Malambo, el hombre bueno es una película que dibuja. Gaspar, su protagonista, dibuja con su cuerpo figuras entre el piso en donde se mueven y vuelan sus piernas, y el resto del espacio en donde su torso rígido y enhiesto sigue el movimiento de las piernas. Dibujos en el aire, figuras destinadas a perderse y morir apenas nacidas en un evanescente matrimonio entre la belleza y la muerte, que es al mismo tiempo un implícito reconocimiento acerca de la fugacidad de la vida.

Pero los dibujos que realizan los personajes sobre el escenario son a la vez parte de un esquema más grande que abraza a toda la película: el círculo, la forma narrativa que elige Loza para avanzar entre los dibujos, como una mano gigante que dibujara una circunferencia perfecta capaz de abrazar a todos ellos y volver al punto inicial recorriendo el ciclo mitológico del héroe: inicio, crecimiento y aprendizaje, enfrentamiento final, triunfo y vuelta al lugar de partida, más sabio y con una nueva inocencia.

Al mismo tiempo, la película de Santiago Loza es un documental sobre esa danza masculina tan autosuficiente como para abarcar dentro de ella a lo viril y su contrario, ying y yang de la pampa contenido en la fantasía de sus bosquejos.

Primero es el maestro el que ejercita su arte frente al auditorio ajeno de un crucero marítimo; espectáculo para turistas desentendidos, tal es sin embargo el destino del triunfador: la voz en off que conduce discretamente el relato nos informa que el que vence en la competencia máxima del malambo ya no puede volver a disputarla. Eso ha hecho el maestro quien ahora cobra los réditos de su victoria actuando como estrella y profesor de la danza folclórica. Allí aparece Gaspar, que ha perdido la instancia final de la competición y después de unos años quiere volver. Gaspar es lacónico y austero, se empeña en su disciplina con un rigor monacal, el mismo que le exige su maestro. Pero es también un hombre herido, víctima de una hernia de disco que lo compromete para la danza y le impone sufrimientos y esfuerzos que dificultan su objetivo. Todo el rigor del relato se centra, a partir de entonces, en el camino de ascensión de Gaspar. “A las estrellas por las espinas”, en una especie de ascesis cristiana en la que quien quiere ascender a los cielos es un hombre imbuido también de virtudes femeninas, pecho erguido y piernas flexibles, tal el lugar común que identifica a esos atributos con unos y otras. En principio las mujeres parecen ocupar un rol secundario en el mundo de Malambo: las esposas del profesor y del antiguo rival que venció a Gaspar, la dulce y equívoca terapeuta que ensaya la curación de Gaspar mientras lo envuelve en su seducción. Sin embargo son también mujeres quienes lo empujan al triunfo: la madre quien le confecciona la ropa con que irá a competir, como una dama que borda las vestimentas de su caballero; y, sobre todo, la abuela agonizante, frente a quien Gaspar baila su danza silenciosa en un ritual de despedida y bendición final que señalan la definitiva y discreta vocación espiritual de la película.

Hay aún otra figura que devuelve invertidas las virtudes masculinas del bailarín. Hablamos  del compañero de pieza de Gaspar; si éste es fibroso y altivo, si su pecho se adelanta virilmente como la proa de un barco aceptando los desafíos y el enfrentamiento, equilibrado en los brazos y sostenido por la fantasía femenina de las piernas, juntos forman un conjunto de una masculinidad austera y elemental, ajeno a la sobre exposición negadora del opuesto femenino que conocemos como machismo. Su compañero es la figura invertida que devuelve el espejo: obeso, con pectorales que se asemejan (y él trata y exhibe como tal) a pechos femeninos, abandonado en su cama, con las uñas pintadas y las cejas depiladas, contempla a su amigo desde un lugar pasivo y sin énfasis. No hay erotismo en esta relación. No hay cópula en Malambo, como no sea la unión física y espiritual que el danzarín concreta consigo mismo en la noche de la competencia final. Cosquín, el escenario y el conjunto de la plaza Próspero Molina vistos en un plano general que lo aleja de la habitual espectacularidad televisiva, encerrado entre los cerros adquiere otra dimensión más próxima de lo humano.

Cuando Gaspar empieza con la danza, la voz en off nos dice que en ese momento “desapareció el tiempo…no hubo ni silencio…la fuerza de sus pies era parte de todo lo vivo”. No vemos el resto de la escena ni nadie nos dice del resultado. El corte nos lleva a través de la elipsis a otro barco en donde Gaspar brinda ahora su espectáculo. La copa del triunfo reposa detrás de él, a la manera del Grial de un Lancelot que ha atravesado toda la película tan inocente como el caballero santo de la mitología cristiana. El círculo se ha cerrado con una victoria que también es aprendizaje y humildad.

Hay algo bressoniano en la austeridad del relato y en la materialidad trascendente que surge de él. Como toda persecución es parte de una búsqueda que Santiago Loza parece empeñado. Igual que Gaspar, está en su voluntad y en el azar de sus talentos el destino que ella encontrará.

Aquí puede leerse otra crítica sobre la misma película.

Malambo, el hombre bueno (Argentina, 2018). Guion y dirección: Santiago Loza. Fotografía: Iván Fund y Eduardo Crespo. Música: Zypce. Edición: Lorena Moriconi. Elenco: Gaspar Jofre, Fernando Muñoz, Nubecita Vargas, Pablo Lugones, Gabriela Pastor. Duración: 71 minutos.

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