Hace más o menos 15 años, cuando estaba naciendo el nuevo cine argentino (a esta altura del partido sobran las mayúsculas), descubrimos el cine coreano con el que guardaba algunas similitudes y unas cuantas diferencias. Entre estas últimas se destacó la capacidad para construir un mercado de películas industriales que, acompañado de medidas proteccionistas y fomentos tanto privados como estatales, funcionó dentro y fuera de Corea del Sur, superando las presiones impuestas por los mainstream estadounidenses tanto como la falta de riesgo de inversores locales para realizar producciones funcionales al mercado nacional. Una de las primeras películas de género efectivas de las que tuvimos noticias fue A tale of two sisters, de Kim Jee-woon, director de El último desafío, quien ahora llega a Hollywood o a lo que queda de él junto con un rejunte de actores y técnicos como el brasileño Rodrigo Santoro, el español Eduardo Noriega, y la natural de Miami Génesis Rodríguez, entre otros que nos hacen preguntar hasta qué punto esta es una película estadounidense o yanqui, y hasta qué punto Estados Unidos sigue siendo un país estadounidense. Hay varias respuestas para eso y varias de ellas muy interesantes, pero ahora vamos a hablar de un coreano.
En Locura, terror y muerte, artículo de Beatriz Martínez publicado en el número 55-56 de Nosferatu, leemos: ‘Kim Jee-woon se ha ido convirtiendo en un esteta, en un fabricante de ficciones cada vez más tendente a la hipérbole estilística, como también le ha ocurrido a su compatriota Park Chan-wook, aunque sin llegar por el momento a alcanzar las cuotas de alambicamiento retórico de este último. De todas formas, lo que sí es cierto es que ambos directores comparten una cierta postura generacional de raigambre postmoderna a la hora de enfrentarse al acto cinematográfico (…). La base fundamental sobre la que se asientan es el thriller negro clásico, pero este se reformula a través de una serie de transposiciones de discursos que mezclan el cine de acción y violencia de última generación junto con referencias al polar francés, salpicado por unas cuantas viñetas de filiación manga, teñido por un aliento dramático y un hálito de romanticismo de carácter casi épico (en ocasiones hasta teatral) y acompañado de solemnes valses o incluso de música con ritmos aflamencados.”

Esto último recuerda la magnífica Misión Imposible 2, de John Woo, nada lejana al espíritu de A Bittersweet life, que es la película comentada en el párrafo anterior. Pese a algún que otro lugar común crítico, aquella descripción es útil para hablar de Kim Jee-woon en general y de El último desafío en particular. Lo de ‘esteta’ le queda grande, o suena al menos como un elogio anacrónico, porque es un término que le va mejor a un Visconti y lo que Visconti representaba entonces, cineasta de una época en la que artista se escribía con mayúscula en tanto creador u organizador responsable de mundos no dominados por la intención paródica. Kim Jee-woon está más cerca de Sergio Leone, a quien el título de esteta le va menos incómodo porque con su desmedido sentido de lo sublime y del ridículo sentimental contribuyó a que el kitsch se elevara a dimensiones casi o pseudo sacras y consiguiera tanto legitimidad cultural como circulación mercantil duradera. Tan cerca está este coreano de Leone que su película anterior, The Good, the Bad and the Weird, lo cita desde el título y procura captar algo del espíritu a veces informe, en el mejor de los casos deforme, del spaghetti western. Después de la cinematografía italiana, los coreanos han sido los que mejor se hicieron cargo de darle cabida sin vergüenza ni repulsión a la materialidad del grotesco, el lenguaje corporal exagerado y la estridencia sonora de la gritería.

El último desafíoes una película mala, en tiempos que esta calificación casi ha dejado de tener sentido porque desaparecieron los estándares de valoración ético estético rígidos, si es que alguna vez existieron. Las contadas ocasiones en que es mala a propósito funciona, sin llegar a ser trash porque se nota la intención demasiado prolija de serlo y está dentro de una industria con un estándar técnico de tal calidad que dificulta serlo, y cuando lo consigue involuntariamente no tiene demasiada gracia porque se pierde en el conjunto. También es una película que se propone ser divertida, jodona y payasesca, pero hay relativamente pocas situaciones planteadas como tales que tengan eficacia, Luis Guzmán es el único brillante en ese registro del mismo modo en que lo fue hace unos años para Embriagado de amor, y el resto de las risas o la perplejidad algo cómplice que genera proviene de los primerísimos primeros planos (imperdonables cuando encuadran a Forest Whitaker) idiotas (en un sentido bufo antes que peyorativo) y los  parlamentos de culebrón acumulados que desencajan hasta la cara de piedraplástico del propio Schwarzenegger sin que la puesta en escena señale intenciones irónicas en la mayoría de los casos. Lo positivo de esta operación consistiría en que la omnipotencia del héroe de acción estadounidense ochentoso y reaccionario quede minada por el ridículo, pero es tomarse demasiado en serio a una película que ni siquiera hace eso consigo misma. 

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