pichuco-postal-10x15-frontComete sacrilegio quien no vaya a ver Pichuco. Nadie que ame la música, el tango y el cine debe prescindir de esta película inesperada. La fui a ver esperando una elegía a Troilo y su música, que tanto amo. Modestas pretensiones y modestas esperanzas.

Me encontré con un vendaval emocional que golpea el plexo solar ni bien comienza, un torrente de amor y de música y de cine como hacía mucho no veía en el cine nacional, si es que alguna vez vi algo así. Una obertura lanzada al espacio que aterriza como puede recibirla el desprevenido espectador, a cada uno lo suyo.

Allá por el ’55, la llamada Revolución Libertadora, comenzó su tarea de demolición de la cultura argentina, sobre todo la popular. Se destruyeron decenas de grabaciones originales de las grandes orquestas del tango, y en cinco años apenas pasamos de pronunciar Aníbal Troilo, Osvaldo Pugliese, Horacio Salgán, Roberto Goyeneche, Edmundo Rivero, Homero Expósito, Enrique Cadícamo, Homero Manzi, entre decenas más, a farfullar Palito Ortega, Nicky Jones, Johnny Tedesco, Lalo Fransen, Violeta Rivas. O, lo que es lo mismo, de la belleza y el espíritu a la ordinariez y la tontería en un solo porrazo.

El tango ha muerto –se decretó. Y se repitió con esa ansia típica de los descerebrados, que han crecido más que la espuma de cualquier cerveza (como se ve a diario por otras razones, o quizás la misma).

Pichuco se hace cargo de esto sin declararlo verbalmente, y poniéndolo en escena con un rigor estético, conceptual y emocional admirable. Un hombre llega en auto a un lugar donde otro grupo de hombres digitalizan la música de Troilo, sus viejas grabaciones, y entre la parafernalia tecnológica moderna, y el estudio, y las computadoras, todo a un tiempo, un grupo de muchachos jóvenes de hoy rescatan un piano desde las sombras de un galpón sin luz. Lo suben a una carretilla y lo arrastran por calles de barrio, al tiempo que con humor –y no chiste- vocean tango tango, como otros, por oposición, gritan en la city cambio cambio. Y en la vorágine de imágenes y sonido llegan a una plaza, montan los instrumentos, y tocan. Y uno canta. Admirablemente todos. Tocan y cantan una vieja joya de Troilo: Pa’ que bailen los muchachos (bailen todos, compañeros, porque el baile es un abrazo… la vida es una milonga).

El tango está más vivo que nunca.

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Este es el pivote que sostiene la película: el reconocimiento a un pasado, una cultura hundida por negocios coloniales, y un rescate contemporáneo con los pies apoyados en ese pasado (admirable y discreta la escena del cementerio: dos muchachos músicos caminan sobre una terraza parquizada sostenida por un edificio de nichos. Sobre esos muertos, apoyándose en esos muertos que vivieron ayer,  los jóvenes sacan su viola y su bandoneón y tocan, guardadas sus espaldas por la imagen de piedra, perenne, de Troilo).

Todo es así en Pichuco. Elusivo, discreto, elegante, viril y emotivo. Como el tango que evoca, y como el autor de tangos que homenajea.

Hace veinticinco años, un amigo ya muerto dijo frente a alguien que había dicho que tal película era una de amor: todas las películas son de amor. Puede ser. A ese amigo le gustaba una crítica mía sobre Torrentes de amor. Eso es Pichuco, torrentes de amor. De Troilo, de los músicos que tocaron con él o fueron sus amigos, de los recuperadores de su música, de los jóvenes que vuelven a tocarlo porque el hilo cultural y de pertenencia no se ha roto en ellos, y de mí por esta película que no olvidaré, y por un señor sentado con su mujer en el Gaumont al encenderse la luz de la sala secándose sus lágrimas, mis lágrimas, nuestras lágrimas.

El milagro de la evocación. Hecha carne y espíritu, otra vez.

Pichuco (Argentina, 2014), de Alberto Romero y Martín Turnes, c/ Javier Cohen, Raúl Garello, Horacio Ferrer, Nelly Vázquez, Walter «Chino» Laborde, Juan Carlos Baglietto, Leopoldo Federico, 82′.

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