Tzanko Petrov (Stefan Denolyubov), empleado en el ferrocarril, encuentra un millón de levs en las vías del tren y devuelve la totalidad del importe a la policía. Los medios de comunicación, estimulados por la noticia generada por el equipo de relaciones públicas del Ministerio de Transporte, enseguida colocan a Tzanko Petrov en el incómodo lugar de héroe. Tzanko Petrov no es un héroe, sólo es una persona sencilla y honesta. A partir de ahí, la trama se complica al sumar un malentendido, sobre otro.
Durante la ceremonia de celebración de su heroísmo, le piden que se quite el reloj para poder posar frente a la cámara con un nuevo reloj, que le otorgará el ministro en persona como premio simbólico. Tzanko Petrov aprovecha la proximidad con el ministro para preguntarle cuándo van a pagar los sueldos atrasados y, de paso, comentarle sobre ciertas ilegalidades de las que puede dar fe en su trabajo. Desde luego, es ignorado.
El reloj que le dieron como premio no funciona y la encargada de la ceremonia, Julia Staykova (Margita Gosheva) ha extraviado el reloj de Tzanko Petrov, aunque se niegue a admitirlo. A partir de aquí, Tzanko Petrov se limita a hacer todo lo que está a su alcance para recuperar su reloj, al que se siente unido por un vínculo afectivo. Desde luego, es desoído y tomado por tonto, le cierran la puerta en la cara, lo someten a burocracias absurdas. Básicamente, Julia Staykova no admite su error, porque ella es una mujer realizada, imponente, engalanada con la soberbia característica de los triunfadores, de los exitosos, del poder. Tzanko Petrov, al lado de ella, no es nadie y así es como lo tratan. No importa que su reclamo sea justo, no importa en lo más mínimo.
La película es una parábola sobre esos mundos antagónicos, el de los hundidos y los salvados (por decirlo con los términos de Primo Levi), los ganadores y los perdedores. Un retrato afilado, certero, sobre la soberbia, la brutalidad, lo exasperante que caracteriza a las clases dominantes, en cualquier lugar del mundo. Esas personas que, incluso teniendo buenas intenciones, incluso creyéndose buenas personas, hacen todo mal, porque, en el fondo, no son buenas personas. Se supone que son buenas personas, sólo porque son civilizadas y cultas, pero en realidad, lo único que hacen es dejar al descubierto lo peor de la, así llamada, civilización.
Un minuto de gloria es una película brillante, que trasciende el placer o displacer que proporciona el cine. Por su complejidad conceptual, está un paso más allá, donde el arte sirve para reflexionar sobre el mundo. Es una película sobre la que vale la pena debatir. Consigue transmitir una sensación de incomodidad capaz de generar un auténtico mareo. Hay que agarrarse fuerte a la butaca, para no gritarle a la pantalla lo que verdaderamente pensamos. La película genera angustia, auténtica angustia, y no necesita del golpe bajo para incomodarnos, no se presenta como un drama (tampoco es una comedia), se limita a descubrir el mundo tal cual es, con sus aciertos y sus fallas.
El retrato de Tzanko Petrov, como un personaje sumiso, obediente, campechano, se modifica. Ese personaje tartamudo, retraído, demostrará tener una sólida voluntad de carácter. No obstante, Un minuto de gloria es una película sin héroes, sin personajes realmente dignos de admiración. Todos son egoístas, mezquinos, insoportables. Todos nos defraudarán y hay, en esa resolución, algo completamente honesto y admisible, incluso disculpable. Hay, en ese retrato, mucha humanidad, sea lo que eso sea.
No hay que hacer un gran esfuerzo para descubrir, en cada personaje, una metáfora de una clase social bien diferenciada. En cierta medida, es una película política en su mejor expresión: es decir, sin subrayados morales ni partidarios. El debate sobre lo ético es lo que, en definitiva, se vuelve una toma de posición política. Es necesario verla para discutirla, cada cual tendrá sus propias opiniones, sobre las resoluciones narrativas y sus devenires. Lo que vale la pena destacar es que no hay manera de quedar indiferente, sí o sí, la película nos obliga a tomar partido, a reflexionar, a replantearnos el porqué de cada personaje y sus decisiones o impulsos, a perdonarlos o condenarlos, pero a involucrarnos definitivamente.
Es una película para no perderse. Diría, incluso, que es una película necesaria. En estos tiempos en los que las buenas intenciones son, al parecer, un mal de época. Estos tiempos en los que muchas personas están convencidas de ser buenas personas y, quizás, no lo son. Es un placer cuando el cine trasciende sus propios límites y nos obliga a enfrentarnos con nosotros mismos. Al final, no habrá moralejas. Por el contrario, saldremos del cine más confundidos que antes y eso es lo mejor de la película.
En Bulgaria, la película se llama Slava, palabra que, quizás, significa gloria. Si bien el título original no es exactamente el mismo, en este caso la traducción del título le aporta un interesante nuevo significado. ¿Cuál es, exactamente, el minuto de gloria al que hace referencia? ¿El del comienzo o el del final? Plantearlo es una astucia diabólica, pero ineludible.
Un minuto de gloria (Slava, Bulgaria/Grecia, 2016), de Kristina Grozeva, Petar Valchanov, c/Stefan Denolyubov, Margita Gosheva, Milko Lazarov, Kitodar Todorov, 101′.
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