Veintinueve años después de su última entrega, Hollywood apuesta a Mad Max y George Miller –gracias al dios del trueno- se hace cargo de imprimir otro capítulo mas de ese mundo harapo con sabor a óxido y olor a nafta quemada. Max (Tom Hardy) no pudo salvar a su familia y esa carga le pesa. Con una mirada cargada de esperanza y resentimiento contra la dictadura del hombre, Furiosa -la increíble Charlize Theron- tiene la misión de cruzar el desierto con una valiosa y particular carga, pero su idea es desobedecer y huir hacia su tierra natal, un lugar en el que la naturaleza fértil todavía resiste.
Miller construye en base a Max Mad 2 y, después de un breve prólogo, se suelta a un devenir de la acción continuo, rápido, brutal, donde nadie tiene mucho para decir pero sí para hacer, signo claro de otros tiempos. Tampoco le interesa el digital, salvo para lo imprescindible, en este caso borrar las huellas de sus dobles de riesgo que surcan las alturas montados en esos autos, motos y carromatos surgidos de algún taller del averno.
El auto pura sangre o muscle car tienen un aspecto agresivo; es un auto deportivo, coupé, generalmente de dos puertas. Es casi una invención yankee y fueron producidos con una identidad precisa desde los ‘60. En nuestro país, el Torino, el Dodge Polara GTX, la Chevy y el Ford Falcon fueron los más representativos. En la Mad Max de 1979 el joven Mel Gibson piloteaba un V8 -ocho cilindros en V- Ford Falcon XB GT (también conocido como Interceptor) de 300 caballos de fuerza con una velocidad final de 270 km/h. El vehículo fue construido solamente para el mercado australiano y Miller tallaba el carácter de ese motor todo poderoso en su saga.
Las tomas de aire -esas especies de chimeneas sobre el capot- buscan un balance térmico del motor a altas velocidades, más aun en medio de calores agobiantes. En definitiva, buscan un trajinar sereno y el máximo rendimiento en velocidad. Al principio de las persecuciones de Furia en el camino, los esclavos, esos calvos dementes que señalan el camión de Furiosa, que corre hacia el sol, como el norte de sus vidas, se ubican en el capot de sus bólidos, beben combustible y lo escupen por la toma de aire. Eso hace que por donde debiera entrar corriente y proporcionar un respiro todo se vuelva un infierno. La combinación del oxigeno, los gases del motor y ese flujo sorpresivo realiza una combustión mayor a la normal, que despide fuego por el caño de escape y le suma al coche unos cuantos caballos de fuerza más, al menos por unos segundos. Antes del asalto final, los dementes ríen desaforadamente mientras se pintan la boca de plateado con un aerosol alcaloide y chillan: “Se mi testigo”.
Eso mismo hace Miller, tensa las cuerdas del género de acción, expectora un flujo urgente al motor narrativo de su película con una edición aguda, montaje atropellado sin lugar a la ineptitud. Todo está perfectamente coreografiado y rítmicamente pensado. Armonía, melodía y cadencia para una puesta operística hardcore en base a ideas puramente cinéticas. Buster Keaton y El maquinista de la general sustentan una estructura vehemente que llega al punto de inflexión justo ahí donde el desierto se convierte en dunas y el corpulento camión vuelve como un balancín demente inyectado en anfetaminas. Furia en el camino no necesita diálogos, existe puramente en las imágenes, que son suficientes para comprender cuál es la realidad de sus héroes y villanos, sus deseos y sus miedos. Lejos de la pretensión, cerca de la diversión y el entretenimiento.
Todo había sido ya experimentado desde el inicio de la saga en 1979, pero este reajuste deja a más de uno culo para arriba. Con el ladino nervio de la narración tensado, más de un postmoderno debe preguntarse cómo hizo este viejo para darle mecha a este misil repleto de imágenes heavy metal, crudas. ¿Qué hace ese tipo sin ojos ejecutando una guitarra que lanza fuego, amplificada con un millón de parlantes que lo respaldan, mientras lidera las ofensivas con sus acordes graves que resuenan en la planicie parda del desolado desierto? ¿Y ese páramo virado al sepia, esas escopetas recortadas, las bellas y desesperadas esposas de Immortan Joe, un villano como hace tiempo no se veía en el cine, a cargo de un actor -Hugo Keays-Byrne- de mirada inquietante?
Violencia seca, sin regodeos ni lugar para el lamento. La lucha es continua y la cámara no se detiene porque no hay nada que contemplar. Miller decide que nada es más importante que la acción. La bocina del purgatorio no deja de atronar una y otra vez en esta maníaca persecución. Casi como si se tratara de un espejismo, en el horizonte se ven las hordas de trastornados conduciendo esos vehículos del demonio que vienen por nosotros.
Aquí pueden leer un texto de Paola Menéndez y otro de Marcos Vieytes sobre esta película.
Mad Max: Furia en el camino (Mad Max: Fury Road, Australia/EE.UU., 2015), de George Miller, c/Tom Hardy, Charlize Theron, Nicolas Hoult, Josh Helman, 120′.
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