movie-the-white-ribbon-by-michael-haneke-poster-mask9No se trata de discurrir aquí sobre las motivaciones por las cuales la subjetividad establece vínculos con personas, situaciones, objetos o lugares, dado que sería pertinencia de un científico eminente como Facundo Manes, que es un estudioso de las neurociencias y quien explicaría con absoluta solvencia los laberintos de la mente. Sólo me limitaré a describir la particular relación que se originó con el Cinemark de Palermo.

Ya desde mi primer encuentro las circunstancias favorecieron el establecimiento de esa relación. Hace ya algunos años concurrí por primera vez a esa sala en una función nocturna, no recuerdo si fue en la última función o en trasnoche, sí recuerdo que era una noche muy fría y que caminé las dos cuadras que van desde Bulnes y Santa Fe hasta Beruti y Bulnes, donde se ubica la sala, y que de no ser por las luces intermitentes de los autos esas dos cuadras, flanqueadas por viejos árboles de gran altura, estaban sumidas en una penumbra inquietante, en particular los cien metros que corren desde Arenales hasta Beruti. En esa cuadra sólo el desconcertante letrero circular de un supermercado era el único punto luminoso. Además, un dato para nada irrelevante: la película que iba a ver era La cinta blanca, de Haneke, pero mi desconcierto no terminaba ahí, al llegar a Bulnes y Beruti me sorprende un cubo inmenso de cristales muy iluminado, situado en una esquina (no recuerdo la existencia de un cine ubicado en una esquina), y allí estaba en la marquesina frontal, el nombre: Cinemark. Me identifiqué con el sujeto del mito de la caverna de Platón y el conflicto que planteaban los riesgos de pasar de la oscuridad a la luz. El hall de entrada semejaba al de una lujosa clínica o al de un centro espacial. Los múltiples ascensores de sus niveles harían las delicias de los pibes.

Hoy como entonces los pasillos interiores reflejan otra atmósfera: estrechos, oscuros y tapizados con carteles de anuncios de próximos estrenos, nos recuerdan al tren fantasma: mostrencos temibles que amenazan con destruir el mundo, tortugas que compiten con Bruce Lee y humillan a la querida Manuelita que vivía en Pehuajó, seres galácticos que pueden trasformarse, un tonto al que no le basta con ser tal y duplica la apuesta; pero no todo es banal, también hay un anuncio que supone un alto valor didáctico y promete enseñarnos a entrenar a nuestro dragón. Hay más, seguramente, y eso depende de las prolíficas y atribuladas cabecitas de los chicos del norte.

anni_felici_posterLuego de Haneke volví a la sala para ver Avatar (Dios me ha perdonado). Luego, y antes de esta muestra de cine coreano, concurrí a dos semanas de cine italiano, por suerte reconfortantes, sobre todo la última a mediados de éste año, donde pude ver la formidable y “peligrosa” película de Daniele Lucchetti, Anni felici, de la cual siento el imperativo de dedicarle un análisis.

El público de esta sala es zonal, por lo tanto abunda el glamour. En las Semanas de Cine Europeo respetables señoras y señores ávidos del “buen cine” de otros tiempos, así lo referían, constituyen espectadores responsables que, al adquirir las entradas, rechazan con amable displicencia los múltiples colorinches de las golosinas que con parlamentos robóticos les ofrecen las chicas de la boletería. El público de los “tanques”, mayoría de chicos jóvenes, muelen con elegancia el popcorn: aquí está prohibida la palabra pochocho. Imposible no presentir aquí la presencia de Don Luis y su Le charme discret de la bourgeoisie. En mi registro imaginario se presentó entonces un elegantísimo camarero diciendo: “La cena está servida”; por cierto, no faltaba ningún ingrediente.

Tal como acabo de describir fue fatal la ‘attraction’ que se estableció con el cubo cinético desde el primer momento. Pero vayamos a la Semana del “Nuevo” Cine Coreano, que en definitiva de eso se trata. Durante esa semana Buenos Aires nos obsequió, como es habitual, toda la gama de climas imaginable. Un día emergí de la estación del subte y en la calle me encontré entre un diálogo anónimo de paraguas. Un día de calor y humedad sofocantes invitaba a calzarse una bermuda; otro día, abrigo pesado para no tiritar de frío.

Voy a tratar, con gran esfuerzo, de no caer en una onda expansiva de evocación y añorar a Kim Ki-duk y otros próceres del cine coreano que descubrimos fascinados en los años, ya largos, del Bafici.

EL_GRAN_GOLPE_Poster.jpg_rgbSin efectuar comparaciones (me cuesta), lo visto fue de una pobreza que por momentos me entristeció y por momentos me irritó. Tal menú de excelencia tecnológica al servicio… ¿de que? En lo exhibido, ni una sola idea rescatable, solo imitaciones impúdicas del peor mainstream yanqui. En consecuencia, el ávido e informado público cinéfilo no apoyo la muestra, las funciones se realizaron ante salas escasamente pobladas con la preocupación, según advertí, de los organizadores. Confieso que sólo permanecí quince minutos en la exhibición de El gran golpe, película que se promocionó como la más taquillera de los últimos años en Corea. Increíble. En ese lapso me aburrió la exhibición descarada de todo tipo de sofisticados aparatejos, entre los cuales reconocí algunos celulares, otros me resultaron de funcionalidad desconocida. Solo faltaba un presentador promocionando alguna marca.

Otros títulos irrelevantes: Todo sobre mi esposa, adaptación de la película argentina Un novio para mi mujer, de Juan Taratuto. Antes aludíamos a la carencia de ideas, ésta es una muestra irrefutable. Confesiones de un asesino es un abuso sobre la credibilidad del espectador. Violencia extrema, enfrentamiento entre mafias con un deshilachado guión y golpes bajos físicos y metafóricos. Demente: un parásito mutante que provoca muertes masivas (¿ébola?). Buena idea, fallida realización. La receta final: una especie de Master-Chef a la coreana aporta alguna cuota de ingenio y cierto cuidado formal (Never forever, obra anterior de la directora Gina Kim recibió algún elogio de Scorsese; actualmente filma en Hollywood y Corea). Fui el último en retirarme de la sala, quizá fantaseaba con la aparición de Tae-suk, el mágico y entrañable protagonista de Hierro 3 de Kim Ki-duk. No son limitaciones de espacio las que motivaron los reducidos comentarios sobre lo visto, simplemente no pude encontrar elementos interesantes que pudieran generar una reflexión válida.

Hubo una excepción: Relato de un arquitecto, de la directora Jeung-Jae-eun. Sin ser la suma de la excelencia cinematográfica, esta biopic producido en 2011 nos pone en contacto con un ser humano impostergable: el arquitecto coreano Cheng-Gu-yon (1943-2011). El desarrollo de la película, asociado con el memorable trabajo de Peter Greeaaway en El vientre de un arquitecto, me hizo reflexionar sobre la psicología de un arquitecto. Pensé en la angustia flotante emergente del conflicto interno que resulta de intentar conciliar las ciencias duras con el arte. En un momento de la película, Cheng arroja una frase que refleja esa angustia: “Hoy los arquitectos somos empleados de los constructores”. Aunque esta frase parece contener un esbozo de elitismo, sólo refleja la impotencia ante el crudo pragmatismo tecnológico. Una secuencia inicial lo muestra recorriendo la realización de una obra suya y señala entristecido cómo se ha desvirtuado su proyecto, especialmente el descuido de los espacios verdes. Su anhelo profundo era lograr un sincretismo entre tecnología, arte y filosofía, pero casi nunca lo pudo lograr plenamente, aunque esto no significó una renuncia a sus principios ético-estéticos por utópicos que fuesen. Le Corbusier definía a la arquitectura como “el sabio juego de los volúmenes bajo el sol”.

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Una síntesis del  pensamiento de Cheng-Gu-yon sobre diversos aspectos ocuparía un espacio que excede los límites de este texto. Sus conceptos sobre la vida y la muerte son de una lucidez esencial. Sobre la muerte dice: “tenemos que aprender filosofía antes de morir para recibir a la muerte con dignidad, con ojos luminosos”, y en la intensa escena final rodeado de discípulos es conducido a un amplio jardín para despedirse: “gracias a ustedes, al cielo, al viento, a la luz”. La película se filmó en 2011, año de su fallecimiento y durante los preparativos de una gran exposición sobre su obra. Esta película constituye un formidable epitafio o legado a la posteridad.

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