En sus primeros minutos el documental plantea de forma solapada (que luego se hará expresa, explícita y totalmente militante) una suerte de hipótesis sobre la violencia policial en Chubut: la policía de Chubut detiene, secuestra, golpea, tortura, mata y viola a personas (jóvenes la mayoría) de clases bajas porque quiere y puede y ese “poder” -con su correspondiente impunidad- es otorgado por la clase judicial de Chubut en un principio, y finalmente por la clase política, volviendo el paisaje de impunidad con que las autoridades hacen y deshacen la ley en esta provincia del sur argentino un espanto de proporciones aterradoras: los policías chubutenses torturan y matan adolescentes pobres en plena democracia sin razón alguna más que por una especie de goce (¿?) sádico avalado por el estado provincial que los protege y libera en caso de haber algún proceso judicial que los quiera condenar.
El caso de Julián Antillanca, según Riera y Gómez, parece ser el punto de partida ideal para mostrar ese espanto patagónico de muerte e impunidad. Julián Antillanca era un joven de 20 años de edad. De familia humilde y trabajadora. “Frágil e inocente” según su padre. “Gran compañero” según su hermana. “Dulce y jodón” según su madre. Julián era un chubutense pacífico sin antecedentes delictivos al que la noche del 5 de diciembre de 2010, a la salida de un boliche aparentemente, la policía de Chubut secuestró y golpeó de manera brutal hasta matarlo sin otro motivo que el de quererlo golpear brutalmente hasta matarlo.
A partir de allí, marchas, reclamos, asociaciones de derechos humanos, tres policías procesados, los tres encontrados “inocentes”, apelación, y un nuevo juicio a comenzar ahora en un par de semanas. A partir de allí, la exposición de diferentes casos de violencia policial impunes en Chubut siempre avalados en la misma hipótesis: el poder estatal protege el sadismo infundado de sus policías. A partir de allí, un obvio maniqueísmo que visual, estética, ideológica y, sobre todo, cinematográficamente vuelve al documental un mero panfleto (denuncia) de víctimas contra victimarios sin ningún tipo de matiz; es decir, un mero panfleto donde familiares de las víctimas denuncian a la policía, los políticos y jueces de Chubut en memoria de sus muertos y heridos sin que la otra parte se defienda o haga descargos pertinentes al respecto de estas denuncias.
El documental jamás indaga profunda o pormenorizadamente en la investigación y pruebas de los casos criminales que expone. Tan sólo muestra fragmentos de alguna que otra prueba y declaraciones que fueron presentadas durante el juicio a los policías por el asesinato de Antillanca, por ejemplo. Al documental no le importa hacerlo tampoco; tan sólo le importa representar al extremo la condición de “víctima” de las víctimas. La pel´+icula de Riera y Gómez está montado para generar empatías, no para poner en duda la concepción de justicia desde un profundo y serio peritaje de procesos y pruebas criminales. Y he aquí, en este último punto, que el documental como obra de arte cinematográfica pierde casi todo relieve: está editado más para ser una nota de noticiero de las nueve de la noche que una película a ser exhibida en salas de cine. Su intencionalidad es netamente testimonial y militante, no objetiva y mucho menos, artística.
En la Argentina, en especial durante estos últimos años kirchneristas, el concepto de “clase media” ha pasado de ser un estatus meramente socio-económico a uno implícitamente psicológico, cultural más bien. Uno, en este país, es “un clase media” más por cómo piensa que por el pasar económico que tiene. Dentro de esta suerte de paradójica e infame separación, un “clase media” es el peor bicho que hay dado que es, a priori, fachista, xenófobo, conservador, veleta y egoísta. Vivir como “un clase media” está bien pero pensar como uno, no. En esta contradicción, la vieja concepción gramsciana de “burgués” o “pequeño burgués” y la concepción jauretchiana de “medio pelo” quedan titubeando en un moderno limbo de represión y prejuicio. Un paisaje de espanto está absolutamente diseñado para meter el dedo en la llaga en este limbo, en esta represión, en todas estas contradicciones.
La película comienza con una placa en negro que actualiza lo que sucedió en el 2010 con Antillanca. En la escena siguiente se muestra, a través de la filmación de un celular, a Antillanca bailando, fumando y tomando alcohol con los amigos en lo que parece ser el patio humilde de una casa. La película comienza, entonces, diciendo que la policía mató a Antillanca (y a muchos otros) por ser, según piensa esta clase media antes mencionada, un “negro de mierda”. Paso seguido, la película muestra la típica imagen con que suele estigmatizar esta clase media al “negro de mierda” pasando un momento recreativo en el patio de una casa. El morbo está instalado. El dedo en la llaga comienza su primer movimiento. Odio o alegría. Culpa o espanto: quién se solidariza y conmueve con esa familia destruida que recuerda a Julián en anécdotas risueñas, o quién justifica (lo que sea que se intente justificar) la tortura y el asesinato de ese “negro de mierda” por parte de la policía; quién se emociona por ese futuro simple, humano y plausible que el padre de Julián describe lamentando a puro llanto que su hijo no va a poder vivir, o quién corta toda emoción con un seco “algo habrá hecho”. Toda la ambición de este documental parece estar puesta en relación a condicionar este maniqueísmo; este falso maniqueísmo más bien, y ahí está el problema -si es que tiene alguno- de la película: no hay dialécticas de partes; hay, simplemente, confesión y denuncia de una de ellas. Nunca se filma, indaga o pregunta a los policías, familiares de los policías, políticos o autoridades de Chubut que tuvieron que ver con los casos mencionados de impunidad; tan sólo se entrevista a abogados y familiares de las víctimas sin mayor fundamentación que la palabra de los mismos. Nunca se intenta contraponer voces, escuchar el otro lado de la campana (por más detestable y obsceno que resulte) si no que, por el contrario, sólo se intenta dar entidad a una sola voz: la de las víctimas.
Y si bien en este punto -siguiendo, además, la lógica militante planteada en un principio- la película expondría una suerte de finalidad loable, noble al menos (darle voz a los que no tienen; darle voz a los que, por más que griten, nunca serán escuchados), su problema está en la forma en que este fin es consumado; en la forma con que esas voces cobran presencia; en la forma donde el golpe bajo irrita, por sus merodeos, y el deseo de justicia se vuelve un condicionado (pre)juicio de parte y no de partes. Un espanto, independientemente de la fundamental totalidad de su paisaje.
Aquí pueden leer una entrevista a los directores de la película.
Un paisaje de espanto (Argentina, 2014), de Daniel Riera y Mauro Gómez, 75’.
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