Podríamos decir que con Hierba, Raúl Perrone deja de hablar y de moverse, lo que no significa que deja de decir cosas. Lejos, aunque no tanto, parecen haber quedado los intertítulos y los chicos andando en skate; lejos parece haber quedado el barrio de Ituzaingó, tantas veces filmado por él, tantas veces reescrito. La austeridad y el despojo parecen ser cada vez más las herramientas de su cine. Sin embargo, para adentrarse en Hierba hay que atravesar varias capas, empezando por el propio lente de la cámara. Perrone filma como a través de un espejo. A veces decide romperlo y esparcir sus restos por la pantalla; en otros casos, junta sus partes y configura una imagen nueva. Los rostros temblorosos que hay en Hierba, los cuerpos desnudos y aterrados, se pixelan, como desarmándose, como perdiendo su forma, cuando la cámara los toma a distancia, y adquieren contextura y definición cuando el picado los captura sobre el suelo. El sonido resuena como un eco lejano, como si viniera de otros tiempos, de otros mundos, antiguos pero posibles.
El Almuerzo sobre la hierba de Manet le sirve a Perrone para crear un sentido nuevo, para volver al color y, al mismo tiempo, para seguir hablando de sus obsesiones. Hay un rasgo en común que sus películas siguen conservando: el desamparo y la amenaza constante, el afecto y el deseo, ya sea la ciudad o la selva, ya sea el campo o el Japón feudal. Acentuadas estas características por el mundo cerrado que casi siempre se muestra como una trampa.
Con Hierba, Perrone va más allá del cine, más atrás, va a la pintura impresionista para darle vida a esa naturaleza muerta. Los planos son fijos y la película está dividida en dieciocho actos que no siempre guardan relación; el movimiento sucede al interior de los mismos y el uso de la elipsis les permite la posibilidad de pensarse como dieciochos variantes de una misma idea, dieciocho películas posibles.
Las películas de Perrone son un movimiento en sí mismo, un movimiento solitario y único, que en cada entrega se expande forzando los límites de la experimentación para luego deshacerse en busca de nuevos pasos. Cada película suya pareciera ser un nuevo cine, independiente en el sentido más literal de la palabra, sin especulaciones, sin temor al error y, mucho menos, a la idea de desaparecer. Perrone hace y deshace con libertad. El acto número 12 de Hierba probablemente sea de lo mejor que se pueda ver en este Bafici: la noche llega y todo se vuelve azul, la cumbia electrónica de otros tiempos, acaso futuros, acaso pasados, es ahora el sonido natural de ese espacio, la luna no tiene rostro sino una máscara y los personajes bailan bajo su influjo y le rinden culto. Esa escena es una película más, una película dentro de otra, que se vuelve notable por su disonancia con el resto de los otros actos, pero también por su carácter inclasificable e hipnótico.
Si con P3nd3jo5, Favula y Ragazzi, Perrone estableció una suerte de trilogía en blanco y negro, desbordante y lacónica sobre la juventud, pero con elementos que mantenían su arraigo en cierto realismo suburbano (Samuray-S, también en blanco y negro, ya es una isla remota e inalcanzable), Hierba, con sus colores puros y artificiales, con su latencia desesperada e intangible, con su evocación anárquica del pasado, directamente es un mundo perdido.
Hierba (Argentina, 2015), de Raúl Perrone, 65′.
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Un somnífero Perrone.