Un fantasma baila y persigue la memoria del visir. Es el fantasma de su esposa que no lo abandona. Ese visir es el padre de Scherezade que reflexiona sobre sus faltas y sobre el probable destino de su hija. Su imagen se funde con los movimientos de la bailarina y en ese procedimiento está la clave formal de esta tercera parte de las Mil y una noches filmada por Miguel Gomes que, al centrar, en una primera instancia, el desarrollo de las acciones en la propia Bagdad, en el tiempo vivido por Scherezade, y al estar precedida por las dos partes anteriores, le otorga a la puesta en escena el tono más artificial y ficticio de toda la serie.
Los fundidos encadenados abundan y son los que permiten, como en las escenas iniciales, derivar en el presente sin abandonar el pasado. En la primera de las entregas Scherezade sólo aparecía en el plano que daba título a la película, aquí su presencia es más fuerte. La belleza de su cuerpo se impone durante un largo rato. Pero paradójicamente, y salvo por la versión de Perfidia que interpreta luego de abandonar al hijo del sol, su voz se calla, se pierde, ya no es ella la que narra desde la voz en off, sus palabras ahora ganan la pantalla. Y es justamente esto lo que debilita a este tercer volumen porque esas palabras ocupan el espacio y dicen aquello que las imágenes no pueden o no quieren decir.
La canción Perfidia es el leitmotiv de las tres películas. Su contenido, un hombre que se pregunta por las aventuras y el destino de la mujer que lo abandonó, se invierte en la conducta de Scherezade pero al mismo tiempo funciona como disparador universal de los relatos. En el cine de Gomes este es otro recurso habitual, la música siempre suena anacrónica y a contratono del tiempo que se muestra. Cuando la acción transcurre en el presente, en el mundo contemporáneo, las canciones llegan desde el pasado, cuando el contexto se vuelve mítico, la música proviene de un futuro lejano.
Es que el mundo en esta tercera parte es tan grande que sólo puede ser imaginado a través de los fundidos encadenados, pero nunca alcanzado. El encantamiento acaso se trate de eso, de imaginar un mundo con imágenes imposibles para ese tiempo que se narra y se vive. Pero también el encantamiento puede estar en la extensión de un mismo relato que ocupa varias noches y que detiene, o logra prolongar indefinidamente a diferencia de lo que ocurría en la segunda parte, la llegada de la muerte, en este caso la de la propia protagonista. Esa imposibilidad y esa cruza de mundos están en los relatos de Scherezade cuando habla de aviones que se caen o de computadoras que guardan los sonidos de los pájaros, pero también en los distintos tipos de registros que ofrecen las imágenes: hay fílmico y hay digital, hay super 8 y hay vhs.
Las historias nacen de “los miedos de los hombres para reunir los tiempos de los muertos con los tiempos que vendrán” le dice Scherezade a su padre antes de partir al anochecer para seguir entreteniendo al rey. Así la película da paso al episodio de El canto de los pinzones, que dura varias noches y ocupa la mayor parte de la película. En una especie de doble juego, Gomes manifiesta una intención deliberada de poner a prueba la resistencia del rey cruel en el relato, pero también de los espectadores en la sala. La historia de esos pájaros que cantan y se “hacen” unos a otros heredándose la virtud de trino y los pajareros, hombres embrujados (y condenados) que se pasan largos tiempos escuchándolos en silencio tratando de diferenciar sus tonos, se extiende cerca de una hora.
En el medio, Gomes introduce la historia de El bosque caliente. Reaparece la voz en off y la película parece retornar al clima fantástico inicial, pero el relato de soledad y tristeza de una chica oriental que habla (en off) desde otro tiempo no sólo es breve, sino que además se apoya sobre las imágenes de una manifestación en Portugal acentuando la confusión de los mundos, y distrayendo y poniendo a prueba la atención de los espectadores nuevamente. Enseguida regresa la historia de los pinzones y el sonido de sus cantos, que es casi constante, queda resonando en la cabeza una vez que la película termina.
Gomes juega con los límites de la narración y la representación, y pareciera resultarle igualmente fácil espantarnos con sus historias, tan improbables como reales en muchos casos, como volver a atraparnos.
Su versión de Las mil y una noches es tan despareja como hipnótica, tan encantadora como agotadora. El plano final, la noche cayendo sobre Bagdad, sugiere la continuidad indefinida del relato, pero la leyenda impresa sobre la imagen nos dice que será su hija, quien tenía ocho años en el momento de la filmación, la que, una vez mayor, decida agregar o quitar lo que le parezca de la película. Es a ella a quien está dedicada y será ella la encargada de continuar o no las historias que su padre robó y contó a su antojo. A Miguel Gomes esta película ya no le pertenece.
As Mil e Uma Noites: Volume 3, O Encantado (Portugal, 2015), de Miguel Gomes, c/Crista Alfaiate, Bernardo Alves, Chico Chapas, 125´
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