Robles).
En cuanto a la primera, Simón trata muy bien las escenas de juego infantil a través de las cuales Frida buscará elaborar la pérdida materna: la veremos abrazada a su bebote al cual sostiene y protege con su brazo, encarnar el papel de la madre glamorosa y cansada que juega con Anna en el papel de hija, realizar el como si de llamar por teléfono a su mamá y no encontrar respuesta, y también la veremos recitar sus rezos nocturnos o dejar pequeñas ofrendas al pie de una Virgen, como ofrenda para su madre, ritos simbólicos ligados a lo religioso que operan en la misma línea que los juegos. La muerte sobrevuela en las escenas del degollamiento de una gallina en la carnicería o de la faena de un cordero, pero aquí Frida observa con mirada impávida y petrificada. El paso del tiempo que requiere el trabajo de duelo, trabajo psíquico que consiste en retirar poco a poco la libido adherida a las representaciones del objeto perdido y queno resulta sin pesar para Frida al constatar la ausencia materna, y la entrada en la escolarización, permiten un cambio de posición donde comienza a primar el uso de la palabra, articulando Frida interrogantes sobre lo sucedido a Marga como intento de significar y ponerle texto a lo innombrable de la muerte.
En cuanto a lo segundo, ganarse un lugar en el seno familiar, esta dificultad ya se esboza en su llegada a la casa cuando le muestra a Anna cada una de sus muñecas y le diga que tiene prohibido tocarlas porque se las regalaron personas que la quieren mucho. Esteve, por ser el hermano de su mamá, se muestra inicialmente más cercano y afectuoso con Frida; Marga, en cambio, parece más dura con ella: no permite sus caprichos y berrinches, intenta una familia armónica y representa la llamada al orden. La relación con su nueva madre será tensa entonces, y tanto el enojo como el odio contenidos serán los signos de esta primera etapa del duelo de Frida. Hacia Marga dirigirá Frida principalmente sus llamados de atención, buscando agradarle como cuando se apresure por traer la lechuga de la huerta antes que Anna, y buscando sus mimos y contención en esa conducta regresiva de no saber atarse los zapatos.
La pequeña Anna se convierte con el tiempo en esa niña rival con la cual compite por ganarse el amor de Esteve y especialmente de Marga. La relación con Anna es ambivalente, oscilando entre la ternura y la agresividad que se manifiestan en ciertos juegos como el del escondite en el bosque o al mostrar su destreza nadando en la zona profunda, poniéndola en peligro. Simón maneja muy bien la tensión que construye en la relación entre las niñas y si bien por momentos sentimos que estamos ante la inminencia de algo terrible, siempre elude el camino del golpe bajo.
Los retos y culpas que recaen sobre Frida por descuidos y travesuras opacan para estos nuevos padres el sentido más profundo de las conductas de la nena, en tanto llamado a la aparición de los signos de amor de un otro que la aloje y contenga. Este último aspecto se hace evidente en la escapada nocturna de Frida hacia Barcelona, donde residen sus abuelos. Esa escena podemos relacionarla con el concepto que Lacan desarrolla en su Seminario 11 como operación de Separación, correlativa al primer tiempo de Alienación a los significantes del Otro, operaciones propias de la constitución subjetiva. En esta operación de Separación el niño busca captar la dimensión del deseo parental, de una falta, de un más allá de las demandas educativas frente a las cuales el niño responderá con su propia desaparición, instalando la pregunta ¿Puedes perderme?, a fin de calibrar cuál es su lugar en el deseo de los padres. Y es precisamente luego de esa escena que se produce un cambio tanto en la posición de Marga como en la de Frida, del deber de aprender las reglas de convivencia de la familia a ser una hija alojada en un deseo materno, con las posibilidades del juego compartido y del abrazo que consuela y contiene.
En la película de Simón, el prejuicio hacia el niño diferente o con padres que no se adecúan a la moral social de la época proviene de los adultos. Frida será estigmatizada como posible diseminadora de pestes debido a la historia médica de sus padres. Será la propia Marga y las otras madres quienes instalen el tabú del contacto mientras que los niños libres de prejuicios se relacionarán rápidamente desde el juego.
Con Verano 1993, Carla Simón construye un relato dotado de belleza y sensibilidad que nos mete de lleno en la historia de Frida (notable magnetismo y naturalidad de Laia Artigas), invitándonos a recorrer y evocar el mundo de la infancia con sus juegos y conflictos, eludiendo golpes bajos y lugares comunes, pero sobre todo a conmovernos.
Verano 1993 (Estiu, España, 2017). Dirección: Carla Simón. Guion: Carla Simón y Valentina Viso. Fotografía: Santiago Recaj. Edición: Didac Palou y Ana Pfaff. Elenco: Laia Artigas, Bruna Cusí, David Verdaguer, Paula Robles, Montse Sanz. Duración: 97 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: