En principio, Abandono de cargo (Alejandro Vagnenkos, 2024) podría pasar por otro documental más que refleja la historia de una persona desaparecida por la dictadura militar. Los datos particulares del personaje que el documental expone, especialmente en su primer tramo –su nombre, Luis Lacoste; su lugar de pertenencia, Lobos; su pensamiento político (“tenía una formación marxista pero veía al peronismo como un movimiento transformador” recuerda el intendente de Roque Pérez); su multiplicidad de trabajos (docente, escritor, editor, librero); los detalles de su secuestro y desaparición- funcionan para la narrativa del caso individual, pero también como un elemento que suma a la construcción cinematográfica de una cartografía de las desapariciones. Incluso, el restablecimiento de algunos resortes de la memoria del lugar funciona de esa manera. La recurrencia al muralismo como intervención callejera no se diferencia de otros casos, aportando en la composición general de lo reivindicativo. Algo se atisba en otro detalle. El cambio de nombre de una calle para recordar al maestro desaparecido, además de no ser algo frecuente, exhibe un elemento adicional: el nombre de un desaparecido reemplaza al de un asesino de la época de la Conquista del Desierto. Si ese detalle se constituye en un elemento potente desde lo simbólico, también lo es, por contraste, esa imagen en la que ambos nombres conviven, como si no pudieran separarse, entre la señalética callejera actual y el viejo cartel en la pared de la esquina de una casa.
Esa superposición de elementos aparece también en las mismas calles de Lobos. El nombre de Luis Lacoste está allí con los Mastropietro, un apellido que será crucial en los hechos que fueron punto de partida para la desaparición. La convivencia, más que un estado esquizofrénico, revela una pérdida latente en ese espacio: la memoria de la desaparición de Lacoste aparece limitada, de la misma manera en que en su legajo, durante décadas siguió constando un “abandono de cargo” irreal, en tanto no hubo voluntad de dejarlo. Hay, en esos elementos, una tensión latente entre memoria y olvido que el documental explora sin subrayados. Pero sí recalcando ese cruce entre lo que persiste como señal y lo que no se puede ver aunque esté al alcance de la mano. El legajo de Luis Lacoste en la escuela pública no solo estuvo todo el tiempo allí sin que nadie lo advirtiera, sino que además esa documentación debe haber pasado por las manos de su madre, que era la secretaria del establecimiento. La pregunta pertinente deja de ser si nadie vio –o recordó- que el legajo estaba allí sino qué estrategias internas pudieron seguir para que se lo guarde, para que quede escondido en un lugar y no se lo recupere siquiera desde la misma familia.
No es institucional el punto de partida de la recuperación de esa historia. Aunque ocurre en una institución, en un espacio ajeno a la memoria de los derechos humanos. Una mesa examinadora en una escuela y la ausencia de alumnos (un tiempo muerto, vacío) generó la narración de la historia de una profesora a otra. La historia recircula desde la oralidad en un espacio que lo negaba. Silvana, aquella profesora, devenida inspectora, es el hilo que conduce ahora la historia. Es quien encabeza la recuperación de la figura del maestro desaparecido. Antes que conformarse con la descripción de los hechos –que, en un acierto del documental, pasan especialmente por la lectura de la denuncia que presentará la querella en el juicio por la desaparición- se detiene en los elementos que conforman su singularidad. El primero es la reacción inmediata que se produjo tras la desaparición. Más allá de la familia, el primer ámbito de resonancia es la escuela, en la mañana siguiente al operativo en que Lacoste es secuestrado de su casa. El recuerdo, negado desde lo institucional, se recupera desde las voces individuales. Es uno de sus alumnos quien revela, además de su relato como testigo, la forma en que la escuela construye una versión paralela (difundir la idea de que Lacoste se fue de pesca) y la manera en que se trataba a las voces disidentes, aun cuando se tratara de un niño. El grito (“Se lo llevaron”) podía expresarse, pero la autoridad lo rodearía de inmediato para evitar su propagación. La otra singularidad de la historia es la recuperación del legajo de Lacoste y la puesta en marcha de un proceso que rectificó las omisiones del Estado durante cuarenta años. Lacoste se convirtió en el primer docente desaparecido cuyo legajo es reparado (y no corregido, en tanto la reparación involucra un concepto diferente que atañe a la imagen de la persona, más que a un formulario administrativo) para que refleje lo que había ocurrido. Es en ese momento que termina de desarmarse aquella construcción del docente que dejó el cargo por el de la persona secuestrada y desaparecida.
Sin embargo, hay un elemento que se vuelve central. Si la forma en que el pueblo procesó lo sucedido queda de manifiesto en lo enunciado previamente (pasando del eufemismo del “se fue a pescar” al silencio que involucró a ese niño testigo que con los años nunca pudo preguntarle a la esposa de Lacoste si necesitaba algo) lo que lo llevó a la desaparición se postula como una forma de actuar previa a los sucesos. Silvana encuentra la existencia de una reunión de padres en el colegio en la que se cuestionaron los contenidos que Lacoste daba en sus clases. Las pruebas de lo ocurrido están allí donde nadie las había buscado porque creyeron (¿alguien les hizo creer?) que todo se había destruido. Así como el legajo de Lacoste permaneció en la escuela, así como existe el documento que establece su cese en el cargo dos años después de su desaparición, la institución mantiene el registro de lo que ocurre en su interior: un cuaderno guarda el acta que da cuenta de la reunión de padres, señalando su relación temporal inmediata con la desaparición (transcurre un mes entre un hecho y el otro) y que permite inferir que el camino burocrático de esa comunicación fue lo que puso al maestro en la mira de los desaparecedores.
El acta en sí misma, no dice demasiado, lo que tiende a reforzar el absurdo que da origen a la tragedia (la queja central parece focalizarse en la invitación de Lacoste a sus alumnos a ir a ver una obra de teatro que había escrito). Lo importante es la implicancia de ese acto. Por los nombres involucrados (la mitad de los firmantes eran amigos de los Lacoste, dice el hermano de Luis) que permite reconstruir una trama social previa en la que encastran a la perfección las celebraciones privadas en Lobos de los aniversarios del golpe de estado de 1930. A su vez, la permanencia en lo oculto de ese documento, genera un efecto que se perpetúa en el tiempo. La sociedad queda dividida, no tanto por la convicción en determinadas ideas, sino entre los que ya no están y no pueden contar la historia (porque pasaron 45 años desde los hechos), los que están y dicen no recordar (como ese Omar Ortiz, participante de la reunión, al que Silvana insiste en llamar, aunque queda claro desde el principio su interés en eludir las preguntas) y los que no supieron (especialmente las hijas de algunos de los padres que participaron, a las que no les contaron ni preguntaron).
Si la conclusión pesimista es la que sugiere una de las entrevistadas (“No cualquier sociedad denuncia a su hijo”) lo que logra el documental es romper la inercia que impone el silencio y la pretensión de olvido, mientras participa del proceso de recuperar la imagen de Luis Lacoste. Tal vez el valor que lo diferencia de otros documentales, justamente no se limite a ese elemento que lo hermana con trabajos similares, sino la forma en que, a partir de un caso individual, de la exploración de los documentos institucionales, puede reconstruir la forma en que un grupo social actuó durante ese período. Más que la atrocidad de la desaparición consumada, lo que aquí se pone en juego son las estrategias que derivan en la delación del otro y el posterior olvido de los actos que lo propiciaron.
Abandono de cargo (Argentina, 2024). Dirección: Alejandro Vagnenkos. Guion: Silvina Kaspin, Alejandro Vagnenkos. Fotografía: Aylén López. Edición: Emiliano Serra. Duración: 65 minutos.
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