kim-jong-il-art-of-cinema1. Un amigo me avisa que sacó una entrada de más para una película hecha en Corea del Norte y no lo dudo demasiado. Acepto la invitación y voy a ver The Flower Girl al Centro Cultural San Martín. Sabía sólo una cosa acerca de esta película: había sido escrita por el «Querido Lider», Kim Jong-Il, el dictador pseudocomunista en torno al cual la burocracia estatal había creado un culto cuasi religioso. Recordé que esta injerencia directa de la mayor autoridad política de un país en el cine no es algo sin precedentes en el mundo del, así llamado, «socialismo real». A Stalin le gustaba llevar a su séquito a ver las películas antes de su estreno y no se privaba de hacer sugerencias que consideraba mejorarían el film. Estas sugerencias, como no es difícil adivinar en un régimen en el cual la población temía acabar arrojada en un campo de trabajos forzados o ejecutada, eran tomadas muy en serio. De ahí que pueda considerarse a Stalin el coautor de buena parte del cine soviético entre las décadas del 30, 40 y comienzos de los 50. Pero el dictador cinéfilo Kim Jong-Il fue más lejos: construyó una colección personal de 20.000 films, escribió un par libros en los que compendiaba sus ideas sobre cine e hizo secuestrar al director de Corea del Sur más popular con el fin de obligarlo a hacer películas a su servicio. Pero estas no son más que anécdotas, para averiguar como era el cine de Kim Jong-Il tenía que ver la película cuya historia –según la versión oficial– había escrito.

No era extraño que se formase en mi la expectativa de encontrarme con una película de propaganda. Desde luego, no todas las películas de propaganda comunista son iguales. Las hay muy buenas. Podríamos mencionar un ejemplo conocido por todos, como El acorazado Potemkin (URSS, 1925), o uno que no lo es pero merecería serlo, como Ich war neunzehn (RDA, 1968). Menciono estos ejemplos ilustrativos con particular interés en las fechas en que fueron filmados. El cine de los países del antiguo bloque «socialista», dado que se trata de un tipo de actividad que exige una importante cantidad de recursos, estaba financiado –obviamente– por esos estados. Y esa es la razón por la cual los momentos en los cuales se produjo un cine de auténtico valor coinciden con los ciclos políticos progresivos en esos países, aquellos en los cuales existían tendencias políticas transformadoras y cierto margen de discusión y disidencia. Es bien sabido que durante la primera década inmediatamente posterior a la Revolución Rusa, antes de la consolidación del régimen thermidoriano estalinista, nos encontramos con una producción diversa, con criterios estéticos y políticos de vanguardia. Pero hay que esperar hasta lo que el intelectual ruso Boris Kagarlitsky llamó los «sixties soviéticos» (que se suelen hacer comenzar en 1956, con el XX congreso del PCUS, y que terminan aproximadamente con el aplastamiento de la Primavera de Praga en 1969) para encontrar películas perdurables. Si hacen falta ejemplos de lo que fue capaz el cine soviético en este último período podemos mencionar el nombre de Andrei Tarkovski. Fuera de esos momentos, lo que primó fue un cine estética y políticamente conformista. Claro que una vez trazado este esquema histórico simplificador –aunque no por ello falto verdad– surge la tentación de buscar y encontrar alguna película, o al menos una escena, o aunque sea un fotograma, que resista contra la homogeneización cultural del realismo socialista (junto con la búsqueda antisimplificadora complementaria, pero menos atractiva, orientada hacia películas conservadoras en los períodos progresivos). Esa tarea sería seguramente fructífera pero aquí no es posible esbozarla siquiera de modo somero.

Por estas razones, en conjunción con lo poco que se acerca del desdichado país de Corea del Norte, entré al cine listo para encontrarme con una película de propaganda burda y plana. Como es obvio, no se me escapaba que hay películas de esa clase que de todos modos pueden contener algo de interés. Esto lo sabemos de sobra nosotros que llegamos tarde a las esperanzas desmedidas de la modernidad y aprendimos a valorar el kitsch, el camp y el resto de las categorías estéticas producidas por una cultura ya de vuelta de sí misma. Y ahí están esos musicales soviéticos, ambientados en granjas colectivas en las que criadoras de cerdos y tractoristas cantan y bailan con cuadros de Lenin en el fondo del plano. Con un optimismo más pop que socialista, esperaba ver algo por el estilo. Entre a la sala del CC San Martín con ganas de reirme.

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2. No me resultó necesario mirar muchas escenas para advertir que Kim Jong-Il no era un escritor gracioso. Pero a esta constatación poco sorprendente le siguió otra más incómoda de digerir, The Flower Girl no es ni siquiera involuntariamente chistosa. Sin duda, todo es torpe y exagerado en su trama y en sus encuadres, pero no de una manera particularmente divertida. Hacía mi mejor esfuerzo por pasarla bien pero aparentemente esto no es tan fácil en Corea del Norte, aunque solo se trate de sus películas. A esta primera desorientación tenía que sumarle otra: mi experiencia previa con el cine soviético o el cine de Alemania Oriental no me prestaba demasiada ayuda. En The Flower Girl, las coordenadas culturales del realismo socialista se intersectan con las de la cultura asiática. Probablemente sea acertado decir que es una película muy influida por la cultura del país contra el cual está políticamente dirigida; parece tratarse de una derivación de la tradición cinematográfica japonesa (la película se sitúa en la década del 1930, período en el cual el territorio coreano se encontraba bajo el mando de las fuerzas de ocupación japonesas). Es posible ubicarla sin dificultades en uno de los géneros más clásicos del cine nipón, el del melodrama familiar. Sus protagonistas, campesinas extremadamente pobres, padecen un catálogo ingente de desgracias una, y otra, y aún otra vez. El tipo de sintaxis empleada en The Flower Girl es bien conocida y también sus efectos: una mujer padece repetidamente sin siquiera poder intentar un curso de acción que logre torcer su destino. Esta estructura narrativa, magistralmente desarrollada en las grandes películas protofeministas de Mizoguchi, conduce a la condena del mundo opresivo que causa estos sufrimientos a su protagonista indefensa. La misma sintaxis sigue siendo puesta en práctica en películas contemporáneas –quizás menos magistrales– con intenciones similares (en el caso que tenemos en mente, antinorteamericanas), como Bailarina en la oscuridad, de Lars Von Trier.

Estos sufrimientos no son padecidos por un único personaje, sino que cada miembro de la familia rota su protagonismo. A cada quien le toca el turno de sufrir su calvario capitalista. De este modo no se representa un destino individual sino el de este núcleo familiar  campesino, que condensa la suerte de los más desposeídos en su conjunto. Durante alrededor de dos horas seguimos a dos principales padecientes (si se nos permite esta expresión contrapuesta a la de «agentes») de sufrimientos y explotación. En primer lugar, la madre que trabaja en exceso para que su hija no tenga que caer bajo el mando tiránico de sus empleadores. Estas labores extenuantes la fatigan hasta enfermarla y eso motiva a su hija a recoger flores en la montaña para venderlas en el pueblo, con el propósito de conseguir el dinero con el cual comprar las medicinas que su madre necesita. Lo logra, pero tarde. Su madre muere y su hija queda sola a cargo de su hermanita menor, aún una niña, quien había quedado ciega producto de la acción de la misma patrona que explotaba a su madre. Muerta su madre, las acciones-padecimientos recaen principalmente en la chica de las flores, quien inicia un viaje (como es previsible a esta altura, el camino será largo, recorrido a pie y pródigo en penurias) para intentar encontrar a su hermano, apresado por los japoneses tras haber prendido fuego alguna parte de las propiedades de los amos, en venganza por haber dejado ciega a su hermanita. La película se vuelve en extremo repetitiva en la sucesión de desgracias. Como una pornografía del sufrimiento de los ofendidos y humillados, vemos que cada escena conduce de manera fácil de anticipar al mismo resultado: imágenes de rostros cubiertos de lágrimas en vez de los fluidos corporales propios de los cumshots del porno heteronormativo.

Ante la ausencia de la chica de las flores, la niña ciega llora e implora su regreso por las noches, cerca de un árbol, iluminada por la luna. La ejecución exagerada y sin tacto de esta idea se advierte mejor en el contraste con el llamado a sus hijos perdidos, con inflexiones musicales,  que la mujer esclavizada y forzada a prostituirse de El intendente Sansho, de Mizoguchi, realizaba desde una montaña. Pero la diferencia más importante y más característica de esta película se encuentra principalmente en la resolución de este tipo de trama de la cual se apropia –de la tradición japonesa de las películas de mujeres sufrientes–; en su happy end revolucionario. Esta coda feliz a la historia de padecimientos articula la lucha socialista y anti imperialista con la tradición de la narración de los sufrimientos de los humildes de las historias tradicionales en las que se apoya. Esto voluntad de hibridación sería meritoria sino fuese por la manera completamente forzada en que está llevada a cabo. Quien lidera a la rebelión contra los patrones es el hermano a quien al comienzo se había apresado y luego dado por muerto, pero que en rigor había escapado para unirse a los revolucionarios. Esta alteración en el destino de los personajes de ningún modo surge de los mecanismos internos de la trama, sino que ocurre casi mágicamente, y merced al retaceo de información al espectador. La revolución y el socialismo aparecen en la historia debido a un grosero deus ex machina. Y si bien, como mencionamos, el líder de la rebelión no es otro que el hermano mayor, quien vuelve convertido al marxismo-leninismo, aquí la película exhibe, al introducirlo de manera abrupta y torpe, lo ajeno de ese discurso y esas acciones a los personajes y el mundo que hasta entonces se mostraban. De modo que en la trama de la película hay un abismo entre la vida y la conciencia de los oprimidos y la acción transformadora que solo la aparición casi mágica del partido revolucionario puede subsanar. Tal vez no carecería de interés rastrear si este procedimiento (propongo llamarlo «marxismus-leninismus ex machina») ocurre de manera generalizada en otras producciones de propaganda de los países mal llamados «comunistas».

kim-jong-il-movie-setEl propósito moralizante de la película es justificar la violencia revolucionaria contra los opresores, cosa que a través de le exhibición morbosa de las maldades de japoneses y patrones coreanos dirigidas a los campesinos y repetidas hasta el hartazgo en el interminable preludio a la acción popular, se consigue con creces. En este punto la película es eficaz, pero esto sucede a pesar suyo. Lo maniqueo y esquemático de la realidad que construye funciona hasta cierto punto debido a que el mundo capitalista real es lo suficientemente abyecto para volver verosímil esas exageraciones. Por otra parte, que una opresiva burocracia estatal se haya montado sobre las rebeliones populares no deslegitima un ápice su derecho a defenderse y recurrir a la violencia contra los propietarios. Pero a la objeción contra el marxismus-leninismus ex machina hay que añadir otra con una perspectiva de género: es el único miembro varón de la familia el que muestra real capacidad de acción transformadora, con lo cual el aspecto antipatriarcal de este antiguo tipo de historias es completamente invertido en su readaptación pseudocomunista. Esta resolución comunista-patriarcal, injertada con costuras mal disimuladas en la tradición de las narraciones populares asiáticas, en rigor debe mucho a las películas escapistas hollywoodenses, en las cuales el cine del realismo socialista ha tenido un modelo. Las películas que idealizan la realidad y posibilidades del mundo de aquellos que se ven forzados a vender su fuerza de trabajo se emparentan en ese punto con aquellas que idealizan la realidad y posibilidades del mundo de aquello sometidos a la brutal burocracia estatal «socialista».

3. Finalmente salgo del CC San Martín, hastiado. Pienso que estaría bien sin volver a ver otra abominación cinematográfica pseudosocialista, cuando mi amigo me recuerda que en un rato, en otro centro cultural situado en la vereda de en frente, comienza una conferencia de Etienne Balibar, quien hace 50 años escribió –junto a Louis Althusser, Roger Establet, Jacques Ranciere y Pierre Macherey– uno de los libros más famosos de la filosofía marxista, Para leer «El Capital». Hoy Balibar es un posmarxista que dice cosas que suenan sensatas a nuestro sentido común. Hoy casi nadie recuerda que una vez escribió otro libro que se titula como el concepto que defendía: La dictadura del proletariado. Otra vez tengo esa sensación de haber llegado tarde a las viejas esperanzas y temprano para las nuevas políticas socialistas. Pienso que la idea puede parecer buena pero que la conferencia nos va a decepcionar. Pienso que no va a valer la pena. Pienso que ir es un error. Miro a mi amigo, sonrío y, sin mostrar dudas, digo «vamos».

The Flower Girl (Corea del Norte, 1972), de Choe Ik-Kyu, ‘127.

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