
El grito desesperado de Latinoamérica se extiende a sus propias imágenes. La cámara de cine, aparato de base foráneo y colonizador pero con otro fin; tecnología del enemigo en función de la máquina de guerra que lo interpela. Es la región que demanda desde ese grito que son sus construcciones simbólicas, sus universos culturales, sus cuerpos. Imágenes como respuesta, múltiples, nunca definitivas, construidas a partir de fragmentos y pensando desde ellos. En tal sentido, el Festival de Cine Latinoamericano de La Plata (FESAALP) ofrece un amplio espectro de imágenes que son susceptibles de interpelación entre ellas. Cine de periferias, cuerpos de las víctimas, cuerpos tanto alienados, colonizados como cuerpos de la resistencia.
En tal sentido, la competencia de largometrajes que por estos días se puede ver en las sedes del festival instala el arco de formas emergentes. A modo de ejemplo, tres de ellas se pueden pensar en conjunto, pues sus propuestas hacen foco en historias individuales, en derroteros de quienes se encuentran solos, aunque desde la justicia que otorga la visibilización.

Folklore y resistencia. Es la coproducción entre Chile y Francia, Perro bomba, del director Juan Cáceres, desde la cual se puede pensar la amalgama entre un país que en el presente actual se hartó de tanta naturalización pinochetista con las concesiones de décadas por parte de su población, y un país europeo que recurrentemente se presenta dispuesto al apoyo económico. Capítulo para pensar aparte, en modo alguno en forma binaria. Chile es el terreno de operaciones; un Chile que discrimina salvajemente, el que ejerce su poder patronal sobre el migrante. En dicho sentido, la figura del gran actor chileno Edgardo Castro grafica crudamente ese poder con respecto a ese otro. “Nadie quiere trabajar, estamos rodeados de peruanos, ecuatorianos, bolivianos y la concha de su madre… y este par de negros culeados haitianos que no hablan español.” -dice en uno de los momentos tensionantes de la película. Ese otro haitiano es puesto en el centro del relato. Y su folklore, mediante la presentación de la comunidad por medio de la cultura musical; pero también desde sus asimilaciones y alienaciones. Y por la contraria, desde su resistencia. De una u otra forma, mediante su arco variopinto de subjetividades, apoyos, complicidades, luchas, colisiones y violencias, el mundo ingresa a través de la pantalla a una de las colectividades más eclipsadas de la región. El rap se presenta alternadamente en forma de bisagras entre los pequeños capítulos de la trama. “Esta es tu casa. Déjate llevar. Mueve el cuerpo, mueve (…) Es mi sangre que provoca, es la fiesta que hay en mi boca”, canta una joven haitiana en la calle como irrupción antinarrativa. Letras que aportan imágenes a construir y relacionar con el relato de Perro bomba, donde el eje central es el cuerpo de Steevens Benjamin, joven actor haitiano que en principio padece las mencionadas dificultades para incluirse laboralmente, para luego hallar progresivamente más, originadas en una confusión aleccionada por el acto discriminatorio. Portación de cara, de nacionalidad, sobre todo de piel. La xenofobia es selectiva: es la piel el enemigo del blanco. En tal sentido Cáceres pone en evidencia no solo el statu quo del chileno medio, sino la incomprensión y alienación dentro de la propia comunidad. Por lo tanto, la película dista de la mirada binaria, en eso radica una de sus virtudes. La otra es que el director se encarga de rodear la anatomía de un lacónico y atento Stevens que trata de sobrevivir y sobre todo de no dejarse alienar. Las posibilidades se acotan, pero hay un cuerpo que resiste.

Usar los géneros. Otra propuesta, en este caso a través del modo de la curva ascendente tan característica en los géneros tradicionales, es la del descenso a los infiernos planteado en Muralla del Boliviano Gory Patiño. Jorge fue jugador de fútbol, su universo mental guarda como tesoro aquellos tiempos. Hoy día tiene a su hijo muy enfermo, y en lista de espera; necesita un donante para su operación. La desesperación del padre lo lleva a la búsqueda de dinero que no tiene. Su amigo Cacho es entregador de “bultos” para una organización de trata que forma parte de un entramado internacional. Este último es el puente para que Jorge ingrese como un entregador más. El clímax de la película se encuentra en el momento de la simultaneidad entre el agravamiento del estado del pequeño y la primera “entrega” de Jorge. De ahí en más, los acontecimientos se precipitan vertiginosamente y el conflicto interno que define al personaje lo llevará a intentar reparar su entrada en ese submundo; aunque para eso tenga que entrar mucho más a fondo en él. El microclima de Muralla es de constante oscuridad, penumbra, una historia mayormente nocturna. La escasa luz que tímidamente baña al personaje central en la noche organiza expresivamente su soledad y ese camino que por todos los flancos se presenta sin retorno. El mundo planteado por Patiño, al igual que el de Perro bomba, también elude el binarismo: en este caso integrantes de la Bolivia originaria – víctimas tanto históricas como contemporáneas de los genocidios – son susceptibles también de integrar el bando de victimarios sin que ello implique una mirada reaccionaria por parte de Patiño. Las integraciones, asimilaciones y dominios de unas culturas por otras proponen un mapa complejo que obliga a complejizar también la mirada propia sin perder de vista quienes han sido y son las víctimas históricas de estado de cosas actual.
Otro pincel. Quien se presenta como pincel fino es el director peruano Miguel Barrera, quien toma la estructura del Hamlet de William Shakespeare, pero en Arequipa. Trabajadores de una cantera tratan de ser convencidos para que firmen un convenio por medio del cual se les asignaran nuevas tareas en el megaproyecto de un parque industrial. Este es el marco general de la historia de La cantera en tanto planteo periférico de la historia, aunque el más expresamente político.

Pero si bien el entorno es importante, la historia individual es lo que hace figura. El nudo central hace eje en uno de los trabajadores que muere al comienzo, dejando a su esposa y un hijo adolescente, Juan. El hermano del difunto se presenta como ese personaje negativo sobre el que comienzan a caer sospechas por parte de Juan. Sobre todo al darse este cuenta de la relación amorosa que une a su madre con aquél. En adelante, el joven entrará en un estado de enajenación progresiva que incluye la planificación de la venganza. En La cantera, lo que distingue la cámara de Barreda es la apuesta a un importante tiempo en el plano y al silencio, como constitutivos del mundo planteado. Esto juega en favor de la percepción de la procesión interna del protagonista que el director lleva mucho más a leer que a racionalizar mediante apoyatura en textos innecesarios. Un modo de relato apoyado en una apuesta al tiempo que encuentra coherencia en el hecho de que Barreda fue alumno del director húngaro Bela Tarr.

Recurrencias. Las tres propuestas cinematográficas guardan ciertos nexos. La aridez de los contextos periféricos, aún el de Perro bomba, el más urbano. Dichos marcos son muy importantes para pensar no en personajes individuales, sino en el conjunto. El marco parece derrochar, supurar por los bordes de la pantalla, salvo en La cantera donde el estilismo cierra perceptualmente el conjunto. Esta operación juega linealmente en como presenta cada uno a su comunidad; y es en este último caso en que la misma se presenta más unificado y más fuertemente identitaria, idea que cierra sobre el final. En las otras dos propuestas, el pueblo es variopinto, escindido.
De una forma u otra, la mayor potencia a la hora de pensar Latinoamérica es cuando las subjetividades ofrecen ese estado de ebullición en los cuales se vislumbra una posible salida; no de las historias individuales sino de los pueblos. Cuando aparece eso que Franz Fanon menciona como “núcleos de desesperación cristalizados en el cuerpo del colonizado”.
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