Dos personajes avanzan por un camino que los acerca a la cámara, introduciéndolos en la historia al tiempo que los introduce a una casa adaptada para oficiar de spa; lugar que la cámara jamás abandona, para registrar los días de vacaciones de un grupo de hombres, y en que el relajamiento y la libertad se entrecruzan con la tensión homoerótica.
Fernando lleva a Germán a que pase con él y su grupo de amigos unos días en una casona cerrada al mundo exterior, preparando el espacio como campo de batalla para la eclosión de los universos autorales de los codirectores de la película: la amalgama de códigos “de macho” -lenguaje soez, enunciación de necesidades fisiológicas y expresión de fluidos corporales, juego de manos, desnudez, etc.- puestos en uso en la concentración de los protagonistas de Fulboy (Farina; 2015) se lleva al barroquismo en Taekwondo, remarcando la discordancia con las formas que los protagonistas tienen de manejarse en el trato, sin necesidad de llevarlos a un amaneramiento que corra el riesgo de caer en la parodia. Por el otro lado, la historia de amores en suspenso ávidos de miradas anhelantes es un tratamiento recurrente en el cine de Berger, tanto así que la película comparte incluso un escenario con Hawaii (Berger; 2015). Ese choque de tratamiento sutil es el que mantiene el tono y el ritmo de toda la película. No es necesario el escándalo para alcanzar la emoción, las tensiones se manejan desde las zonas de roce entre los amantes y la pugna por desatar las pulsiones dentro del lugar copado de masculinidad exacerbada.
Si bien el ámbito cerrado no se muestra sofocante en el encierro, sino que, por el contrario, la libertad de estar aislado, recortado en un ambiente propio, les da a mayoría de los personajes la libertad de expresarse sin tapujos, la situación de “relax” contrasta con la tensión sexual reprimida. Esa libertad se ve rasgada por una doble prohibición interna: la del misterio ante el deseo del otro, y la impuesta por la mirada del grupo de amigos, prohibición que no se hace explícita pero aparece de forma latente en las constantes bromas de un macho a otro en cuanto a su sexualidad. El trabajo desde la puesta es tal que una misma situación transmuta al incorporar a un personaje diferente en la acción. Por ejemplo, la ducha compartida, el desnudismo, acto que desde la heterosexualidad se muestra como libertad absoluta ante el cuerpo del otro, se transforma en acto sexual tabú cuando se trata de los protagonistas con cuerpos como objeto de deseo. La cámara se muestra afanosa en recorrer esos cuerpos, con regulares planos cercanos a las entrepiernas de los personajes, exponiendo sus penes con la misma libertad con que ellos lo hacen frente a sus amigos. El deseo de tocar se representa a través del roce sutil entre los cuerpos de los personajes, impostando a la piel como ente omnipresente ante la cámara, cuidando siempre el encuadre para erotizar las figuras que capta.
Lo que importa es la imagen en tanto generadora de placer ante la imposibilidad del tacto, por lo que los diálogos son poco más que excusas para discurrir la mirada sobre el Otro. Por eso en el momento en que los protagonistas dialogan la cámara los toma por partes, los desnaturaliza cosificándolos, los recorre como objetos de adoración. Se detiene la acción para dar paso a la atracción, donde el impacto visual está dado por la piel al desnudo.
Fernando y Germán se relacionan de manera diferente a través de las miradas en relación a los demás. Cuando los diálogos se dan entre los otros personajes, la cámara se concentra en los rostros, cortando permanentemente entre primeros planos de uno y del otro.
Exceptuando contadas ocasiones, los diálogos siempre versan sobre cuestiones que tienen que ver con formas de relación sociales: noviazgo, celos y, sobre todo, sexo. Los heterosexuales tienen la libertad para expresarse sin tapujos sobre todas esas cuestiones, verborragia contrapuesta al secreto íntimo de los protagonistas; por lo que el sexo, que en los protagonistas se sublima a través de la cámara, en el caso del resto de los personajes lo hace a través del diálogo. Todo tópico se vuelve dócil de ser engarzado dentro de la temática sexual: al momento de hablar sobre el voto durante los comicios, un amigo interpela al otro regañándolo por haber elegido mal y le vaticina que “lo van a coger”.
El sexo devenido en pulsión escópica sublimante se muestra negativo para la concreción de lo buscado. En una discusión, un amigo llama peyorativamente al otro “voyeur”, tildándolo de perverso; el mismo personaje que antes declaraba: “Me molesta cuando confunden actor persona con personaje”, diálogo propio de Farina reflexionando sobre el medio, algo que ya había hecho en su ópera prima ya citada. La mirada es válida y productiva únicamente entre quienes se anhelan. Cuando Fernando y Germán están solos se crea un microclima de intimismo en el que eso oculto pugna por salir; atmósfera que se rompe con la llegada de un tercero. Germán no es expuesto ante la cámara, su cuerpo permanece vedado, secreto ante el misterio, no revelado nunca ante la cámara ni ante sus compañeros de vacaciones. El ambiente, tan vasto como vacío, es el que logra la libertad y la intimidad necesarias, logradas con la soledad absoluta, privadas de la mirada siniestra de un tercero, sea este interno a la película o externa a ella. Allí donde la intimidad se manifiesta, la cámara se apaga.
Acá puede leerse una nota de José María Gómez sobre la misma película.
Taekwondo (Argentina; 2016), de Marco Berger y Martín Farina, c/Nicolás Barsoff, Francisco Bertín y Gabriel Epstein, 105’.
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