Hace unos días miraba Al fin llegó el amor (1975), el musical de Peter Bogdanovich sobre los años ’30, los bailes de Fred Astaire y Ginger Rogers y las melodías pegadizas de Cole Porter, y me quedé pensando en el destino incierto que finalmente tuvo su carrera. Ya por esos años comenzaba a dar algunos tumbos en la taquilla y a los ojos de la crítica, tal vez porque su vocación de retratar la belleza de la vida no parecía acordar con modas y espíritus de época, y, sensible a sus amores o caprichos, filmaba historias llenas de ternura y melancolía en un mundo que se hacía cada vez más cínico y desencantado.
Siguiendo la estela de su obra –o tal vez de su desgracia- me encontré con la historia de Dorothy Stratten, aquella bellísima chica Playboy que se hizo famosa de un día para el otro por su tapa “Miss Agosto del 79” en la famosa revista de Hugh Hefner y fue asesinada por su marido al año siguiente, de un escopetazo en la cara. Bogdanovich la había conocido en una de sus tantas visitas a la mansión del conejito, donde se reunían varias celebridades de esa generación, desde James Caan hasta el veterano Tony Curtis, y –mientras filmaban juntos Nuestros amores tramposos– se enamoró de ella. Lo que vino después fue el horror y la tragedia; la figura de Dorothy se apagó en un torbellino de celos, sangre y locura, y la carrera de Bogdanovich se hundió irremediablemente. Como le contó a Peter Biskind en el libro Moteros tranquilos, toros salvajes, “cuando Dorothy murió asesinada, todo cambió. Eso no era una película, era la vida. Todos hacemos películas sobre asesinatos, pero lo cierto es que no sabemos qué significa. Solo creemos que lo sabemos. Pero cuando ocurre algo de verdad, algo real, y no hay manera de cambiar las cosas, de reescribir la escena, de volver a filmarla o a montarla, entonces uno se pregunta: ¿para qué sirve hacer cine? Porque esto sí era real. El día que mataron a Dorothy mi carrera dejó de importarme. Eso me quitó 10 años de vida”. Después vendría su libro The Killing of the Unicorn (1984) con su versión de aquella historia y, cuatro años más tarde, su matrimonio con la hermana menor de Dorothy, 29 años más joven que él. Más fracasos, más escarnio.
La muerte de Dorothy sobrevoló Hollywood durante un tiempo –como había pasado con el asesinato de Sharon Tate una década antes- y se hizo presente en todos y cada uno de sus miembros: en directores, productores, actores y hasta en los espectadores que, de pronto, recordaban que detrás de todo sueño de fama y éxito anida un trasfondo sórdido de soledad, muerte y desesperación. De todas las crónicas sobre el crimen y sus vericuetos, que se escribieron por aquellos años, fue el artículo publicado por Teresa Carpenter en el Village Voice – que terminó llevándose el premio Pulitzer- el que inspiró el decisivo epílogo de esta historia: Star 80 de Bob Fosse. Epílogo no porque clausurara la ávida recurrencia a los detalles de esa muerte, las causas y las derivaciones, sino porque retrató de manera única, y no por ello menos esquizofrénica, la inquietante perversión que se escondía tras la inocente apariencia de la industria del entretenimiento.
Despareja, estilizada y envolvente, la última película de Bob Fosse fue el corolario olvidado de una carrera fulgurante, concentrada en una década y cuatro títulos, que hizo del director y coreógrafo de Broadway un mimado en los ’70. Seducido por la decadencia en Cabaret, la autodestrucción en Lenny y la obsesión por la muerte en All that jazz –tal como lo escribió Roger Ebert en su crítica del Chicago Sun-Times-, Bob Fosse dió un paso más allá y optó por indagar sobre la oscura figura del asesino antes que presentar sus respetos por la víctima. Porque Star 80 no es la historia del ascenso y la caída de Dorothy Stratten sino la de su esposo y ejecutor, Paul Snider.
Ese proxeneta arrogante que vivía de sueños de fama incumplidos, esperando un golpe de suerte que nunca llegaba, conoció a una jovencísima Dorothy en un local de comidas rápidas e inmediatamente se obsesionó con ella. Ella fue su obra, su creación. Como un Pigmalión enloquecido aseguró que él la había inventado; lo gritaba a viva voz, con ese tono engreído y desagradable, mientras sus gestos grotescos y serviles lo condenaban a un desprecio unánime y angustioso que Fosse cristalizó en su risa iracunda y sus arrebatos violentos.
El Paul Snider que nos muestra Bob Fosse –increíblemente interpretado por Eric Roberts- es un mediocre arribista que vive de las mujeres, abusa de ellas, tiene un ego inmerecido, absurdamente patético y ridículo. Pese a ello, Snider intenta, en esa Vancouver que mira a Estados Unidos como su meta, hacerse un lugar, obtener el respeto de quien considera superior y parece haber llegado a la cima.
Star 80 se hace incómoda e inquietante porque asume el protagonismo del rechazado, del que carga con el desprecio, del que en el fondo siempre se siente al margen. Filmada en el mismo departamento donde se cometió el crimen, mientras el rostro angelical de Mariel Hemingway –una Dorothy idealizada- impregna las paredes de la habitación como retazos de un collage mortuorio, la escena del asesinato de Stratten aparece una y otra vez en la pantalla, recurrente y nauseabunda, como la locura de un artista enajenado. Un artista primitivo, criminal y arrebatado, que encuentra en la humillación propia y ajena, la única salida posible a esa oda trágica.
Star 80 (EUA, 1983), de Bob Fosse, c/Mariel Hemingway, Eric Roberts, Cliff Robertson, Carroll Baker. Duración: 103 minutos.
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