En La fosa, del director indonesio Tunggal Suwardi, un hombre cava la tumba en la que presumiblemente enterrará el cuerpo que lo acompaña en el encuadre durante la hora quince minutos que dura esta película de un solo plano en la que lo más ostensiblemente cambiante es la luz del sol que va poniéndose detrás de los árboles que enmarcan la acción hasta dejar todo casi a oscuras en el último tercio, de modo que uno se queda adivinando sombras, como en Honor de caballería, de Albert Serra. Tres tipos duros es más o menos eso, pero en formato clásico estadounidense, subgénero de películas crepusculares. Los del título son un par de gángsters de armas tomar y un tercero que laburaba de conductor y aparece más o menos a la mitad. Todo comienza con un montaje paralelo en el que coinciden un tipo que después de pintar un atardecer urbano vuelve a su casa a empilcharse, y otro que avanza por los pasillos de una penitenciaría. Después de ambas secuencias de montaje unidas por la música y los títulos, Al Pacino y Christopher Walken se abrazan en la puerta de la cárcel.

La cara de Al Pacino se parece a la cara de Johnny Halliday en Venganza, de Johnnie To, vale decir que se parece a la cara de alguien que se lleva bastante mal con los años (cosa bastante comprensible) o al menos a la de alguien que se ha operado, no sé si mucho, pero sí lo suficiente como para que la máscara nos distraiga de toda otra cosa. Walken sigue siendo el mismo impredecible témpano de siempre, otrora hielo seco quemante, rolito disuelto en locura demacrada ahora, como en la curiosa, singular y subestimada Siete psicópatas, otra película depresiva y funebrera como esta, pero mucho más genuina. No es que esta no lo sea, pero lo hace menos a través de la ficción que de las literales carcasas desvencijadas de por lo menos dos de estos tres tipos, y en especial la de Pacino. Por más que en Tres tipos duros haya un guión elaborado en base a fórmulas tradicionales adornadas con todas las referencias posibles a la decrepitud (soledad, viagra, viudez, medicamentos) que puedan acumularse en el lapso de las contadas horas que viven los personajes, el patetismo más fuerte de todos lo dan los años de estos tipos, pero sobre todo la figura de Al Pacino, quien por lo menos desde Perfume de mujer se ha instalado con tal comodidad en el rol del entregado de ojos laguneros que ya parece un destino. De Alan Arkin, lo más o lo único vital de esta película no hablo, porque hay otro texto de este blog que lo hace.


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