David Lynch era un genio. Eso es lo que más escuché en estos últimos días. Vivimos en la cultura de la frase hecha, así que por ahí no es. Vivimos en la cultura de la adjetivación permanente. Escuchamos todo el tiempo frases del estilo de “La mejor película de todos los tiempos” o “El director más original del lustro”. Una vez, hace mucho tiempo, leí que cuando uno adjetiva mucho es porque no sabe cómo argumentar lo que quiere decir. De David Lynch, el sentido común que tenemos incorporado es que es un director onírico, surrealista y que sus historias son de difícil comprensión, en donde se entrecruza todo el tiempo el mundo de la realidad con el mundo de los sueños, como si se tratara de una especie de Sigmund Freud del cine. Esa etiqueta de director alternativo es lo que menos me seduce de los fanáticos de Lynch, que son casi tan insoportables como los fanáticos de Spinetta, Iorio o de cualquier cosa. Tengo para mí que Lynch, por sobre todas las cosas, es un fabuloso narrador de historias. Una especie de cruza mágica entre Fellini, Hitchcock y Antonioni que indagó en el vacío y la angustia existencial de sus criaturas como hicieran los directores rupturistas de la década del ‘60 y ‘70 del siglo XX sin perder de vista los hilos narrativos del Hollywood clásico. Lynch más que un director alternativo es un director popular que nunca subestimó a su público. En estos días de canonización leí que en una entrevista declaró que Hollywood subestimaba a sus espectadores al no dejarles zonas libradas a su imaginación. Lynch nunca hizo eso. Siempre hubo una zona de sus películas en la que el espectador tenía que terminar de construir la significación de lo que Lynch mostraba. Ahí está la genialidad de su obra cinematográfica en la que la poesía, el psicoanálisis y la música se entrelazan de un modo tan homogéneo que uno solo alcanza a comprender los metadiscursos de sus films luego de una minuciosa revisión, porque en una primera vista solo se logra quedar maravillado ante eso que está viendo. A Lynch le gustaban los géneros y no le temía a la masividad. Sin ir más lejos, se sumergió de lleno en la popularidad masiva antes de la cultura de “la serie cool” de plataformas. Tomó el argumento de un asesinato sin resolver en Twin Peaks (1990) y desde ahí construyó un universo de una singularidad y extrañamiento impropio para la lógica televisiva, pero siguiendo el formato clásico del folletín. Esa obra revolucionaria se complementaría varios años después con su spin off cinematográfico Twin Peaks: Fire Walk whith Me (1992). El producto más popular de Lynch es entonces una saga sobre las profundidades el alma humana encubierta por el formato de la serie o película de suspenso. Lynch aplico esa lógica en otras grandísimas y personales películas como Terciopelo azul (1986), Corazón salvaje (1990), Mulholland Drive (2001) y Carretera perdida (1997), en donde Lynch jugo al neonoir logrando uno de los grandes policiales de la década del ‘90 junto a las primeras incursiones de Tarantino y los hermanos Cohen en ese género. Pensando en términos de analogía futbolera a Lynch nunca le intereso el jueguito intrascendente o el fulbito para la tribuna. Eso queda demostrado en una historia sencilla en donde cuenta la vida de un anciano que compra un tractor y recorre un largo trecho para visitar a su hermano enfermo. Una historia sencilla que conmueve con una puesta en escena minimalista en donde la potencia está en los rostros y los pequeños gestos de sus protagonistas. Así como Lynch deconstruyó anteriormente las reglas del policial para sumergirse en la zona de los sueños y las pesadillas, también hizo lo mismo con el melodrama en estado puro. Su obra maestra, El hombre elefante (1980), sin ir más lejos es un homenaje al cine clásico en clave del Fellini neorrealista de La strada (1954) sobre todo. Imposible verla y no quedar en estado de estremecimiento puro en cada visión. La historia de un hombre deforme salvado de la brutalidad por un hombre de ciencia es parte del patrimonio universal del cine y del arte de todos los tiempos. Solo por esa maravilla, Lynch se ganó un lugar central en la historia del cine. Su mirada siempre piadosa sobre los humillados y ofendidos es lo central de su obra. El poder de su arte se centra en su capacidad de conmover dejándonos a nosotros la interpretación final de su mirada. En un mundo sin matices ni ambigüedades ese es el gran legado de un artista que no negocio jamás su concepción del mundo.

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