Frente a una pantalla de televisión, el espectador puede darse el lujo de decir que está frente a un aparato bobo, frente a una pantalla de cine el que queda como bobo es el espectador, ya sea porque la película lo propone o porque él mismo se presenta como tal. Estreno, previa, expectativa, cobertura periodística, cintitas VIP… todo el glamour –así, en franchute- a la orden del agasajo hacia lo que se va a proyectar. Ya dentro de la sala, rumiantes pochocleros, fanático-dependientes del celular con tonos poco armónicos, inadaptados de tacos en el respaldo, y la clásica y nunca bien ponderada cháchara sobre la vida personal. Luego de 75 minutos de cacareo –cronometrados-, quien escribe solicitó a las cinco vecinas acaloradas que, por favor, le regalaran la dicha del silencio. El regalo recibido fue el dedito medio de la mano izquierda levantado e improperios similares a los que una podría escuchar en la popular de una cancha barrial, sumados a la amenaza de poner en riesgo mi integridad física a la salida; actitud que mezclaba el punk con El Chavo del 8, y demostraba que el garbo de afuera poco tenía que ver con la fauna de la sala. Todo era una máscara. Esa misma máscara es utilizada por Tuya.
La película comienza con un plano típico del cine noir clásico: faroles nocturnos de luces grises que buscan abrirse paso entre brumas espesísimas. Luego aparece el auto, las calles mojadas por la lluvia, las pisadas entre tinieblas, la música grave, el montaje vertiginoso, y los guantes… de goma. En la primera toma, los guantes son de tela blanca, como los esperados en cualquier película del género policial, pero luego se presentan azules y de látex porque pronto entendemos que la femme fatale ha devenido en ama de casa y ha cambiado su fatalidad por la sumisión reverencial hacia el marido que ve como sustento. Se enmascara como noir para proponer una negación en forma de parodia de los tópicos del género, a través de clichés y su hiperbolización; artimañas que rebotaron contra espectadores jocosos en risas de lo más sonoras, aunque claro, podría ser simplemente otra excusa de las amigas colindantes para utilizar sus perseverantes cuerdas vocales.
La puesta en escena aparece en forma de relato sobre el relato: Inés (Andrea Pietra) es narradora y a la vez creadora, porque el artificio parece justificarse como la visión de una psicópata, que elabora realidades, quizá, con el objetivo de librarse de las tareas diarias. El crimen y la aventura como escape de la vida cotidiana. Este personaje piensa para sí mismo y le cuenta al espectador algo así como “¿Cómo puede una ocuparse de lavar la ropa o encerar los pisos cuando tiene algo tan importante que hacer como encubrir un asesinato?”. Personaje que, además, maneja el lenguaje del género: habla de coartada, pruebas, móviles, y propone diversas hipótesis. Una fachada que dialoga reflexivamente sobre el acto creador y el artificio que se muestra, sobre todo en el maquillaje poco natural de los cadáveres –no porque haya yo matado gente o me haya codeado con occisos, sino tomando como parámetro otras ficciones en donde los efectos especiales se muestran “naturalistas”-. La trama es en sí un juego de mentiras: el marido, la esposa y la hija guardan secretos contra los que luchan para preservar una dinámica de relaciones frías y aisladas. En ese sentido, la identificación con los personajes se torna imposible y contribuye al extrañamiento ficcional en forma de distanciamiento.
Las relaciones familiares no se presentan con ánimos afectivos: Inés no busca mantener al marido para preservar la unión familiar, sino como de posesión, que se repite en las amantes de Ernesto. El triángulo conformado por los miembros de la familia tiene su contrapartida en el triángulo amoroso de los protagonistas, casi devenido en cuarteto. La familia como valor no tiene peso: el marido infiel, la hija invisible para sus padres y para el padre del hijo que espera, la sobrina que pasa de buscar a la tía a acostarse con el principal sospechoso de su crimen. La muerte es la forma en la que mejor se expresan esas relaciones, porque como en todo policial, es lo más importante. La muerte tiene su contrapartida en el nacimiento del nieto, pero no se sabe qué rol juega en la evolución –si es que existe-, de los personajes. El cliché amagaba con la pedagogía, pero no cumplió la amenaza. Por el contrario, no hay clausura que no sea la que viene en forma de reflexión sobre el medio y la representación, que vale aclarar, no es contundente.
Máscaras y carnaval. De la feria venimos y a la feria vamos: lo extraño lo pone la pantalla, los fenómenos grotescos el espectador. Pero al final un pase mágico de la pantalla, que ya se había propuesto a exhibir los títulos, levantó mi ánimo: estaba musicalizada con Corazón mentiroso. Porque claro, todo era una mentira.
Tuya (Argentina, 2015), de Edgardo González Amer, c/Andrea Pietra, Jorge Marrale y Juana Viale, 94′.
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