Wes-Pic-5_Portrait-at-deskDécada del 70. Una nueva generación de realizadores estadounidenses emerge de las entrañas de un país hundido en el fracaso del “sueño americano”. Una guerra que destituye la figura del héroe y coloca al emblemático Tío Sam y su sociedad en una mugrienta vorágine desesperanzadora como inicio y engendro de un nuevo despertar. La mirada pesimista de un mundo atestado de cicatrices incurables activa el imaginario de algunos jóvenes cineastas cuyo objetivo radica en mostrar las imágenes más contundentes y sucias que jamás se hayan podido registrar en celuloide. La nueva camada de realizadores no sólo se asociaba a un género desprestigiado y maldito como el terror, sino que además mostraba nuevas formas de poder transmitir su discurso con herramientas austeras, pero no por ello menos inventivas: la subversión intertextual colada en el frame sanguinario del hachazo maleducado y para nada diplomático. La lista de nuevos directores incluía a John Carpenter, Tobe Hooper, Larry Cohen, David Cronenberg y Wes Craven en un largo etc. Valiéndose de distintas formalidades narrativas y estéticas cada uno enfrentó la imagen degradada, molesta y ruin de sus países con el ojo maltratado del espectador.

Carpenter le entregó al mundo su satírica oda espacial Dark Star y su western urbano codificado en policial de pandillas Asalto al precinto 13; Hooper, esa iconoclasta y pervertida obra maestra sobre la carne humana y la piel como vestimenta del horror rutero que es La masacre de Texas; Cohen, sus traumáticas secuelas radioactivas en Esta vivo!; Cronenberg, las deformidades orgánicas que se arrastran para coger y sobrevivir en Shivers y Rabid. Por último y no menos importante, quien supo infundir una sensación de absoluta desesperanza por su estilo directo, perverso y sucio: Wes Craven, que con su casa a la izquierda y colinas con ojos supo dejar al espectador en un estado de angustia perenne y pesadillesca. Su estilo bien podía ser comparado con el primer Hooper (La masacre de Texas y Eaten alive) aunque su cine, a diferencia del de su colega, fue mutando morfológica e intertextualmente. Este texto está dedicado a ese maestro, al amo de las pesadillas.

En el cine de Wes Craven hay una constante que se repite de manera casi mecánica: personajes puestos a prueba en situaciones límites que evolucionan desde débiles víctimas a victimarios inescrupulosos, aguerridos y metódicos. En La última casa a la izquierda (1972), película que marca a rajatabla la esencia realista, cruda y desalentadora de la década, nos introduce en una batalla entre familias de distintas clases sociales, cuyo eje funcional al choque de culturas se ve reflejado en el diseño de las casas donde reside cada una de ellas. Ese elemento, esencial en su puesta en escena, enmarca la espiral de violencia desatada por la figura de un objeto fantasma: la ciudad. Craven nos advierte que en la ciudad yace un infierno sembrado por la pérdida de esperanza y el fracaso de la guerra de Vietnam, el desempleo y las falsas promesas del gobierno de turno.

La historia de una familia que secuestra a dos jóvenes amigas y las lleva hacia la vivienda de una de ellas donde las torturan nos trae a la mente la poderosa Conquista sangrienta (Flesh and Blood, 1985) de Paul Verhoeven.

last-house-on-the-left-movie-poster-1972-1020199023En La última casa a la izquierda hay una analogía sobre la casa de una de las víctimas, de clásica familia burguesa, refiriéndose a su hogar como “castillo” y a su hija como una “princesa”. Estas piezas pueden tomarse como fuertes elecciones metalingüísticas para enfocar el discurso de Craven: el choque de clases sociales. La familia psicópata que rapta a las jóvenes y las lleva a la casa del título refleja una cultura anclada en la pobreza, cuya única salida parece ser la de delinquir. Como contrapunto, la familia burguesa que debe enfrentar a los agresores no sólo es mayor en edad, sino que actúa de manera racional en contraposición con el modo animal e instintivo de los asesinos. Esta formalidad narrativa se repite en Perros de paja de Sam Peckinpah, del mismo año. Craven, además, esteriliza a las instituciones dejando en claro su disfuncionalidad: como en la mayor parte de su filmografía, en esta película las fuerzas policiales se mueven con impericia, haciendo imposible el cumplimiento de su misión.

En La colina de los ojos malditos (The Hills Have Eyes, 1977) regresa el mismo concepto, esta vez más pulido y profesional en su ejecución estética y narrativa. Tanto en La última casa a la izquierda como en The Hills… la barbarie funciona y existe a partir de una situación social donde las partes involucradas (víctimas y victimarios) chocan involuntariamente. Si bien una de esas partes funciona como elemento subversivo/agresor, no hay una génesis argumental por la cual ese choque se lleve a cabo. No son partes de un destino marcado por una venganza o un plan maquiavélico, más bien un enfrentamiento al azar cuyo fin es dejar en claro que el mundo donde vivimos es una mierda.

En ambas películas las víctimas conducen sus “destinos” hacia la boca del lobo. Esa atracción inconsciente alimenta su canibalismo: para que ambas clases puedan subsistir debe haber una ventana que les deje ver el otro lado, precisamente a ese “otro”. Allí y sólo allí el sujeto de cada clase, o parte, entiende su posición en el engranaje de este mundo. Su derecho de existir permite la identificación del otro dentro de la sociedad. No existiría la familia caníbal de no ser por los desafortunados pasantes desprevenidos.

La historia de una familia que cruza un vasto desierto en auto para caer en la ruta equivocada y ser parte de una tortura física y emocional, que lleva a los pocos sobrevivientes a la mutación degradada de víctima/victimario, reitera varios elementos narrativos de su opus anterior (una violación, la venganza metódica de las víctimas, el paisaje salvaje ante la atenta mirada de la naturaleza, dos familias antagonistas, etc). Acá la policía es representada por el padre mayor de los jóvenes y, como de costumbre en el cine de Craven, sus acciones apenas inciden en el relato. La diferencia entre ésta y La última casa a la izquierda es el tono esperanzador del final que intenta reivindicar la mirada amarga y pesimista que dejaba esta última.

Pero a Craven le faltaba infundir miedo. Su cine se basaba en el shock, en la perturbación de la imagen degenerada, la suciedad cuasi documental. Sus películas no tienen el aire pintoresco de, por ejemplo, John Carpenter. A su cine le sobraba cerebro, pero le faltaba corazón.

Pesadilla en lo profundo de la noche (1984) utiliza la figura de Freddy Krueger, emblema cinéfilo del terror ochentero, como metáfora intertextual sobre el fracaso de los EE.UU. de finales de los 60. La mirada pesimista que teje Craven y que destituye la figura paternal/maternal como elementos del American Dream de antaño, golpea directa e inconscientemente en las nuevas generaciones, en sus hijos. El filicidio colateral que subyace en su discurso es proporcional a los hechos del pasado, al fracaso de un mundo de ensueño, y al triunfo de las pesadillas de la clase media y la paranoia suburbana. Krueger, ser enfermizo que regresa de la muerte materializado en los malos sueños de los jóvenes, es metáfora de ese mundo que nos dejaron y que es imposible cambiar. Cada hecho sanguinario, cruel, frío, en contra de estos jóvenes, se muestra acentuado por la mirada paterna imposibilitada de ayudar. Al contrario, dirigen a sus hijos inconscientemente a la muerte segura.

1984 A Nightmare On Elm Street 003

Al final, cuando parecía que el sol saldría a protegerlos, el mal los devora en un festín onírico y surrealista de imágenes contundentes. Ese final desalentador nos dice que no hay manera de saber cuándo estamos despiertos o cuándo soñamos, cuándo morimos o cuándo vivimos. Nada puede cambiar este mundo, decía una canción. Craven se vuelve un ambicioso psicoanalista enmarcando esa mirada entomológica sobre un atrezzo elemental en el género: el guante con garras de Freddy Krueger. Ese objeto simboliza la frustración sexual del personaje, ya que imposibilita la autosatisfacción: reemplaza la masturbación por la muerte.

Krueger era un pedófilo, un ser atormentado. Como en muchos asesinos, la voluntad de matar es arrastrada por la insatisfacción sexual. Ese guante es funcional a su personaje y el elemento que lo identifica por completo. Como relato sofisticado es el más radical en la filmografía de Craven, rompiendo los esquemas de viejos asesinos con motosierra, machete, hacha, cuchillos y otros elementos del imaginario psycho de manual.

El festín de imágenes, que retuercen lo sanguinario y bello en su concepción, danza en una estilización inequívoca en su filmografía: sangre que emerge como géiser de una cama masacrada, cuerpos cuya piel tersa es rasgada por navajas invisibles, muertos que reviven en sus bolsas para cadáveres, brazos que se extienden inhumanamente hasta límites anatómicamente imposibles. Craven no sólo deja en claro su posición dentro del género, se convertiría además en uno de sus pilares fundamentales y en el amo de tus pesadillas.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: