En muchas oportunidades Hayao Miyazaki se pronunció con simpleza y sinceridad sobre su condición de dibujante a la antigua, por encima de una estampa de productor global o de director estrella. Son conocidas las imágenes que comprueban su apego -ciertamente gremial- a una actividad artística que al mismo tiempo que desconoce horarios, es esclava de los plazos: el uso del delantal, los lapiceros repletos y el trabajo sobre el papel, así como la desconfianza por la comunicación virtual y por toda tecnología sustituta de la vida compartida, vuelven al director un potencial personaje de los estudios Ghibli. ¿Nostalgia? En toda la obra de Miyazaki se difunde una observación precisa sobre el discontinuo movimiento del péndulo de la historia, de los contrastes brutales que esa oscilación imprime entre la vida rural y la vida urbana, en general en los pliegues de sus formas de vida, y en particular en el ingreso a la vida adulta.
John Lasseter, el director artístico de Pixar, un declarado admirador del creador japonés, percibe en su producción una realidad ajena y maravillosa, pero su mirada se fija por un momento, como confiesa recientemente, en el Citroën 2CV del artista. Así, mientras en el parque Fuchi no Mori de Tokio, donde vive Miyazaki, ese auto es un auto, para Lasseter la máquina se le presenta dotada de una propiedad, el último destello de una época para siempre perdida. El Citroën de Lady Clarisse en Lupin III: El castillo de Cagliostro (1979), tendrá su cameo en la próxima Cars 3. Este homenaje ofrece un intercambio, la inscripción de un gesto anticapitalista, un autoelogio. Desde que anunció su retiro de la dirección, en septiembre de 2013, Miyazaki viene tratando de despejar el polvillo laudatorio, la lluvia de maizena que cae constantemente sobre su trabajo. Se reinventa como mangaka y retoma febrilmente proyectos de variada escala, la elaboración de los cortos del Museo Ghibli, la curaduría de las exposiciones y el control de las producciones de Studio Ghibli, como El recuerdo de Marnie (2014), de Hiromasa Yonebayashi. De todos modos, se sabe que se trata del repliegue momentáneo de una industria que no quiso negociar su perdurabilidad de la mano de los empleadores de Lasseter: Disney sólo pudo ganar la puja por la distribución, pero como resulta evidente, nunca logró tener injerencia sobre los proyectos de Miyazaki, Toshio Suzuki e Isao Takahata. En Se levanta el viento (Kaza tachinu), resulta subyugante la representación de una edad dorada de la imaginación, precisamente los años ’30, el mismo período sobre el que recae la culpa colectiva de la sociedad japonesa, el mismo que, para Miyazaki, es una edad colmada de promesas. Se trata de un giro paradojal, ya que al revisar las imágenes de la niñez, la conciencia crítica no parece volver insatisfecha o frustrada, sino plena en su fragmentación, como resultado de haber logrado ver, de haber satisfecho la experiencia de todo viaje. La melancolía, como potencia crítica, por encima del ejercicio de la nostalgia, extiende el problema de la identidad al entorno y al enigma de una pérdida.
Se levanta el viento está parcialmente basada en la novela corta de Tatsuo Hori (1936-7) y en vivencias personales de Miyazaki, en particular relacionadas con su padre, propietario de una fábrica de repuestos aéreos en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Las primeras escenas definen el conflicto de una manera categórica. La opacidad del límite entre sueño y vigilia descubre un espacio de fuga para un niño, Jiro Horikoshi, que, al cerrar los ojos ve con nitidez lo que su miopía le impedirá experimentar. Como nunca va a poder pilotear, su deseo encuentra cuerpo en el diseño de aviones. Primero el techo y luego el cielo es lo que descubre Jiro al despertar, y en ese segundo momento, acostado sobre el tejado de su casa descubre que ese espacio de fuga es indefinido, indeterminado, pero sumamente arriesgado: las imágenes de aviones hermosos surcando suavemente el cielo se alternan con alegorías de destrucción y fuego. En ese punto, Miyazaki ofrece, con preciosismo, un panorama completo de un conflicto inicial en la novela de formación, el del hallazgo de una vocación y el del desafío de confrontar las ansias personales con un mundo supraindividual, frente al que hasta entonces había estado resguardado. Cuando Jiro vuelve a su casa luego de haber peleado con otros chicos, su madre enuncia el mandato de no pelear, pero al mismo tiempo le pide que se cuide. Esta autorización velada marca el inicio del despliegue de la personalidad de Jiro.
La salida al mundo a través de las imágenes guías del deseo y de la aparición onírica y recurrente del gran diseñador italiano Giovanni Caproni, suerte de formador e inspiración de Jiro, le permiten concebir una vida de aventuras. Sin embargo, como cuando Caproni le advierte que los sueños pueden arrastrar pesadillas, Jiro descubre en el pasaje a la gran ciudad que la vida requiere de una red de aspectos objetivos y materiales para potenciar las contradicciones. Ese descubrimiento no lo golpea con un principio moral, sino con una experiencia radical de la moral, el monstruoso terremoto que en la novela de Hori refiere al hundimiento de la ciudad de Kanjo, en 1923. El poder alegórico de la destrucción por obra de la naturaleza, como ya lo señalaba Kant en los artículos de divulgación a propósito del terremoto de Lisboa (1756), suspende el juicio para llevar a preguntarse por el desencadenamiento del mal y por el consolatorio poder “depurador” de la destrucción. En ese contexto dramático, de violencia masiva y real, Miyazaki muestra su experticia en la economía de recursos cuando registra el sacudimiento del suelo con el movimiento de los guijarros que al final quedan en reposo. El movimiento pendular es irónico y la vida quiere aparecer como respuesta: en ese tren que había pasado a través de largas colas de desempleados, Jiro había conocido a Naoko Satomi, una joven que, como él, conoce a Verlaine. Tiempo más tarde, el joven Jiro y su amigo Honjo, se mueven en medio de multitudes histéricas como comentadores de la grave crisis financiera. El pasaje de los escenarios rurales al terrible Grand Guignol de una modernidad fracasada, problema del que se ocupan Raphaël Colson y Gaël Régner en su ensayo Hayao Miyazaki, cartografía de un universo, es señalado aquí con la radicalidad necesaria para trazar los síntomas de la tragedia que se planificaba en la década de 1930. Con todo, ese colapso –como reconocen a medias Jiro y Honjo- es el caldo de cultivo de la guerra, el inmenso problema aritmético del mundo, como decía Simmel, se puede resolver creativamente con hermosos aviones, aunque estos sirvan para sembrar la muerte desde el aire. A propósito de esta “era cámbrica de la imaginación”, como la llama Miyazaki, Caproni concibe una época posterior de la aviación civil en la que los diseñadores deberán estimular el sueño de volar, por eso acepta poner en entredicho la cultura objetiva con los contenidos vitales de los individuos y alienta a Hiro a perseverar. Cuando Hiro asume esto, la pasión por el diseño y el irrefrenable ascenso en la industria militar se conjugan con el amor por Naoko. El péndulo lleva ahora del estrechamiento de la experiencia a una plenitud que sugiere un reencantamiento del mundo. Hiro parece, efectivamente, llevado por el viento, y sin resistirse, se encuentra en la antesala de la guerra y el dolor. El viento, que también había empujado a Jiro y a Naoko a conocerse, los reencuentra para siempre.
Miyazaki concibió el guión trabajosamente, su estructura en episodios marca el trayecto ascendente de Hiro y preserva, aún con el predominio de una tonalidad realista, la ambigüedad en la línea que distingue el sueño de la vigilia, la niñez de la adultez, los proyectos y los diseños de los objetos. La retórica gráfica del film se encuentra en un nivel superlativo, la paleta cromática evoca, guardando similitud con Kiki´s Delivery Service (1989), la densidad ocre de los films bélicos, pero también la plenitud de los contrastes en las escenas de celebración del amor. Esta última película de Hayao Miyazaki, más allá de la presunta prédica pacifista o de la improbable glorificación del diseñador del Zero, es una obra extraordinaria sobre la formación del artista, sobre sus pasiones y sobre la tensa relación que mantiene con el mundo. Al fin, si toda obra de formación muestra lo que lo que el viento hace del artista, no queda más que repetir una y otra vez el verso de Verlaine de “Cementerio marino”: “El viento se eleva… hay que intentar vivir!”.
Se levanta el viento (Kaze tachinu, Japón, 2013), de Hayao Miyazaki, 126′. Animación.
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