“Una película de ciencia ficción que me impactó mucho es The road warrior (previamente titulada Mad Max II). Realmente me encantó, pienso que es una película fascinante. Representa un futuro verosímil, en el que puedo creer. Técnicamente, y en el plano de la imaginación, es una película deslumbrante».
J. G. Ballard.
El mundo es una carretera. Que el autor de Crash (1973), La exhibición de atrocidades (1970) y Hola América (1981), libros seminales de la distopía perversa y post-apocalíptica, haya definido a Mad Max como “la capilla Sixtina del punk”, es mérito suficiente para aumentar exponencialmente su valor como narración de ciencia ficción distópica. Ballard fue un escritor visionario que supo reconocer las psicopatías sociales futuras, mientras los sociópatas por venir poblaban sus relatos en los que planteaba no solo la pérdida de valores tradicionales reemplazados por extrañas turbaciones, sino también una especie de nueva patología traducida en cierta obsesión por los autos, la velocidad y los choques, una dialéctica carne-metal en la que el nuevo hombre solo podía saciar su apetito cuasi sexual con el automóvil, llegando al extremo de la muerte aberrante, ya sea atropellando a un transeúnte, acelerando y chocando en la carretera o volcando en una autopista.
Una de las primeras películas de explotación australiana –más adelante conocida como ozploitation gracias a una definición de Quentin Tarantino- incluía autos, velocidad, choques y violencia en el marco de una ciudad en decadencia. La película se llama The Cars That Ate Paris (Peter Weir, 1974) y si bien fue el primer antecedente de la influencia de Crash en el cine, es la trilogía Mad Max la que se lleva el mayor crédito: primero por ser la responsable del contagio y la explosión del ozploitation alrededor del mundo, y segundo por haberse ganado los sinceros elogios de un monstruo de la ciencia ficción como Ballard –parece que además Ballard quería que fuese George Miller y no David Cronenberg quien adaptara su controversial novela al cine-.
«Así como en Estados Unidos tienen una cultura de las armas, en Australia tenemos una cultura de los autos», declaró alguna vez George Miller en una entrevista. El director supo trabajar como enfermero en los años ’70, y recibió a cientos de heridos –cuando no cadáveres- en accidentes automovilísticos, en una Australia en la que parecía normal que conductores embebidos en una especie de frenesí de velocidad mataran y se mataran, noche tras noche. Se supone que cierto día presenció una batalla a muerte entre motociclistas por gasolina, en una estación de servicio que quedó destrozada, y eso fue lo que lo motivó a escribir la primera parte de la –ahora- tetralogía. La tesis del guión inicial era mostrar que los ciudadanos harían cualquier cosa (inclusive robar y matar) para mantener a sus vehículos en movimiento. El automóvil era un medio de vida y de obsesión.
Mad Max es un relato pre-apocalíptico que tiene como protagonista a Max Rockatansky –encarnando por un joven Mel Gibson- vigilante de las carreteras que, armado con su auto patrulla, recorre las rutas intentando mantener el orden en un submundo con unas fuerzas de seguridad legales sin poder y casi extintas gracias a un Estado, más que ausente, inexistente. Las bandas de motociclistas asolan la ciudad en busca del escaso combustible, la ley del más fuerte se impone como única regla, y la Main Force Patrol (MFP) es la encargada de hacer cumplir la ley en esa tierra de mucho polvo y poca cordura. Mad Max es una distopía violenta, claramente influencia por Crash y las películas de acción-persecución estadounidenses, pero con una clara identidad australiana y enmarcada dentro en ese fenómeno conocido como ozploitation. Parte spaghetti western futurista, parte relato pre-apocalíptico de ciencia ficción, Mad Max es una historia violenta y visceral, con un ritmo frenético logrado tanto gracias al montaje acelerado como a las persecuciones automovilísticas filmadas con pulso de acero y un atrevimiento que las coloca entre las más salvajes de la historia del cine. La película avanza merced a una estructura narrativa simple y llevada adelante por un protagonista que solo puede vivir avanzando velozmente en la misma carretera universal donde destruyeron a su familia y forjaron su destino como héroe vengador.
Si en Mad Max todavía se vislumbran restos de una civilización que se está desgarrando, con la MFP actuando como vigilante que resguarda con violencia esa fina línea que separa a los ciudadanos civilizados de los bárbaros que usan sus vehículos como armas mortales y la carretera asfaltada como campo de batalla y diversión, en Mad Max 2 (también conocida como El guerrero de la carretera) ya no hay línea divisoria ni civilización: los vigilantes ya no tienen razón de ser. No existe una carretera delimitada por el asfalto porque ya no es necesaria, porque el mundo entero es una gran carretera. Si la primera entrega era sucia, esta es puro polvo y mugre, metal, ruedas y violencia y desierto.
Mad Max 2 tiene una estética marcadamente retro-punk con influencias de los comics de Jean Giraud Moebius, y tanto artefactos como tecnología más cercanos el steampunk que al cyberpunk. Se mantiene y se exacerba el vestuario y cierta estética filogay que ya se percibía en la primera parte, mientras que la ciudad ya no existe más que como ruinas: las tierras baldías se lo devoraran todo y los automóviles, protagonistas fundamentales de estas dos primeras entregas –muchos de ellos atemporales, extraídos de la imaginería de George Miller y todo su bagaje cultural- se transforman en medio de transporte y hogar al mismo tiempo. Al fin asistimos al post-apocalipsis, en ese mundo-carretera desolado, donde se lucha diariamente por el agua y el combustible, con la aniquilación del otro como principal instinto de supervivencia. La carretera, que debería tener un destino, se disipa y no lleva a ningún lado, o mejor dicho, lleva siempre al mismo lugar: las “wasteland”, esas tierras yermas, inhóspitas, salvajes, en las que un errante Max buscará la redención al enfrentar nuevamente a las bandas de bárbaros motorizados para ayudar a un grupo de personas erigiéndose como su Mesías, recorriendo el camino del héroe arquetípico planteado por Joseph Campbell en su imprescindible ensayo «El héroe de la mil caras». El guerrero de la carretera se transformó por méritos propios en un fenómeno de culto, y fue por mucho tiempo –hasta la llegada de Fury Road– la mejor de la saga.
Mad Max 3: Más allá de la cúpula del trueno venía con una carga pesada a sus espaldas. Continuar con el nivel de sus antecesoras era un trabajo harto difícil, y más teniendo en cuenta el agotamiento del tema. Con un presupuesto más elevado y el estatus de culto que llevaba todo lo que tuviera el nombre Mad Max, George Miller se propuso hacer desaparecer completamente todo rastro de carretera alguna, Max ya no conduce ningún vehículo y asoma por primera vez el intento de restablecer algo parecido a la civilización por parte de algunos seres humanos. En esta tercera parte quizá no haya frenéticas persecuciones automovilísticas, ni violencia tan extrema como en las anteriores, pero sin duda ha dejado algunos personajes y elementos que quedarán flotando por siempre en el imaginario de la ciencia ficción popular: la cúpula donde se libran los combates, ese “jefe final” inmenso e idiota pero con una fuerza descomunal llamado Maestro Golpeador, y la estética punk post-apocalíptica. Posiblemente ese viraje hacia el relato de aventuras con un héroe más clásico, unos niños que parecen salidos del país de Nunca Jamás y la inclusión de una estrella pop a todas luces como Tina Turner (Tía ama), hagan de esta entrega la menos apreciada y la más olvidable de todas.
Sin embargo, la mayor diferencia que puede encontrarse con Mad Max 1 y 2 es la introducción de un sentimiento del cual éstas carecían: la esperanza. Esperanzas depositadas en la reconstrucción de la civilización, esperanzas en pos de un mejor porvenir, esperanzas en los niños, que son el futuro. Y ahí, anclado en ese sentimiento positivo, es donde posiblemente pierda gran parte de la fuerza motora que hacía de sus antecesoras unos bólidos de violencia acelerada e imparable, que no daban respiro ni tregua al espectador.
Así y todo, La cúpula el trueno era un cierre digno para esta saga de culto. Hasta que llegó Fury Road, y Mad Max volvió a sus orígenes.
Y por esto le estaremos eternamente agradecidos a George Miller.
Aquí puede leerse un texto de Paola Menéndez sobre la nueva Mad Max.
Mad Max (Australia, 1979), de George Miller, c/Mel Gibson, Joanne Samuel, Hugh Keays-Byrne, Tim Burns, 88′.
Mad Max 2 (Australia, 1981), de George Miller, c/Mel Gibson, Bruce Spence, Michael Preston, Virginia Hey, 96′.
Mad Max 3 (Australia, 1985), de George Miller, c/Mel Gibson, Tina Turner, Bruce Spence, Adam Cockburn, 107′.
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