El Festival de General Pico propone una experiencia antes que una programación concebida como una sumatoria de películas. Su programador, Pablo Mazzola, insiste en esa perspectiva en cada presentación, en cada bienvenida, cuando abre los brazos con energía y alegre vocación de invitar a toda la comunidad. Es que el Festival de General Pico escapa a una agenda convencional, nació del impulso de la Asociación Italiana de la ciudad, consiguió apoyos del estado municipal y provincial, y en ese camino se fue haciendo una presencia regular entre sus lugareños y una voz importante para el cine en la provincia. Sus dos inmensas salas, el Cine Teatro Pico y el Cine Gran Pampa, apenas a unas cuadras de distancia, le brindan cierta suntuosidad, un viaje posible al pasado, en nave de techos altos y numerosas butacas, y también un eco ceremonial, un espacio de encuentro y disfrute.
La ciudad es tranquila, con sus veredas anchas, sus paseantes desprovistos de apuro y ansiedad, sus negocios de ropa y bares que visten las cuadras. Un damero en el centro del territorio pampeano, liso y fresco, iluminado con el tenue sol de agosto y el sonido de los trenes de carga que arriban a la estación. La programación incluye competencia de largometrajes nacionales e internacionales, cortometrajes nacionales y regionales, charlas y mesas de debate, la infaltable muestra del cine italiano. Además, en esta búsqueda de unir el cine a la comunidad, el espacio de Cine e infancias y Encuentro de Escuelas invita a los más jóvenes, niños de primaria y estudiantes secundarios, a participar del hecho-cine que es más que ver una o varias películas: consiste en aprehender ese mundo que rodea a la proyección.
La primera actividad del día de la Apertura fue la exhibición de una copia impecable de Mujeres que trabajan (1938), dirigida por Manuel Romero pero con Niní Marshall como epicentro de su cosmovisión narrativa. La aparición por primera vez de Catita en el cine le dio un bautismo singular a esa creaión, la situó en una conjunción de numerosas representaciones femeninas que describían la aristocracia porteña y el mundo del trabajo como opuestos y al mismo tiempo confluyentes en dos territorios: la tienda Stanley y la pensión donde va a vivir Mecha Ortiz cuando pierde a su padre y fortuna. Lo que interesa a Romero es esa disputa –en los años previos a la emergencia del peronismo-, pero al mismo tiempo la curiosa promiscuidad que une transversalmente a esos territorios –Tito Lusiardo insistiendo en ser el chofer de su antigua patrona ahora tan pobre como él; Alicia Barrié soñando con el ascenso social al convertirse en secretaria (y amante) de su jefe-, mientras Niní funciona como una fuerza arrolladora que desborda todo arquetipo e impone rebeldía a fuerza de cierto caos, un poco al estilo de las comedias anárquicas de los hermanos Marx.
Paula Laguarda cerró la proyección con una charla sobre “Cine y género”, ágil y didáctica, que se propuso (des)armar los modelos femeninos en el universo ficcional que incluye a Niní sin solemnidades ni tecnicismos. Lo que sí resulta interesante al pensar la película hoy, es la fluidez en la gestación de las identidades sexuales, quizás menos rígidas que aquellas modeladas en la pertenencia de clase. Vale el ejemplo del personaje de Pepita Serrador, modelo de trabajadora con conciencia de clase, que lee a Marx y reclama la unión sindical en cada conversación. Sus disputas con Mecha Ortiz, la chica bien a quien enfrenta primero en la lechería -cuando Ortiz le ofrece dinero como producto de la borrachera y cierta vergüenza que clase-, y luego en la pensión –donde Serrador no cree esa nueva condición de “trabajadora” de la recién llegada sino como una mera transición hasta volver a su lugar de origen-, son claras en términos ideológicos, si bien se van morigerando a partir de la convivencia y los gestos de Ortiz para ser parte de ese nuevo mundo, pero son más ambiguas en términos de género. La forma de construir el lazo de incipiente amistad, las miradas y abrazos, el vestuario de Serrador y su circulación en el espacio, le imprimen una ambigüedad sexual que erosiona las categorías binarias, y que no termina de aplacarse con la frase final sobre su posible matrimonio si no se hubiera dedicado tanto a la lectura.
También asoma esa tensión en la definición de Lusiardo, cuya confraternidad con las mujeres de la pensión tiene el tono de una amistad que resulta atípica entre un varón heterosexual y un grupo de mujeres. De hecho, su romance con Niní es fruto del motivo cómico que despliega la película, ajeno a la lógica del melodrama que está presente en el triángulo «Fernando Borel-Mecha Ortiz-Enrique Roldán» o en el superpuesto «Mecha Ortiz-Enrique Roldán-Alicia Barrié», y en una de las salidas en el taxi con todas sus compañeras de pensión recibe un comentario suspicaz de la casera. Más allá del sacudón que provoca Niní Marshall -desde la confección de su personaje y la escritura de sus diálogos- en la galería de modelos femeninos que presenta la película, es claro que mientras los arquetipos de cuño social y clasista resultan más firmes y sobreescritos, las identidades sexuales se caracterizan su condición fronteriza y su permanente circulación.
Después de la ceremonia de Apertura, que recorrió a todos y cada uno de los participantes del festival, desde jurados y directores con cortos en competencia, hasta músicos y auspiciantes –coronado con una lúdica performance de afiches y grafitis en vivo conducida con la gracia habitual de Gabriela Rádice-, llegó el estreno en nuestro país de Los delincuentes, la excelente película de Rodrigo Moreno que tantas expectativas generó desde su presentación en Cannes. La historia tiene como punto de partida la evocación de Apenas un delincuente (1949), el clásico de Hugo Fregonese, para luego convertir su deriva en la esencia del derrotero que propone Moreno. Morán (Daniel Elías) es un personaje tan gris como lo era Julio Chávez en El custodio, abocado a cumplir día a día una rutina tediosa y alienante. Levantarse, regar las plantitas del balcón, viajar el subte, parar en un bar para un cafecito, llegar al banco y allí cumplir su rol de tesorero. Pero el día con el que comienza la historia no es uno más en la vida de Morán sino justamente aquel en el que esa rutina termina.
El robo gestado con una mezcla perfecta de logística y temeridad lo deja con 650 mil dólares en su posesión y la decisión de involucrar a un compañero de trabajo, el anagrama Román (Estebán Bigliardi), para cumplir su cometido. Debido a su retiro temprano por una cita para sacarse un cuello ortopédico, Román puede ser acusado de complicidad en el robo, excusa que Morán esgrime para convencerlo de que guarde el dinero durante los tres años y medio que pasará en la cárcel, y lo espere a la salida para dividir el botín. Lo que parece un modelo clásico del género, Moreno lo desvía en los notables escenarios cordobeses y en una puesta en escena que amalgama su decidida vocación experimental con una destacada solvencia narrativa. Lo que respira debajo de Los delincuentes es una mirada cargada de rock e ironía sobre el sentido de la libertad en el mundo capitalista contemporáneo. Pero, al mismo tiempo, Moreno imprime un humor absurdo a cada escena –excelente diseño del escenario del banco luego del robo, con pretendidos infartos, llantos, reproches y lamentaciones, y una investigadora implacable interpretada por Laura Paredes-, ofrece un trabajo preciso sobre el sonido –sobre todo los efectos sonoros que conducen las transiciones narrativas-, y filma Buenos Aires con una carnadura y realidad que el cine argentino parecía haber perdido en esa insistencia en un retrato palermitano que equipara a la ciudad con otras capitales europeas.
Los delincuentes es menos una historia policial que una meditación lúdica y profunda sobre el verdadero sentido de la libertad, que se desprende de las letras de Pappo’s Blues, que se resignifica en las citas al cine de Bresson que aparece en la misma materia diegética –cuando el personaje de Bigliardi pasa sus tardes en el cine- y que aplica también al interrogante sobre el cine como forma de expresión y relato. Moreno alimenta su historia de momentos únicos, que podrían pensarse casi como películas aparte que conviven en ese mundo tangible que propone: el encuentro de Román con tres habitantes de Alpa Corral al borde de un espejo de agua; un romance entre caballos y documentalistas; la vida en la ciudad, las sábanas de los hoteles, la pizza de Imperio. Cada momento es parte de la película y al mismo tiempo nos invita a un viaje propio, singular, nos conduce en elipsis a través de los versos de “La Gran Salina” de Zelarrayán, nos sumerge en el agua fría de la sierra, en el calor del verano cordobés, nos interroga sobre la posibilidad de vivir en libertad en este mundo.
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