Para los que no conocen a José Campusano conviene contarles que siete años atrás apareció en el Festival de Mar del Plata con una película llamada Vil romance, en la que un tipo de cuarenta y pico y otro de veintitantos se enamoraban después de un levante casual, apasionado, violento. Pero a medida que la relación se afianzaba, el más viejo no aceptaba darle el culo al más joven y todo terminaba mal porque, además de esa historia de amor, había un trasfondo delictivo menos profesional que íntimamente ligado al funcionamiento económico y social que rodeaba a los personajes.
La cosa transcurría en zonas de la provincia de Buenos Aires a la vez pobres y casi rurales, y si la parte de sordidez podía espantar a algún espectador demasiado escrupuloso, la vitalidad general, la potencia, la verdad de lo visto terminó llamando la atención de (casi) todos los que la vieron por entonces. Lo mismo sucedería con las que vendrían, en parte porque en ellas vida y muerte tienen una intensidad y un peligro de los que carecen las nuestras, y porque la mayoría de sus personajes son hombres y mujeres de acción, no porque porten y usen armas sino porque toman decisiones y se atienen a ellas, pero sobre todo porque esa capacidad ejecutiva es una virtud de Campusano y su puesta en escena, que por muy imperiosa que sea no deja de manifestar un cierto equilibro estructural que nada tiene que ver con la clausura prolija de todas las líneas narrativas ni la construcción de un orden cerrado y conclusivo, sino con el armado de relatos que funcionen como vehículos, medios de transporte insospechadamente eficaces antes que confortables.
Poco y mal estrenado, Campusano siguió filmando mientras vendía aberturas en su negocio de El Pato, Berazategui, y con Vikingo, su segundo largo de ficción, copó de nuevo Mar del Plata junto a la legión de motociclistas que participaron de la película. El impacto de los personajes de la película y el de los motociclistas, que se apersonaron en el festival con su indumentaria característica, causó estragos en el público, poco habituado a tal extranjería, pero el exotismo superficial de la mirada que suscita no pervierte el núcleo de sentido que sustenta las películas del director, hijo de la voluntad y el accidente.
El cine de Campusano se ha convertido en el más reciente neorrealismo vernáculo, con menos chances que las de Rossellini de ser vistas por la clase media urbana, aunque la mayoría de las del italiano tampoco fueron exitosas, en buena medida porque costaba ver a Ingrid Bergman sucia en Stromboli primero y haciendo de burguesa tocada por la gracia del socialismo cristiano de Europa 51. Uno y otro tienen algo que ver con el escándalo entendido no como sorpresa reactiva y pasajera, sino como piedra de toque moral. Campusano parece estar más cerca del género y no lleva cabo ninguna de las operaciones modernistas conscientes de Rossellini en, por ejemplo, Viaje en Italia, donde llamaba Joyce al matrimonio protagonista y mostraba la sombra de una grúa entre otros índices de una modernidad que aún no había sido bautizada como tal, pero conviene matizar esa afirmación porque en realidad lo que distingue a Campusano es tener claro lo que quiere contar, como lo tenía Rossellini (esa falta de imaginación que Rivette señalaba como virtud), y hacerlo lo más directamente posible a través de ficciones rugosas y claramente imperfectas, apelando a convenciones que hemos visto mucho en el contexto industrial y seguiremos viendo, cada vez más emasculado. Lo indudable es que ante toda película de Campusano uno siente que tenía algo previo que contar y que esa condición previa del relato se impone a toda cauterización retórica, sea más o menos profesional según el capital financiero con el que cuente, y ese herida anterior queda abierta sin sutura posible, sin representación capaz de cerrarla, incluso más allá de la voluntad del director. Me da la impresión de que el cine mismo es menos importante que el traslado de esa historia previa de la manera más viva posible, la manera de los muchos que la vivieron, se la contaron y participan de sus películas, y esa distancia insalvable entre el material oral comunitario que da nacimiento a las películas y El Cine con mayúsculas es saludable como pocas. El cine de Campusano vendría a ser el emergente más notable de fenómenos como el de Cine con vecinos, original de Saladillo, y la punta de lanza de otros de signo parecido a través de los clusters que está organizando en todo el país y hasta en el extranjero.
Como en el neorrealismo de Rossellini, en sus películas se impone lo heterogéneo, las aristas, las diferencias (sustrato de una posible reconciliación) y las limitaciones, pero todo avanza y ese avance es sólido, seguro de sí mismo por muchos vaivenes que el cargamento experimente durante el trayecto. Hay algún que otro actor profesional y semi-profesional poco conocido junto a una gran mayoría de actores no profesionales que podríamos llamar modelos sin que Bresson se espante por mucho que puedan hacerlo los bressonianos, reunidos por la disonancia. Las líneas de diálogo y variedades de dicción forman un conjunto áspero, filoso y alambicado a la vez, lejos de la funcionalidad aceitada de los diálogos en las ficciones de género al uso en que la palabra no importa por sí misma ni se materializa, e involuntarios efectos de extrañamiento mucho más efectivos que los llevados a cabo deliberadamente por los imitadores vernáculos de Straub-Huillet y nuevaoleros varios. Hay decisión y coraje a la hora de montar, significativa manipulación del punto de vista y espacios y situaciones no filmados por nadie, incluso no sé si escritos por alguien durante estos últimos años. El propio Campusano es autor de un libro único, Mitología marginal argentina, y su cine es una prolongación de esas historias, con lo cual su caso me recuerda el del francés José Giovanni, secuestrador corso devenido escritor, guionista y director, artista criminal y autor de cuentos morales un poco más groseros que los de Rohmer. Pero no hace falta irse tan lejos; Campusano hace pensar en un Pascual Contursi, por ejemplo, y El perro Molina, en particular, tiene el rústico lirismo prostibulario de las letras de ese hombre, transición entre las festivas y procaces milongas de principios de siglo y las líricas del tango canción, que el rock de Pappo y otros habrán de retomar medio siglo más tarde. A los carbónicos desteñidos de Pierre Menard del cine «independiente» argentino actual les salió al cruce este inconsciente Jacinto Chiclana contemporáneo en el que Borges se reconocería.
El perro Molina, ex presidiario de alrededor de cincuenta años, es el protagonista de su última película, eje de un relato que abre con la crisis de pareja de un comisario. La mujer del oficial toma entonces una decisión que marcará el resto de las vidas de todos, haciendo de esta película y su mirada sobre la trata de personas un complemento de Fantasmas de la ruta, el largo anterior de tres horas y media que todavía no se estrenó comercialmente ni tampoco se emitió por televisión en su formato original de trece capítulos. Sin motociclistas protagonizando la película, El perro Molina gana en originalidad e incertidumbre, no porque los personajes se desdibujen sino porque la falta de una iconografía exterior como la de Vikingo y su comunidad no promueven una identificación superficial inmediata con los personajes. Los hombres y mujeres de esta película, como los de Vil romance, su película más poderosa, o de Fango, su obra maestra, están vestidos de civil como todos nosotros. Hasta los policías aquí son personas, tipos que pueden usar o no el uniforme pero no son radicalmente distintos de nadie salvo por el hecho de que monopolizan el uso de la fuerza y gracias al uniforme mental evitan el desarrollo de un código propio. La fuerza de los que están fuera de la ley es a veces una fuerza controlada, incluso ética como la del perro Molina, y a veces descontrolada como la del pibe esquizofrénico que ya es uno de los personajes más inolvidables, terribles y trágicos que ha dado el cine argentino, bufón desquiciado con inquietudes metafísicas que se tutea con la muerte, y esto sí que no es metáfora.
Si las mujeres de las películas anteriores habían sido mujeres masculinizadas, viejas, feas o afeadas por los rigores de las vidas que les tocaron en suerte -porque los personajes de Campusano son sobrevivientes-, ahora el centro de atención es un modelo femenino que está muy cerca de ser renacentista y desata pasiones propias de una diosa, como bien lo dice un macho bien poronga que va achicándose a medida que la conoce. Su contracara es la hermana del fiolo y regenta del prostíbulo (hay otra, inválida pero derecha, que aparece diez segundos y no olvidamos nunca), lúcida como pocas. Calavera, su hermano, es otro personaje excepcional. El tipo que lo encarna no es actor, tiene una cabellera larga pero raleada y cenicienta, con algo de calva en la coronilla, bigotes grandes, torso fuerte, espalda amplia y la pronunciación más convincente de todas las que oímos en la película. Un travelling lateral lo inmortaliza, pero por increíble que parezca lo mejor de ese travelling no es el travelling en sí mismo, majestuoso y breve, faviano, sino la escena posterior que funciona como reverso íntimo de la fachada pública del personaje y como prueba de que los adornos retóricos importan menos que la verdad discursiva de la película, de la que se desprende una belleza despiadada, rústica y trash, heredera lírica y política de los primeros tangos, a los que la voz lunfarda de Edmundo Rivero le iría bien debute.
Aquí puede leerse un texto de Marcos Rodríguez sobre la misma película y otro de Gabriela López Zubiría sobre los clusters audiovisuales.
El perro Molina (Argentina, 2014), de José Campusano, c/ Daniel Quaranta, Florencia Bobadilla, Carlos Vuletich, Damián Ávila, Assiz Alcaráz, Ricardo Garino, Fabio L. Garone, María Vivas, Fabio Zurita, 88’.
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