la_visita_Mauricio-Lopez-Fernandez_outplayfilms«Identidad como la jaula en la que te meten cuando naces o como el punto de partida de otra cosa«.

José Manuel Fajardo, Mi nombre es Jamaica.

La visita, una co-producción argentino chilena, es la ópera prima del director Mauricio López Fernández y parte de la premisa en la que se basa su corto del mismo nombre del año 2010. Los rituales de la muerte, siempre convocantes y capaces de alterar la cotidianeidad, las formas, el doble estándar, las apariencias y las grietas, se cuelan entre los murmullos y las miradas esquivas. La violencia se instala como una caricia. Madres, padres, hijos, patrones, sirvientes, niños, jóvenes, ancianos; todos cumplen el rol que les ha sido asignado en el marco de una casona señorial que, en el transcurso del relato, mostrará su decadencia, su «empioje».

Elena (la actriz transgénero Daniela Vega) llega a la casa en la que se crió para asistir al funeral de su padre, un ex-militar, y en dónde su madre, La Coya (Rosa Ramírez), trabaja como ama de llaves de una familia acomodada. Elena, que partió de ese lugar como Felipe, parece ser el secreto vergonzante mejor guardado de su madre, quién se disculpa ante su patrona, la Sra. Tere (Claudia Cantero) antes incluso de abrirle la puerta. Lo que viene después es el rechazo en los gestos, las miradas que no miran, los silencios, los murmullos.

La casa en modalidad velorio es un gineceo, el silencio solo interrumpido por los gemidos de la tía Nina, la anciana que ocupa la planta alta de la casa a dónde los niños tienen la entrada prohibida. El señor, Don Enrique, sólo aparece yéndose, escapándose. «Shhhh», le dice a su hijo mientras huye del llamado de su esposa. El otro varón es un niño, Santiago, que recorre con ojos de terror asombrado todo lo que lo rodea mientras es ignorado por los mayores. En palabras de la misma Teresa: “(Santiago) … algún día va a desaparecer y nadie se va a dar cuenta”; frase que es el reflejo de la propia persona del director, a la deriva entre los cuentos aterradores de la sirvienta, los disfraces en el cuarto de la anciana y la cacería de perdices, cosas de hombres, que es lo que comparte con su padre.

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Los niños, Santiago, sus hermanas, viven sus propias experiencias más o menos aterradoras sin formar parte del cuadro general que la película plantea.

En una entrevista, Mauricio López Fernandez, que también es responsable del guion, comentó que partió de una idea: «¿Qué pasaría, en una casa conservadora chilena, si este personaje que se fue como un hombre llegara, sin que nadie lo sepa, como una mujer a la casa donde se crió? Y ahí nació la idea: no pasaría nada. Como buenos chilenos, evitaríamos el tema, no lo enfrentaríamos, y trataríamos de normalizarlo lo antes posible.”

Y eso es lo que La visita nos muestra, los recursos que se ponen en juego «como si nada pasara», esperando que la situación se resuelva sola. Y aquí juega un papel importante el silencio: lo que no se dice es también un artificio, una herramienta, un arma que sostiene la moral de las apariencias encarnada en la señora Tere, sostén precario de este universo. Mientras en voz baja advierte a la mucama que «a la pieza de los niños no se meta (Elena), a la pieza no, con los niños no», estas palabras cargadas de violencia y rechazo se completan con la misma Teresa regalándole un pañuelo a Elena y poniéndoselo en el cuello. Ese gesto de afectada aceptación construye una de las escenas más siniestras de la película. «Tapate esa marca indisimulable, querido», parece decir, «que nadie lo note, mejor así».

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Elena recorre la casa como una presencia incómoda, nadie la nombra, nadie le habla. Su madre ni la mira y el cuerpo finalmente no da más y viste las ropas de su padre, las mismas que su madre sistemáticamente le ha preparado desde que llegó. Porque, en última (y primera) instancia Elena, como todos nosotros, sólo quiere que la quieran, que la miren, que la abracen.

Y éste es el tema que recorre La visita: la visibilidad de los ignorados, de los outsiders en el marco de una sociedad que, por conveniencia, egoísmo o ambos, elige no pensar en ellos. La ignorancia, el temor a lo desconocido, el terror al cambio, la muerte de un estado de cosas que nos resultaba cómodo. Por eso no es casual que sea la muerte del padre lo que convoque al encuentro y que sea lo que recorra toda la película. La muerte y la decadencia de esos valores -parámetros que se sostienen a ultranza aunque se caigan a pedazos- aparece metafórica y acertadamente retratada en la anciana quejumbrosa recluida en la abandonada planta alta de la casa y en los piojos que invaden las cabezas de los niños.

La visita es una película de interiores y ese es un gran acierto, no sólo por el peso específico del tema que aborda sino por el tono en que lo hace. Planos sobrios, encuadres que, en muchos casos, recuerdan a The Puppetmaster (1993) de Hou Hsiao-Hsien, donde una cámara fija se asoma a los ambientes y redimensiona las acciones que allí se producen, logrando un efecto visual potente y hermoso, con escasos planos generales y abundantes planos medios y primeros planos, con veladuras a través de espejos, cortinas, ventanas y planos paralelos que ponen en pie de igualdad las frustraciones y la gestualidad implícita en los rituales de clase de manera precisa. La señora Tere y Elena (en ropas de su padre muerto) se miran en sendos espejos empapados por la misma tormenta que arruinó el velatorio. Una iluminación «natural» sin estridencias y un sonido desprovisto de adornos construyen un escenario que, efectivamente, refleja esa tensa intimidad que convive con lo que no se quiere decir ni mostrar, los ritmos de la narración morosos y tensos evocan, en algunos tramos, a La ciénaga, de Lucrecia Martel. Y el guión logra traducir en imágenes la incomodidad de las conversaciones que se evitan, de los reclamos que no se hacen, de las verdades que se ocultan por el «qué dirán».

Sobre el final un atisbo de aceptación, que hubo que parirla, y La Coya ofrece a Elena una «faldita negra» para el entierro en lugar del traje del difunto que debería usar para «honrarlo». Este final esperanzador, un gesto simple y lleno de significado, es un comienzo para estas mujeres que, finalmente, se reconocen como tales.

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Algo similar pasa con la protagonista, la actriz transgénero Daniela Vega. El director Mauricio López Fernández comentó que se había encontrado “con una propia discriminación. ¿Por qué tratar a un personaje transexual como a un personaje transexual? Y ahí quise tomar el ejercicio de normalización que la sociedad hace a diario y usarlo a mi favor». Y este es el rasgo más político de la película, porque estamos frente a un tema que no ha sido muy abordado por el cine -recuerdo Transamérica de 2005 ópera prima de Duncan Tucker que abordaba la cuestión transexual pero, no casualmente, estaba protagonizada por una mujer: Felicity Huffman- porque, en última instancia es muy probable que Daniela Vega ponga en juego su propia experiencia para componer este personaje evidenciando el costo de la visibilidad.

En este escenario de la producción cinematográfica y el tratamiento de la identidad de género parece bastante lejano el día en que una actriz transexual pueda interpretar simplemente a una mujer y que su personaje no esté anclado a las implicancias políticas y sociales de su identidad, sino al abanico de vicisitudes que se juegan (que nos jugamos, todos) simplemente al ser, al estar en el mundo, en el tiempo que nos ha tocado vivir.

La visita (Argentina/Chile, 2015), de Mauricio López Fernández, c/Daniela Vega, Claudia Cantero, Carmen Barros, Paulo Brunetti, 82′.

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