Atención: Se revelan detalles importantes del argumento y la resolución final.
A los chicos ya no les interesan las chicas ni a las chicas los chicos, los pibes del cine de aventuras actual están interesados por la participación política. Podemos ir olvidándonos de los adolescentes que pululaban en las viejas películas del género (Los goonies) amagando besos durante toda la historia hasta consumarlo en un plano con música adecuada, sublimando la sexualidad contenida. Esta politización asexuada de la adolescencia pareciera ser un signo de los tiempos que corren, rebeldía que es rápidamente absorbida por el mercado como producto comercial. Aunque hoy la sexualidad parezca brotar más tempranamente, con el uso y abuso de las redes sociales se ha vuelto impersonal y sumamente histérica (en el peor de los sentidos). Los chicos no saben qué hacer con las chicas, y a ellas sólo les interesan los autorretratos o selfies, como ahora se las denomina.
En un contexto como el que presenta The Maze Runner, una comunidad integrada únicamente por varones de entre 15 y 18 años aproximadamente, la tensión sexual debería ser algo biológicamente natural en plena ebullición hormonal. Sin embargo, en la película surge como una amenaza violenta que debe ser expulsada y que se encarna en un infectado condenado a muerte a través de la exclusión. El ritual de iniciación del protagonista tampoco desplaza el deseo, es -como debe ser- un pasaje hacia el autorreconocimiento, hacia la conformación de la identidad. «Nuestro nombre es lo único que nos permiten conservar» le dice uno de los miembros de dicha comunidad al recién llegado protagonista. Pero los nombres no son recordados inmediatamente, se necesita tiempo y tal vez hasta un trauma para que vuelva a la memoria.
El personaje que recuerda su nombre de entrada es la única mujer adolescente de la película, Teresa, que aparece casi a mitad del relato. La reacción que la chica adopta al despertar sí que es de orden sexual consciente: se resguarda en lo alto de una torre con una cuchilla y con piedras mientras amenaza a los pibes que intentan persuadirla para que baje, aunque éstos no aparentan un interés de esa naturaleza. La actitud defensiva de la chica no es para menos teniendo en cuenta que es entregada a esta sociedad masculina con una nota que dice «Ella será la última. Para siempre». El terreno preparado para Thomas y ella no será el de un amor idílico sino el de la procreación. Sin embargo, una vez adaptada a la comunidad, la muchacha ocupa un rol maternal, retándolos y poniendo las cosas en su lugar. La causa de la reyerta entre el héroe y su antagonista no será Teresa, como podría esperarse, sino de índole política: ¿nos conformamos viviendo en la mentira o salimos a pelear contra el sistema que nos domina?
Esta aldea donde los púberes conviven desde hace tres años se encuentra cercada por una enorme muralla que se abre todas las mañanas para que exploren el otro lado sólo los runners, quienes son asignados por su habilidad. Ninguno de los miembros de la comunidad recuerda cómo llegó hasta ahí ni qué hay más allá del oscuro laberinto que ese muro protege. Los runners son los encargados de ingresar cada mañana para intentar trazar el recorrido que pueda llevarlos hacia la salida definitiva, vale decir, la verdad. Lo que diferencia a Thomas del resto es la curiosidad; él es el único que cuestiona todo y el primero en quebrar las reglas establecidas (manual básico del héroe revolucionario). El grupo que decide acompañarlo pone en evidencia la intención progre del discurso de la película: un chino, un indio, un negro y un gordito al que Teresa (que también se les une) y Thomas adoptan como hijo porque él mismo los ha elegido como figuras paternales. Los que eligen quedarse encarnan a la perfección el modelo WASP, todos liderados por el «villano» de la película, quien termina pronunciando la frase más contundente y trágica de la película: «Le pertenezco al laberinto». Él, y quienes se agrupan a su alrededor, son todos chicos rubios que le temen a lo desconocido y prefieren vivir encapsulados en esa aldea soñada (¿suburbio?) antes de correr cualquier riesgo, capaces incluso de asesinar a quienes puedan poner en riesgo esa falsa tranquilidad.
Si entendemos el arribo de Thomas al comienzo de la película (que es el mismo para todos) como la figuración del nacimiento, surgiendo desde la oscuridad subterránea hacia la luz siendo nadie, sin nombre y sin pasado, no debería extrañarnos quiénes son los que custodian el laberinto: enormes arañas con bocas verticales y peligrosamente dentadas llamadas «penitentes». Pero más allá de las arácnidas criaturas, del otro lado del laberinto espera una mujer mayor, de modos gentiles y culpógenos, que por supuesto lleva un gran rodete y dirige una empresa denominada «W.C.K.D.» (Wicked = perverso, retorcido). Como buena «madre», se excusa de haberlos psicopateado durante años para que aprendan a sobrevivir en el mundo que les espera, y que nos espera si decidimos seguir la inminente saga. Aunque The Maze Runner no logra sortear todas las características que distancian del género, como la extrema solemnidad que anula la diversión, la excesiva digitalización de las imágenes, las parábolas reaccionarias que pretenden no serlo, etc., atrapa y entretiene, sobre todo a partir de la segunda mitad cuando deja de lado las (sobre)explicaciones y se centra en la acción.
Maze Runner – Correr o morir (The Maze Runner, 2014), de Wes Ball, c/ Dylan O’Brien, Kaya Scodelario, Will Poulter, Ki-Hong Lee, Patricia Clarkson, 113’.
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