*Águas do Pastaza se inicia con una escena que nos resulta extraña: dos niñas pequeñas están en medio de la selva. Una de ellas lleva un machete que es casi de su misma altura. No están perdidas en ese espacio que para cualquier otro carecería de referencias para moverse. El machete, vemos enseguida, no representa un peligro. En manos de la niña está la seguridad de quien posee la destreza en su manejo. Uno espera que en algún momento, esa escena se abra y aparezca un adulto que nos revele lo que nuestra experiencia –y por qué no, nuestro prejuicio- nos preanuncia: que el lugar de un niño es accesorio o que se limita a las instancias del juego. Tampoco hay juego en la acción que se emprende. Todo tiene una función: el machete se lleva para cortar el mango de bananas, que sean dos las niñas implica que se puede cargar más cantidad de mangos. La escena desarma la expectativa del espectador, lo quita de lo esperado, redefine la lectura del espacio y de la relación que establecen con él sus protagonistas.
*Esa decisión es la marca central de la película: poner siempre en entredicho lo que el espectador espera, como una forma de desarmar la tranquilidad pasiva que se deriva de comprobar lo pensado. El efecto es por lo menos curioso. Aguas do Pastaza se despega de cualquier exposición conflictiva, discurre –hasta se diría que con cierta fluida amabilidad- refugiándose en lo cotidiano y despegándose de cualquier situación que rompa con ese desplazamiento armónico. Y sin embargo, no es confortable, no apela a la certidumbre más que para explorar, a partir de ella, un camino diferente. En tanto se presume que aquella escena inicial pueda ser apenas un elemento aislado, decide profundizar, multiplicando el efecto: los niños trepan a los cocoteros, cazan, pescan, juntan leña, cocinan. Todo lo que se presupone ajeno a ellos, aquí les corresponde con una naturalidad abrumadora, sin que haya nada ni nadie que parezca interponerse o interrumpirla. El flujo de los días y las noches se contagia a los niños en sus actividades y la sensación es que el documental parece estar retratando una comunidad solo compuesta por niños que hacen todo lo que deben hacer para sobrevivir.
*Sin embargo, y de nuevo, cuando esperamos que aparezca algo que ilumine esa idea para clarificarla, el documental se niega a proporcionarlo. Se niega a la introducción de una voz en off que resultaría tan ajena como rupturista para la visión que desarrolla. Pero también se sustenta sobre la reducción de los diálogos a un mínimo establecido por lo cotidiano. Los niños hablan entre sí, pero lo mínimo suficiente, como si los propios actos que encaran no solo los explicaran, sino que alcanzaran para entenderse mutuamente. No hay nada entonces que pueda explicar la palabra. Nada que nos permita aferrarnos a algo que no sea el devenir de las imágenes y de las acciones habituales de esa comunidad.
*De la misma manera, cuando tendemos a pensar desde esa perspectiva, Aguas do Pastaza la desarma. Cuando todo parece sostenerse sobre las formas que la comunidad desarrolla para subsistir, se introduce el elemento hasta allí faltante. Porque si la función recolectora y cazadora colocan a los niños en un universo que el espectador identifica con la adultez, en medio de ellos hace aparecer la vitalidad que deviene del juego y la función de la curiosidad ante lo extraño. De la misma manera en que cortan bananas o abren cocos –y con la determinación que implica que cuando no alcanza con la fuerza se lo suple con la insistencia-, los niños se bañan en la cascada, juegan a la pelota, se balancean colgados de las lianas e inspeccionan mariposas o insectos que pueblan la selva. En esa dualidad, lo que se restituye es un lugar de la niñez que parecía negarse u ocultarse en virtud del beneficio comunitario.
*Águas do Pastaza avanza, si se presta atención, de manera progresiva, agregando elementos como capas que se van superponiendo para romper con la generación, hacia el interior del documental, de una inercia de lo establecido. Si al comienzo los niños parecen librados a la naturaleza, luego se restablecen los espacios que funcionan como propios de la comunidad y como refugio ante las inclemencias. Si aún así, las chozas en el espacio abierto del monte dejan traslucir un primitivismo posible, la provisión de electricidad dentro de ellas los desplaza hacia un contacto con la civilización que parecía improbable. Si los niños parecen desprovistos de toda evolución de conocimiento que no estuviera dado por la naturaleza, de pronto, aparecen concurriendo a una escuela (donde también los adultos siguen sin aparecer). Si incluso ya estamos resignados a entender que solo hay niños allí, apenas unos minutos antes del final, irrumpe un grupo de adultos en un gesto puramente herzogiano (algo más modesto, claro, en tanto aquí no se pasa un barco subiendo un monte, sino que se trata de llevar una canoa nueva arrastrándola por la selva).
*Algo de eso ocurre también en la relación que entablan con las imágenes. No solo esa mirada asombrada ante otra realidad que se vislumbra en la pantalla del celular (una ciudad, una madre con sus dos hijos) sino en la forma en que esos celulares entran en la cotidianeidad frente a la perspectiva natural. El celular no irrumpe, está allí como un instrumento (la luz iluminada cuando buscan por la noche en el río) como algo que solamente opera en los momentos de relax. Es interesante que a partir de eso se entabla también una relación con la cámara. Primero con la del celular, luego con la de la filmación: la visión externa sobre la comunidad se invierte ahora, al menos por unos momentos: son los niños los que se registran, restaurando un punto de vista que la película expone brevemente, como otra de las rupturas que desarrolla de lo que se espera de ella.
Águas do pastaza (Portugal, 2022). Guion, dirección, fotografía, edición: Inês T. Alves. Duración: 62 minutos.
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