Dos conceptos posibles de invasión se constituyen en desvío genérico. La invasión de un ejército sobre un territorio ajeno desemboca en el cine bélico. La invasión de algo desconocido, en principio desarticulado y sin la construcción de lo que habitualmente conocemos como fuerzas armadas, deriva en el fantástico o en la ciencia-ficción. Aunque subyacen algunos elementos en común en ambos –la guerra, el terror-, la diferencia radica en la percepción de las formas: unas devienen de un realismo posiblemente imitativo en lo representacional, en tanto intenta dar cuenta de un hecho enmarcado en un conflicto real del pasado; las otras trabajan a veces sobre lo metafórico o lo alegórico, y antes que un horror sobre lo real, se detienen en el horror sobre lo posible. No parece casual, entonces, que las películas bélicas sostengan siempre un hálito de esperanza que las de ciencia ficción se empeñan en negar. No es que lo nieguen por capricho, sino porque al actuar lo desconocido como elemento central lo que sigue es un estado de paranoia inicial y de desesperación posterior. Tergiversaciones de lo real apenas diferentes de un género a otro: en unas sobre lo anecdótico, en las otras sobre el contexto que interviene en lo real.
Se ha señalado que Transit puede definirse como una distopía pero sin ciencia ficción. Primer problema: creer que el concepto de ciencia ficción necesariamente se encabalga sobre un elemento de base científica. Digamos que eso es una limitación, y quizás hasta un error: si lo distópico surge como oposición a lo utópico, parece indisoluble su relación con, por lo menos, la ficción especulativa, que proviene de una proyección desde el presente hacia un futuro imaginado. Lo interesante es que creo que lo que logra la película de Christian Petzold es una curiosa forma de amalgamar dos género a partir de los elementos que, se pensaría, tienden a diferenciarlos. La utilización del fuera de campo es, en ese sentido, esencial. Hay un fuera de campo espacial, que aparece como resultado de una construcción derivada de la información que circula y que señala el continuo avance de una fuerza de ocupación sobre el territorio en el que se mueve Georg (Franz Rogowski). Rumores y paranoias que las sirenas de los patrulleros en las calles amplifican, aunque los resultados sigan permaneciendo fuera de nuestro campo de visión, y realimentan el terror y la paranoia. Pero también hay un fuera de campo temporal que define la intersección. Un tiempo indefinido. Visualmente, estamos en el presente, pero la ausencia de celulares y computadoras, la preminencia del papel (desde el registro de los hoteles a los pasajeros del barco, pasando por las cartas y documentos del consulado), colocan los detalles del anacronismo que deriva en un desfasaje temporal. La utilización de una serie de términos –ocupación, operativos de limpieza, campos de detención- está anclada en la terminología europea relacionada con la Segunda Guerra, con el nazismo. Pero, a su vez, las fuerzas de ocupación son policiales, no parecen poseer una identidad nacional más allá del territorio. Si los que intentan emigrar –alemanes, magrebíes, americanos- parecen remitir a quienes huyeron de Francia ante la invasión del nazismo, también parecen poner un pie en el presente de la Europa que expulsa a los inmigrantes. La idea de tiempo del realismo cotidiano queda anulada en el relato. Lo que hay es una sutil superposición de tiempos que generan un efecto que va del desfasaje a la incomodidad. Esos tiempos que se superponen no son más que un elemento de la ciencia ficción aunque no haya aparatos ni máquinas que lo generen. O en todo caso sí, la máquina que lo genera, es la que filma.
Ese corrimiento, esa superposición continua de tiempos, a la vez que reafirma el carácter distópico, se afirma en la inevitable repetición histórica de esa misma distopía. Tiempo indeterminado significa posibilidad continua, traslado –tránsito- de la idea base a todo momento y lugar. De la persecución del nazismo a la xenofobia actual con los migrantes hay apenas un salto de 80 años y pocas diferencias, de matices. El avance del fascismo como forma –ya sea que provenga de lo religioso, de lo político o de ambos- es una constante de la historia como la cuenta Transit: no tiene tiempo porque ocurre –ocurrió, ocurrirá- en todo momento. Pasado, presente y futuro se transforman, entonces, en indiscernibles.
El futuro, en relación con la historia, está planteado en esa voz en off que no es del protagonista, sino de un relator que nos la repite como le fue contada (siguiendo ese precepto que en algún momento menciona: “En todos los puertos se cuentan historias”). Marsella, ese puerto/reducto final que viene siendo lo último que será ocupado, intersecta a los personajes alrededor de Georg por medio del relato indirecto. Una voz off que interpone otra capa de sentido, en tanto por momentos se superpone sobre los diálogos, los replica, generando un enrarecimiento aún mayor. Lo que logra es un relato desapasionado que vuelve a chocar con la desesperación que proviene del melodrama de los tres personajes centrales, especialmente en la segunda mitad de la película.
Lo ficticio se refuerza en el personaje de Marie (Paula Beer), suerte de fantasma que circula por la ciudad buscando a alguien. Un fantasma que ronda a Georg, que se cruza una y otra vez con él. La circulación del personaje, la recurrencia a las mismas ropas, parecen señalarla como un personaje sin espacio, una aparición que así como llega, se desvanece. Marie empieza a ser Marie en otro momento, cuando se convierte por primera vez en un cuerpo, que se desmorona boca abajo en una cama, dejando ver sus piernas a los ojos de Georg , parado en la puerta de la habitación del hotel. Un cuerpo derrotado, inmóvil. A su manera, se ha convertido en fantasma porque persigue a otro, ese marido al que abandonó y al que ahora espera para marcharse juntos a México. Weidel es un fantasma aún más esquivo para ella: una presencia que circula por la misma ciudad, con Marie llegando siempre tarde, inevitablemente tarde, a los lugares donde le dicen que ha estado. Y luego, en el final, será el fantasma detrás del cual irá Georg, como en una cinta sinfín que los involucra a todos.
Georg también es alguien que llega tarde a todo, otro desfasado temporal. Llega tarde a Marie dos veces -ella es la mujer de Weidel, pero también la amante de Richard (Godehard Giese)-, a Weidel con las cartas –se ha suicidado y ya ni su cuerpo queda en tanto ha sido incinerado-, al contacto en el bar –en tanto cayeron en una redada-, a Melissa (Maryam Zaree) y su hijo Driss (Lilien Batman) que ya se han ido del departamento que ocupaban. Pero es notorio que sean las muertes las que revelan con mayor claridad ese desfasaje. Son apenas momentos de descuido, de un tiempo que ya pasó. Las muertes en Transit no son violentas, no hay disparos ni enfrentamientos, sino silencios. Son muertes en fuera de campo. La de Weidel y la de Richard están fuera de toda posibilidad de visión. Pero las otras devienen de fueras de campo subjetivos, en tanto ocurren fuera de la mirada de Georg por pocos instantes –la de Heinz en el tren, la del director de orquesta en el consulado-. La muerte está allí, circundándolo. De manera más notoria aparece formulada en la de la mujer de los perros (Barbara Auer). Georg se da vuelta para encender un cigarrillo en la parte alta de un fuerte militar, y al volver la mujer ha desaparecido. Esos pocos segundos que transcurren entre la constatación de la desaparición y la de la caída del cuerpo es tan sugerente como horroroso: se puede desaparecer –o morir- en cualquier momento. Allí, la ausencia del sonido de la caída y del impacto –que recuerda en su formulación a la escena del suicidio de la madre en Dulces sueños de Marco Bellocchio- no solo marca un contraste con la estridencia de la invasión –sirenas, gritos, irrupciones violentas- sino que en ese mismo detalle establece nuevamente la idea de ese tiempo que se altera, ahora en su flujo lógico, en su devenir lineal: el salto al vacío no es solo el de un cuerpo, sino del tiempo como sustrato de lo narrativo.
El azar que lleva a Georg a Marsella –las cartas, el manuscrito- es el camino que lo lleva a transitar de su propia identidad a la de Weidel, generada a partir de un ejercicio sobre el ver y el no ver. Georg es, en esa instancia, quien ve, quien observa y es a partir de quien los elementos van ingresando en el relato (no hay que olvidar: él es quien relató la historia al barman que nos la relata a los espectadores). No ve, en todo caso, ese desfasaje temporal en el que entra en relación con la muerte. Los que no ven son los otros, salvo los delatores que insisten en señalarlo (la mujer en la calle, cuando escapa; la mujer del hotel ante la redada). La identidad que asume Georg (que no se puede completar sin Marie) es lo que lo vuelve invisible a esa ciudad. Lo curioso es que mientras para la ciudad ese entramado de puerto y consulados es Weidel, para Richard y Marie es Georg. Es ese desfasaje entre lo que ven unos y otros lo que los condena a la eterna oscilación entre lo visto y lo no visto. De allí que Georg nunca revele su identidad verdadera en el juego. Juego en el que queda inevitablemente atrapado, porque como Richard y como Marie ha llegado a ese punto en el cual no puede subirse al barco que lo alejará del infierno fascista, porque en ese momento él también tiene en esa tierra algo que no puede dejar atrás.
Transit (Alemania/Francia, 2018), Dirección: Christian Petzold. Guion: Christian Petzold (sobre una novela de Anna Seghers). Fotografía: Hans Fromm. Montaje: Netina Böhler. Elenco: Franz Rogowski, Paula Beer, Godehard Giese. Duración: 101 minutos.