Un recuerdo es un fragmento de algo que fue. En el caso de Álvaro de la Barra Puga es una ventana de un primer piso que daba a un pequeño jardín y a la puerta de ingreso. No es, como podría preverse, la puerta de su casa. Ni la de sus abuelos. Es la ventana del edificio del jardín de infantes al que concurría cuando apenas había superado el año de vida. El lugar donde esperó una tarde, hasta casi la noche, que sus padres fueran a buscarlo.
En ese recorrido caprichoso de lo que queda, aunque sea astillado, en la memoria, se puede ir de las flores del decorado de una ensaladera a los cuadros que colgaban en la casa venezolana del tío Pablo. Sin embargo, lo que se recuerda es lo que no se decía, el tabú de la historia familiar, esa que el nombre de Álvaro Ferres Ferres ocultó durante 32 años hasta el regreso a un Chile democrático que le devolvía la identidad.
Venían a buscarme es el producto de un recorrido doble, marcado por el exilio y el regreso. En el primero es una afirmación que se tiende hacia el pasado, que alude tanto a los padres –militantes del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) en la década del 70- emboscados y asesinados por la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional) a pocas cuadras del jardín donde iban a buscar a Álvaro, como a la propia DINA que comienza a buscar al niño para llevárselo. En el segundo, el regreso implica que ahora es él quien va a la búsqueda de sus padres y son entonces los recuerdos familiares y de los compañeros de militancia los que parecen decir que hay alguien que viene a buscarlos en ese lugar en que residen en silencio.
Hay datos que refuerzan la fragmentación de los recuerdos. La camisa de su hermanastro, convertida en su prenda favorita, único nexo con ese niño mayor que él, enviado a Europa unos años antes. Pero sobre todo esa única foto de su padre que Álvaro ha guardado todos esos años. Cuando en la casa de su tía Patty se encuentra con la misma foto, descubre que la que él tiene no está completa, que lo que aparece allí ante él por primera vez es el cuerpo de su padre, el contexto en el que la foto fue tomada. Del plano detalle al plano largo, lo que se abre es una nueva perspectiva para enfocar a su padre, una ampliación inesperada del campo visual. Si la madre aparece aún más extraña en las fotos que guardan sus hermanos –Álvaro remarca las diferencias notorias entre una toma y otra-, lo que resulta interesante es cómo se articula la búsqueda de reconstrucción de la imagen de ambos. Las fotos, incluso las de la niñez de sus padres, les ponen un cuerpo, fijado en un momento de su existencia. Pero hay algo incompleto en esa quietud que lo sumerge en una búsqueda de las huellas de los padres en lugares recorridos, en espacios significativos de los recuerdos y las fotos –un movimiento similar al que emprendía El (im)posible olvido, de Andrés Habbegger, o El padre, de Mariana Arruti. Álvaro busca algo que los ponga en movimiento, que le permita pensar a sus padres como una imagen que no se queda detenida en un lugar. De allí la importancia que adquiere ese fragmento de Queridos compañeros, la película que su tío Pablo filmó en Chile en 1973, como una especie de homenaje a su hermano Alejandro. La película es entonces, para Álvaro, la posibilidad de alimentar la fantasía, de ver a sus padres en los actores que encarnan la militancia de izquierda de la época.
Reconstruir la imagen de los padres tan completa como sea posible. Sin filmaciones, sin grabaciones, debe recurrir a un variado mosaico que atraviesa la historia personal tanto como la del país. El testimonio familiar combinado con el de los compañeros de militancia, desembocando en esa extraña –y a la vez tierna- foto en la que un grupo de revolucionarios posa como si fuera un equipo de fútbol en el patio de una cárcel, a la espera de la asunción de Salvador Allende y que se decrete la amnistía de los presos políticos que los va a poner en libertad. La segunda etapa, marcada por las imágenes que sus tíos filmaron antes y durante el golpe de estado de 1973, sacan de la visibilidad a los padres hasta el momento final. Sin embargo, es notable un momento que parece pasar por algo anecdótico y circunstancial. Vemos la tapa de un diario reflejando el asesinato de la pareja –obviamente bajo el eufemismo de un “enfrentamiento”-, mientras la voz de Álvaro señala que las fotos que pusieron en la publicación no pertenecen a su padre. Ese que está allí, permanece fuera de nuestra visión: es un nombre con una imagen fraguada. Alejandro y Ana María aparecen en los testimonios indirectos, su imagen está allí: en el relato de la directora del jardín, en el del hermano de Ana que fue a reconocer los cuerpos, en el del guardia de la Villa Grimaldi –el centro de tortura del gobierno pinochetista- que vio cuando llevaron los cuerpos. Lo que no se ve, lo que no se vio se revela entonces tan importante como lo que proviene del relato de los otros.
Recuerdos entonces que se entrelazan con objetos que resisten al tiempo. Álvaro regresa al jardín de infantes justo cuando lo están demoliendo. Puede llegar a esa ventana que queda como único registro de su infancia chilena. Pero esa imagen solo puede completarse con el relato de la directora sobre aquella tarde. Uno y otro no pueden sostenerse por separado, como tampoco tiene significación esa esquina en donde ocurrió todo y donde no ha quedado registro de nada. Y la demolición del jardín y la construcción de un moderno edificio (con el detalle de ese cartel que alude a que “todos no somos iguales”, como una señal de esa impronta cultural instalada por el pinochetismo) no pueden ofrecer más contundencia como construcción metafórica: la memoria se destruye, se pretende sepultar en los escombros, se niega en lo cotidiano.
En lo que Álvaro busca hay tanta complejidad como apasionamiento. Y hallazgos notables que son como costuras finas en el delicado ejercicio de reconstrucción. Como la mujer que lo anotó como su hijo natural para salvarlo, agregándole el nombre de Alejandro, “para que le quedara algo de su padre”, como ella misma dice. La libretita en la que la madre anotaba cuestiones que la maestra debía saber sobre Alejandro –una continuación de lo que señala su tía que vive en París, que cuando llegó venía con una libreta “con instrucciones de uso”-. Y sobre todo, ese diario que Ana María empezó a escribir a los 11 años, pensando ya en que quería que se guarde después de su muerte. Todos ellos, elementos que conforman una voz que susurra desde el pasado la presencia de los que ya no están.
Si el dolor de la ausencia se combinó con el secreto familiar hasta la adolescencia, el regreso de Álvaro a Chile implica elaborar una imagen de los padres que no responde todas las preguntas. “En mi infancia me imaginaba cómo sería tener madre”. “Me cuesta imaginar cómo hubiera sido la relación con ellos”. “Ahora cuando veo sus fotos, me cuesta imaginarlos como padres”. Preguntas sin respuestas que el tiempo se llevó para siempre. Aunque quede un pequeño tesoro: esa foto del final, la única en la que, de manera algo extraña, Álvaro es hijo, y Ana María y Alejandro son padres y los tres, al fin, están juntos.
Acá puede leerse otra crítica sobre la misma película.
Venían a buscarme (Chile, 2016). Dirección: Álvaro de la Barra. Guion: Álvaro de la Barra. Dirección de fotografía: Carlos Vásquez, Inti Briones. Diseño de sonido: Roberto Espinoza. Participan: Andrés Pascal Allende, Rene Valenzuela, Hernán Aguiló, Esther Hernández, Pablo de la Barra, Carmen Puga, Renato Puga. Duración: 84 minutos.
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