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Hay una propuesta estética muy clara en La paz y en la aceptación o el rechazo de ella quizás estribe la aceptación o el rechazo hacia el mismo film. Esta propuesta es la obviedad. Todo en La Paz es directo, análogo, sin vueltas de tuerca: todo es obvio. La película se llama La Paz porque lo que busca su protagonista es eso, paz, y la ciudad de La Paz en Bolivia jugará un rol fundamental en esta búsqueda. Liso, el personaje principal, tiene una vida absolutamente lisa: no trabaja, no estudia, no hace nada; vive en una meseta de la que no se puede escapar y por ello se quiso -y se va a (no) querer- suicidar. Sus padres son típicos -obvios- miembros de la clase media-alta porteña y he allí que su madre sea entonces rubia, con cirugías estéticas, sobreprotectora (casi al límite del incesto) , y que sus únicas actividades en el día sean tomar sol, la jardinería (que la extenúa bastante) y la pintura (para la cual no tiene mayores talentos), y que su padre sea repugnantemente facho (sólo “juega” con Liso disparando armas), machista, patriarcal, soberbio, dueño de una fábrica y altamente materialista. Asimismo está Sonia, la empleada doméstica boliviana con la cual Liso tiene una gran empatía y que parece ser lo opuesto a su madre. Por lo tanto, Sonia es -obviamente- amable, reflexiva, respetuosa, trabajadora y, por sobre todo, comprensiva al igual que la abuela de Liso (el otro único personaje por el cual siente empatía). Por ello, Liso sólo se lleva bien con los personajes “buenos” y busca llevarse bien con los “malos”: busca “la paz” en esta búsqueda, justamente, y quizás por esta misma razón fracasa una y otra vez con las diferentes mujeres con las que pretende encontrar algo de amor (¿la paz propiamente dicha?): la enfermera del hospital psiquiátrico donde estaba internado a la que le gustan, aparentemente, “los vulnerables”; su reciente ex novia que no quiere problemas con un suicida; la prostituta que sólo tiene sexo por dinero y no da besos en la boca; la pseudo-proto hippie que lo quiere como amante circunstancial nomás, y la prima histérica que sólo quiere histeriquear.

Todo personaje con obvios rasgos negativos en la película rechaza de alguna manera a Liso. Todo personaje con obvios rasgos positivos, lo acepta. Estos personajes son solamente dos, como ya mencionamos, y en el verbo “aceptar” la película encuentra su obviedad central: la paz es la aceptación, y la aceptación es un proceso; por lo tanto, la paz en sí es el proceso de búsqueda (interno) y todo vale para alcanzarlo, incluyendo el intento de suicidio.

No obstante, al margen de este argumento, la estética de la obviedad muestra (o esconde) una particularidad fundamental en el film y en el Nuevo Cine Argentino en general -quizás por eso Loza ganó los premios que ganó por esta película en el último BAFICI- y es lo que llamo “el gen Martel”: esa especie de (in)capacidad que tiene este cine para retratar fascinado la clase media-alta argentina confundiendo o trasponiendo este gentilicio de “argentina” por “porteña”. Así como Caetano, Trapero y Alonso centran sus retratos en la clase pobre-marginal, Martel y, en este caso, Loza lo hacen en esa clase media-alta porteña (y nótese el énfasis en el gentilicio una vez más) absolutamente predecible y por lo tanto obvia. Las “formas” en las que la madre y el padre sienten por Liso es la forma misma en la que esta clase siente -al menos para el Nuevo Cine Argentino- y Liso no quiere ser parte de ello. De allí que solamente una persona de una clase (social) diferente siente o puede sentir diferente, y en este sentir es donde Liso encuentra o podría encontrar su tan ansiada “aceptación”… esa cachetada que lo despierte de sus patéticos deseos suicidas y le reactive la vida.

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Cuando Martel mete a Graciela Borges y su hijo como miembros de una clase media-alta decadente del norte argentino, la (in)capacidad es evidente: el problema en el retrato -cinematográfico al menos- es la generalización y la obviedad siempre en relación a la “clase media-alta porteña”. Es como si “lo porteño” fuera “lo argentino” en sí o, al menos, en cuanto a esta clase social particular se refiere: el diálogo final de la madre de Liso diciéndole “en Buenos Aires también hay pobres” es muy evidente al respecto.

Acá entonces comienza a jugar un rasgo geocultural interesantísimo: si el resto del país fuera de Buenos Aires es “el interior”, Buenos Aires, por simple dialéctica, sería ¿el exterior?; no obstante, si decimos que “lo argentino” es Buenos Aires, al margen de la paradoja, ¿qué sería lo exterior? ¿otro país? y de serlo ¿lo es solamente por una cuestión geográfica, cultural, regional o lo es en realidad por una cuestión “de sentir”: sienten diferente los pobres bolivianos que los pobres porteños… que los pobres argentinos? Y los ricos bolivianos ¿cómo sienten? ¿Sienten igual que los ricos argentinos?

Si bien la película no profundiza mayormente en este aspecto, el plano final de la montaña y la resolución misma de la película parecen matizarlo al menos en un nivel secundario, sutil, quizás hasta involuntario. Por ello, el “valor” del nombre mismo de la película, como dijimos al principio de esta reseña, y por eso mismo también la necesidad estética de la obviedad -por encima de la metafórica y/o simbólica- para plantear el proceso de una búsqueda: la búsqueda en sí que nos aleje de la muerte, de la muerte en vida, del suicidio como patética escapatoria (¿a una clase social? ¿a una forma social de sentir la existencia, la rutina?).

Filmada magistralmente (realmente es admirable la precisión y belleza del puñado de planos que conforman el film), con actuaciones bastante contundentes (especialmente las de Liso y su madre) y con una capitulación que agrega una estructura elíptica bastante acertada, La Paz de Santiago Loza es una historia simple, directa, pequeña, obvia pero quizás sin otra escapatoria que serlo pues, si la “aceptación” es una cuestión de geocultura, de clase social envuelta en una geocultura particular (la porteña), obviamente que la única forma de sentir diferente es “escapando” de esa geocultura y esa clase social determinante(s), y acá las metáforas y simbolismos no son mayormente trascendentes. No lo son porque en la obviedad misma se encuentran, lamentablemente, implícitos… O lo que es peor, bastante explícitos.

La paz (Argentina, 2013), de Santiago Loza, c/ Lisandro Rodríguez, Fidelia Batallanos Michel, Andrea Strenitz, Ricardo Félix, Beatriz Bernabé, 73′.

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