I. Toda elección es arbitraria. O, para decir mejor, subjetiva. Esa arbitrariedad o subjetividad, sin embargo, no implica una ausencia de lógica. Un investigador, un ensayista, un crítico que selecciona material para construir su corpus de estudio, de análisis o de crítica, debe hacer explícito, en algún momento, cuál es la lógica que lleva a seleccionar unos y desechar otros y qué otro tipo de restricciones plantea para su trabajo. No se trata solamente de una cuestión de honestidad ante el lector, sino que debe permitir verificar, si los resultados que se derivan de la selección y el análisis son posibles o no, tanto para ratificarlo como para refutarlo.
Aún amparado en la arbitrariedad, 40.doc, el libro de Gustavo Noriega y Marcelo Panozzo, se presenta a sí mismo como «Una historia del documental argentino en 40 películas”. Ya no se puede prescindir, entonces, de alguna lógica. Si el argumento es, en palabras de los autores, “recorrer la historia de ese género en la Argentina desde fines de la década del 50 hasta la actualidad, de manera que las películas tracen un retrato del país”, tiene que haber debajo un sostén, un perfil que indique por qué lugares va el criterio de selección. Si bien el “una historia” predispone a la posibilidad de contraponer “otras” historias, desde otras perspectivas, hubiera sido saludable que los autores explicitaran el criterio en lugar de caer en una serie de vaguedades descriptivas y que pretenden dar cuenta de cierta pluralidad a la hora de seleccionar.
Algo puede deducirse de un elemento que en el prólogo se desliza, casi al pasar, sin darle demasiada importancia. La admisión de que “no son necesariamente los mejores” documentales, se complementa, apenas unas líneas después, con la idea de que las películas seleccionadas pueden ser “extraordinarias, mejores, peores o directamente infames”. Si, además, de la lectura se deduce que se han autoimpuesto la restricción de no tomar más de una película por director, es en ese lugar donde la ausencia de un criterio explícito deja expuestos a los autores.
En todo caso, habría que pensar en el origen del libro. Esta selección de 40 películas se corresponde con las que los autores exhibieron durante el año 2015 en el sitio Margen del Mundo, de Luis Majul –también dueño de la editorial Margen Izquierdo por la que se edita el libro-. Lo cual ofrece una nueva pista para tratar de entender el propósito de la publicación. La mayor parte de los textos no superan las tres páginas. De ese espacio, dedican una buena parte a una introducción que parece poner en contexto al autor o a la película en cuestión, reservando para el análisis de la película en sí misma apenas un par de párrafos. Habrá que entender entonces que estos textos, en verdad, funciona(ro)n como una suerte de programa de mano que acompaña la exhibición.
Lo cual no debería entenderse, en sí mismo, como algo negativo. Hay, en los textos, un intento de construcción que recuerda a los escritos de los catálogos del Bafici –no hay que olvidar que Panozzo ha sido uno de los directores del festival-: una estructura que trata de no revelar demasiado mientras practica un ensalzamiento discreto, o no tanto, de la película en cuestión –tampoco parece casual que se le dedique a la ficha técnica, una página por cada película-. La cuestión es que en esa decisión no solamente se desprecia la idea de que un programa de mano no es lo mismo que un texto para un libro, sino que definitivamente se desliza hacia un modelo de libro del tipo 100 películas que debes ver antes de morir.
El problema es que en esa concepción es donde la idea de “una historia del documental argentino” suena, como mínimo, pretenciosa. La fragmentación, la ausencia de profundidad y la carencia de una estructura que relacione a las películas seleccionadas entre sí, parece establecer una noción de “historia” donde tanto la idea de evolución como de conflicto, quedan absolutamente desterradas. Pero también quedan afuera las corrientes estéticas, la importancia que supuso el surgimiento de Cine Ojo en la década del 80, la explosión del documental como género en los últimos quince años, y hasta su relación cada vez más estrecha con las estructuras de la ficción. De esa manera, es el propio libro el que deja de lado cualquier posibilidad de generación de discusión y de conflicto –a pesar de que sus autores insisten con que las películas deben incitar a la conversación sobre ellas-: no justifica sus decisiones, no explicita sus criterios, no profundiza en la exploración de las formas del documental, no antagoniza con otras visiones o “historias”, ni provoca la aparición de nuevos planteos. 40 doc es un libro que se cierra, como idea, sobre sí mismo; pero más que por la búsqueda explícita de cerrar toda conflictividad, por su construcción de un canon que pretende suplantar a los previos, y que a la vez clausura la posibilidad de una visión más amplia sobre el territorio del documental.
Eso que podría parecer caprichoso es en realidad un modelo que apunta a la deshistorización, entendida como la ruptura definitiva entre un hecho artístico cualquiera y el contexto en el que se produce, los antecedentes que registra, las influencias que lo generaron. Una historia deshistorizada se revela entonces como un esfuerzo vano, si lo que se pretende es una construcción con algún viso de sistematicidad o de teoricidad.
II. Para ser un libro editado con muy buen papel –que solo estaría justificado si al menos tuviera imágenes de las películas- y relativamente caro, es verdaderamente insultante para el lector que no se haya puesto un poco de cuidado en la revisión de los textos, no solamente por una increíble profusión de errores de ortografía, sino por una no menos importante ausencia de palabras que cambian o hacen virtualmente imposible el entendimiento de una frase, o incluso de errores en nombres de personajes públicos (Norberto Ibarra en lugar de Néstor Ibarra; Gabriela Fernández Meijide por Graciela Fernández Meijide). De la misma manera, es poco respetuoso por el espíritu de un libro que se pretende crítico o analítico, no citar las fuentes a las que recurre para sus citas, o incluso para los reportajes que incluye -¿tanto costaba mencionar por ejemplo en qué número de El Amante está publicado el reportaje a Leonardo Favio?-. De la misma manera, es poco serio que se recurra a Wikipedia como fuente para explicar los hechos que dieron origen a los documentales Octubre Pilagá –del cual además se editó un libro después del estreno de la película- y El Rati Horror Show.
No es que todo el libro de Noriega & Panozzo esté mal. Hay un puñado de buenos textos –los de Tinta roja, Yo no sé qué me han hecho tus ojos y La chica del sur– que reivindican, apenas, a los autores. Los reportajes, mucho más extensos que los textos, aportan mucho más, en especial los de Marcelo Céspedes & Carmen Guarini –en el que se instala una discusión que el INCAA amenazó con poner en primer plano, que es la de la derivación de algunos documentales para su estreno en TV en lugar de en salas-, José Celestino Campusano –en el que los autores no se hacen cargo del planteo del director respecto de que la crítica y los festivales trabajan de la mano en la legitimación o no de un director o una obra- y Rafael Filipelli –que expone involuntariamente a los autores en su decisión de no incluir ningún trabajo de Raúl Beceyro-.
Pero lo que sobresale es otra cosa. Una mirada que ironiza, con bastante mal gusto, sobre lo que no se condice con su punto de vista. Cualquier lector de críticas en medios masivos sabe quién es Adolfo Martínez, un viejo crítico del diario La Nación. La forma en que lo exponen por su crítica de Legión, de José Campusano, es tan innecesaria como torpe. No viene a cuento ni siquiera para sostener una idea propia, sino para, como dice el propio texto, ser sarcástico. Pero los sarcasmos siguen. La referencia al “mandafrutismo acelerado” como contraste al cine de Filipelli; el cuestionamiento a los ex miembros de Sumo que no quisieron participar del documental sobre Luca Prodan, a los que califica como “ciertos personajes que son poco más que polizones en esta historia enorme”; la comparación absurda entre Matrix –solo para decir que es un “bodoque”- y Opus, de Mariano Donoso; y hasta la sugerencia a los futuros ministros de Educación de proponer como “obligatoria” la visión de Rock hasta que se ponga el sol, funcionan como muestras evidentes de cómo se posicionan los autores ante lo que se opone a sus gustos personales.
Lo que el prólogo adelanta –la idea de trazar “un retrato del país”- se transforma en el eje fundamental del libro. Es entonces que el texto se vislumbra como más interesado en sentar una posición político-ideológica de los autores, que en trabajar sobre el documental argentino como territorio de análisis. Solamente de esa manera se puede explicar la recurrencia que asume el texto en el desprecio a todo lo que tenga que ver con el kirchnerismo, con el peronismo y con las agrupaciones de izquierda. Porque una cosa es que se cuestione el trabajo y el funcionamiento del Instituto de Cine como lo hacen en las entrevistas tanto Albertina Carri como Rafael Filipelli, y otra cosa es utilizar los textos sobre películas a las que se presenta, como se dijo, “deshistorizadas”, para filtrar una serie de planteos ideológicos que van más allá de la película en sí.
Aquí se anotan algunos ejemplos:
*En la página 8, se hace referencia a Perón, sinfonía de un sentimiento como “la desmesurada y anacrónica pieza de propaganda de Leonardo Favio”.
*En la página 9, refiriéndose tanto a La hora de los hornos como a Ya es tiempo de violencia, habla de películas “que son un llamado propagandístico a cambiar la historia”.
*Respecto de La Hora de los Hornos” señalan que “como en cualquier propaganda, tanto las que venden detergentes, políticos o revoluciones, la ambigüedad es desechada y todo elemento para convencer es válido”. Así también, “la utilización de textos escritos en movimiento sobre la pantalla remeda a muchos comerciales de televisión de la década del 60, reemplazando las aseveraciones sobre las bondades del producto a vender por contundentes sentencias de políticas (sic) de Frantz Fanon, Raúl Scalabrini Ortiz, Aimé Cesaire y otros”.(pags.21-22).
*Cuando se refieren a Ya es tiempo de violencia, señalan entre otras cosas que “un texto leído presumiblemente por el propio Enrique Juárez desgrana ceremoniosamente las consignas de la época y el análisis político esquemático y fuertemente binario de los grupos de izquierda revolucionaria”(pag.28), a lo que debe agregarse la poco feliz redacción que señala que “Enrique Juarez se unió a los Montoneros y fue desaparecido en diciembre de 1976”.
*En la reseña de Rock hasta que se ponga el sol, se indica la presencia de “un León Gieco jovencísimo, sin vicios, sin trampas”, en algo que no parece más que una alusión a su cercanía con el kirchnerismo (pag.40).
*Sobre Ni olvido ni perdón de Raymundo Gleyzer, se detienen en el archivo de la entrevista televisiva al grupo de los fugados de la cárcel que no pudieron subirse al avión, señalando que “dos de los líderes guerrilleros hablan con un periodista, desgranan consignas con un lenguaje codificado, piden la presencia de un juez y de un médico para entregarse, presintiendo el final que la furia de la Marina iba a desatar poco después hacia ellos”. (pag.46).
*En las poco más de dos páginas dedicadas a Cazadores de utopías indican que “la película refiere a la violencia de la década del 70 desde un punto de vista exclusivamente victimizado (…) en ningún caso se cuestiona o discute la decisión primigenia de ejercer la violencia”. Y termina con “El clima de Cazadores de utopías (…) es de pesar por una oportunidad de tomar el poder perdida en la década del 70. El sentimiento predominante (idealización de una generación y necesidad de revancha) prefigura perfectamente al movimiento político que arrancaría siete años y una crisis terminal después con Néstor Kirchner. Y muchos de los entrevistados figurarían en los primeros cuadros, como Nilda Garré o Eduardo Jozami, conspicuo miembro de Carta Abierta”. (pags. 81-83).
*En referencia a Perón, sinfonía de un sentimiento, nuevamente instalan la relación con el kirchnerismo. “El anacronismo estético se pone en sintonía con el anacronismo ideológico: la exaltación de la intervención estatal en pos de los más carenciados sonaba a los oídos del argentino de finales del siglo XX como un insulto desafiante al peronismo realmente existente. Sin embargo, ambas cosas, estética e ideología, preanunciaban el largo reinado kirchnerista y su manipulación de la propaganda oficial (que sería hecha desde 2003 con menos talento, claro)”. Amén, claro está, de considerar que narra las historias edificantes del peronismo y que da una versión idealizada que elimina toda referencia a los Montoneros y a José López Rega. (pags.104-105).
*La crisis causó 2 nuevas muertes, si bien alude a un episodio que transcurrió durante el gobierno de Eduardo Duhalde y que hace foco en el rol de los medios de comunicación en el ocultamiento de los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, les permite una nueva digresión hacia el kirchnerismo: “Por otro lado, marcaría a fuego la política del kirchnerismo respecto de las protestas en la vía pública: desde la renuncia total y explícita a la represión directa hasta su tercerización en gremios aliados, como el caso de Ferroviarios que terminó con la vida de Mariano Ferreyra o las patotas de UPCN en el Indec” (pag.195).
*La película de Alejandro Fernández Mouján, Pulqui, un instante en la patria de la felicidad, les sirve aún más, cuando caracteriza al Pulqui como “avión a reacción doctrinaria”, o señala que cuando Daniel Santoro intenta explicar su proyecto “se bandea hacia menudencias simbólicas y analogías previsibles” para terminar diciendo que “no parece ser la película de la vuelta a una edad idílica ni tampoco es un llamado de atención sobre la pertinencia o no de esa reverberación en nuestros días de década ganada para la pobreza” (pags.225-228).
*Sobre NK, el documental sobre Néstor Kirchner realizado por Adrián Caetano, en realidad cuelan el cuestionamiento a la versión de Paula de Luque, a la que califican de “propagandística y grosera, esa película contó con el apoyo de todo el aparato del partido y obviamente, del Estado”. Pero al filtrarse una primera versión de Caetano, señalan que “el aparato estatal y paraestatal comenzó a moverse, como tantas otras veces, en la dirección opuesta a la que había marchado”(pag.269).
III. Obviamente no tiene sentido objetar la totalidad de las películas elegidas. Sin embargo, quiero detenerme en dos de ellas, porque a mi entender explican en buena parte el sustento ideológico que subyace al libro.
Una de las películas es La fiesta de todos, dirigida por Sergio Renán. Los autores ya en el prólogo se lamentan de no haber podido concretar una entrevista con Renán para el libro –dejemos de lado que durante muchos años ambos escribieron para la revista El Amante y no pareció interesarles un reportaje a Renán, y señalemos también que el propio Renán era bastante reacio a hablar de esa película en particular-. Una entrevista no hubiera variado la idea de la película; en todo caso, podría haber sido interesante la opinión del director y no más que eso. Pero en una crítica que se ha vanagloriado extensamente de tratar de despegarse de las opiniones de los directores, no debería importar demasiado. Ya en el prólogo los autores la caracterizan como “la más indefendible de las películas de la lista, tanto estética como ideológicamente”, y en el texto que le dedican, además de señalarlo como “el documental infame” de esta selección, la definen de la siguiente manera: “representa una época nefasta, su ejecución es chapucera, no articula armónicamente sus elementos heterogéneos y la idea que subyace es la de una fiesta que autoritariamente no admite disensos ni matices”. La pregunta inmediata que surge es: si la película representa todas esas cosas, ¿qué hace en una selección sobre la historia del cine documental argentino? Dicho de otra manera, y sin siquiera entrar en el terreno ideológico, qué avance, qué ruptura, qué novedad aporta La fiesta de todos para una selección semejante. Ninguna. Lo peor es que el texto no despeja esa duda. Ni siquiera se atreve a señalar que a diferencia del resto de las películas seleccionadas, aquí la ficción ocupa un tramo tan importante y significativo, si no más, que lo documental. Y si bien resulta claro que toda ficción es a la vez un documento de su propia filmación, aplicarle las reglas del documental parece por lo menos impropio en este caso.
Sin embargo, en el tramo final del texto parecen encontrarse las razones para su inclusión. Después de negar –innecesariamente, porque nadie hizo esa acusación- una supuesta complicidad con la dictadura de los que allí participaron –pero cuidándose de dejar fuera de los nombrados a José María Muñoz-, señalan que “lo revelador es el hecho de que ese discurso patriótico que no admitía disensos estaba tan hecho carne en la sociedad argentina que a ninguno de ellos se le ocurrió pensar que lo que estaban haciendo los marcaría de una manera negativa. El consenso que revela la película es su elemento documental más importante”. Ahora bien: ¿se puede hablar de “consenso” social en una película puramente propagandista? Ese consenso, en todo caso, no está en el interior de la película sino que es una construcción que los autores establecen desde el exterior y desde una distancia de más de 30 años. Ellos ven en la ficción, no en lo documental, una suerte de consenso de quienes participaron –actores, periodistas, relatores- que se revelaría como algo “hecho carne” en la sociedad. Es curioso, pero el camino que recorren, es el mismo que realizan otras películas de la época, desde la ficción. Encuentros muy cercanos con señoras de cualquier tipo, que hace referencia al Mundial 78 lateralmente, realiza una traspolación similar, al plantear desde los personajes un “nosotros” que lo incluye todo y una identificación de la hinchada con la totalidad de la sociedad, y a la Capital con toda la Argentina. En todo caso, La fiesta de todos forma parte, más que de una realidad, de una forma de propaganda que asume para sí la representación de una totalidad imposible de representar. Tomar el todo por las partes, tomar la ficción como un documento de época, es por lo menos un poco exagerado. O si se lo quiere pensar desde una perspectiva más ideológica, responde a la idea de que las culpas de lo ocurrido se disuelven en un aparente consenso social. Un reparto de “responsabilidades” en el cual como el “conjunto social” brindaba un “consenso” –el cual se muestra desde una construcción de quien tiene las mayores responsabilidades-, lo que se hace es que esa culpa se licue de manera deliberada.
De algo similar se ocupa El diálogo, dirigida por Carolina Azzi y Pablo Racioppi. La excusa es un encuentro entre el exguerrillero Héctor Ricardo Leis y la madre de un joven desaparecido por la dictadura y ex dirigente del Frepaso, Graciela Fernández Meijide. En la casa de aquel, en Brasil, ambos ven una serie de videos que tienen que ver con los derechos humanos a partir de la década del 70 y los comentan. A diferencia de la mayor parte de los textos, en El diálogo Noriega y Panozzo parecen no sentirse en la necesidad de argumentar la importancia estética de la película, o al menos justificar su presencia como lo hacen por la negativa en La fiesta de todos. Difícilmente pueda considerarse una película a algo que se parece más a un video familiar sin demasiado rigor ni en la imagen ni en lo sonoro. Pero, aún si fuera así, los autores parecen desembarazarse de cualquier interés estético para adentrarse en lo que les importa. Leis es un personaje que evidentemente los fascina por su condición de arrepentido, pero por sobre todo por su postura. Señalan que cada intervención de Leis es “extraordinaria” en oposición a las de Fernandez Meijide, a la que califican de “racional progresista”. Llega a tal punto el enamoramiento que encuentran “hermoso” que se le mezclen las palabras entre el español y el portugués. Ahora bien, hay dos momentos del texto que sintetizan la postura ideológica de los autores. El primero es recalcar que esas ideas «extraordinarias» de Leis incluían no solamente el pedir perdón por sus acciones, sino la propuesta de “un gesto de reconciliación simbólica: un monumento que reuniera tanto a las víctimas del terrorismo de Estado como a los que sufrieron la violencia de las organizaciones revolucionarias armadas”. La idea de semejante monumento, sin embargo, deja en claro, además de seguir sosteniendo absurdamente la “teoría de los dos demonios” que lo que queda fuera es la idea de justicia. Las víctimas, parecen aceptar los autores, necesitan un monumento que los reconcilie, no una justicia que castigue a los culpables. Así se sostiene una postura que deja de lado el hecho de que los militares que usurparon el poder asesinaron desde el Estado que era quien debía proteger a los ciudadanos, y que el solo término de “reconciliación” ha sido y sigue siendo utilizado como sinónimo de impunidad, como una forma de que los responsables de la masacre no rindan cuentas de sus actos ante la justicia.
El segundo momento es el cierre del texto, en el que plantean: “La idea de una conversación novedosa sobre la década del 70, tiene en El diálogo un pilar indiscutible: tanto Leis como Fernández Meijide se oponen al discurso oficial y no le temen al sentido común predominante. Sin embargo, falta una voz: la de las víctimas de las organizaciones revolucionarias. Esa grieta no es saldada por El diálogo”. Dejemos de lado lo que no tiene de novedosa la conversación o el uso del término “grieta”. En primer lugar, la voz que verdaderamente falta en la historia y en la película es la de los victimarios militares, con la que pueda contraponerse la voz del familiar del desaparecido y la del ex guerrillero. Esos militares no solamente no han pedido perdón –como hace Leis- sino que han negado sistemáticamente los secuestros, desapariciones y asesinatos, no han hecho una autocrítica y han burlado, en muchos casos, las leyes vigentes. Esa voz es la que está ausente de todos los discursos: los autores deberían recordar que la única vez que algunos militares hablaron de sus acciones durante la dictadura, sin ningún indicio de arrepentimiento, sin ningún intento de reconciliación con sus pares, fue en un documental francés de Marie Monique Robin, Los escuadrones de la muerte, donde tanto Díaz Bessone como Reynaldo Bignone admitían explícitamente en cámara el sistema de desaparición de personas. Podría aprenderse lo que significa semejante cuestión a partir de dos documentales modélicos por la forma en que ponen nuevamente en conflicto, frente a frente, a los asesinos con las víctimas o con sus familiares. En S-21, la máquina de matar de Rithy Panh (que refleja el genocidio camboyano) y en The look of silence de Joshua Oppenheimer (sobre las matanzas en Indonesia), los torturadores y asesinos son enfrentados por sus víctimas, en un intento de reconstruir más que una idea de nación, una historia en la que se puedan encontrar explicaciones a lo ocurrido, incluso en los mismos lugares donde se detenía y torturaba a los opositores.
No es casual que el productor de esta película sea el actual Ministro de Cultura de la Nación del gobierno de Cambiemos. Y no es un dato menor que, en la actualidad, esa visión que despliega el documental ya no se encuentra en contraposición con el discurso oficial, sino que es parte del mismo. Si se lo piensa desde una perspectiva específicamente ideológica, el libro de Noriega & Panozzo no solamente sintoniza con los “vientos de época”, sino que aún peor contribuye al sostenimiento de un relato en el cual los procesos devienen a-históricos, como surgidos de burbujas que nunca van a tocarse.
40.doc – Una historia del documental argentino en 40 películas, de Gustavo Noriega y Marcelo Panozzo, Editorial Margen Izquierdo.
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