Un camino implica un recorrido, una travesía y una sucesión de elecciones –todo camino, al fin de cuentas, se cruza con otros, se abre en diferentes direcciones, se bifurca y se retuerce sobre sí mismo. Un recorrido involucra, más que un presente, un pasado. El presente es Carlos Masoch, ese hombre que ha pasado los 60 años y que vive en un “cuchitril de Vila Crespo”; ese nombre que para unas amplias mayorías quizás no signifique nada, despegado de un alter ego construido en el pasado. Masoch fue en ese tiempo hoy remoto del que han pasado tres décadas, Douglas Vinci, reverendo radiofónico, parte disfuncional de la disfunción que en su momento fue Radio Bangkok, desquicio matinal irreverente de la Rock & Pop original.

Eso es el pasado. Una marca de fuego que lo trastoca todo. Mejor aún: un fuego que arde con una intensidad casi maldita hasta que la erosión de los años –tormentas, diluvios, vientos- va reduciendo las llamas a expresiones laterales. Masoch sabe que revivir a su alter ego no alcanza para recuperar antiguos esplendores, y siguió siendo, a lo largo de todos los años que se mantuvo alejado de los espectros mediáticos, el mismo Masoch que fue antes del big bang: una llama que sobrevive aliada a la pintura.

Masoch, el camino del perro se interesa menos en recuperar la historia del personaje que por tratar de entender cómo nos relacionamos con nuestro pasado, cómo aparece una y otra vez en nuestras vidas como una marca tiránica, obsesiva. Ya la premisa que articula todo el registro establece la singularidad de esa irrupción de lo pasado: Masoch está preparando una muestra retrospectiva de su obra en una galería de arte y para ello intenta recobrar, como préstamo, algunas obras que ha vendido o regalado a amigos y fieles compradores habituales. Recupera el pasado diseminado en las casas de otros, que no implica solamente el cuadro como soporte físico. El cuadro está ligado al recuerdo, a la relación que se fue entretejiendo con los años, y a la significación de esos cuadros –como parte de series, obsesiones o reiteraciones- para el autor.

De allí que ese pasado como punto de origen se multiplica en el documental. Un hombre que pinta espacios abiertos sin salir de su casa, que dice pintar “paisajes de la cabeza”, está recurriendo a imágenes previas. Ya se trate de la serie de “covers” en la que toma fragmentos o realiza variaciones sobre pinturas de autores reconocidos, o de esos bosques atravesados por ríos o arroyos, en ellos yace el tiempo como pasado. Simbólico, como en esa pintura en la que el río arrastra los relojes antiguos. Explícito, como cuando alguien dice que la pintura de Masoch está referida a un imaginario social situado entre las décadas del 40 y del 50 –y por eso nos recuerda tanto a las de Daniel Santoro-: “un tiempo pasado donde todo se detiene y es un tiempo mejor”.

Pero también hay pasado en las recurrencias de una parte de sus obras desde lo temático. No solo la fijación en la niñez. También esa elección de pintarse a sí mismo dentro del cuadro, como observándose desde afuera, y cuando aún era un niño o un joven. Y por sobre todo, la mayor influencia. Masoch señala que el cuadro que lo inspiró lo vio a los 11 años por primera vez en una muestra en el Museo Nacional de Bellas Artes: El incendio en el colegio jasidista de Minsk, 1713 de Roberto Aizemberg es según el propio Masoch, “algo que te persigue toda la vida”. Algo que se reproduce a lo largo de los años, en pinturas de incendios, casas de las que brota un humo indescifrable, producto de un fuego que siempre queda oculto a los ojos de quien mira.

En el personaje Masoch no parece haber presente, y mucho menos futuro. No impulsan en esa dirección ni la muestra que se va armando ni la acaso cruel referencia de su entorno de que cuando pase a la posteridad, solo allí, en ese futuro incierto que no podrá ver, será un pintor Clase A –algo tan propio de nuestra cultura necrofílica. Su trabajo se articula, vuelve, una y otra vez, sobre lo que fue otra cosa. Sus pinturas hechas en retazos, recortes de telas desechadas por amigos pintores cuando arman sus bastidores. O en la base de las cajas de ravioles. Sí, el camino de la pobreza que es el camino del perro en la cita de Van Gogh que cierra el documental, pero por sobre todo, la necesidad de trabajar sobre lo que fue otra cosa, transformándola. Y si en algún momento establece un interesante trayecto en el que el pensamiento, la idea, quedan subordinados a lo que se expresó en la tela –de nuevo, el pasado como forma de trabajar sobre el presente-, una dimensión más de esa transformación asoma como referencia. Masoch habla del pentimento del Renacimiento, ese momento en que el artista se arrepiente, revisa el pasado, lo raspa, lo modifica. Pone en una dinámica un objeto aparentemente inerte, quieto. Lo distorsiona.

Masoch, el camino del perro logra sostener esa referencialidad con el pasado, insertando imágenes de aquel Masoch y su alter ego, en la radio, en alguna vieja muestra, en la televisión, en aquella famosa visita de rockers a la Casa Rosada en los tiempos iniciales del menemismo, en videos caseros. Respetar las características de la imagen en vhs no es un efecto oportunista sino coherente con la necesidad de percibirlo como un personaje, una imagen y una voz, que vienen del pasado. Pero a la vez, al no centrarse en el archivo como parte del recuerdo, sino sosteniendo el pasado en referencia con la obra, se desmarca de la necesidad de dar cuenta del personaje y de explicarlo. Masoch llega al final de una película que reafirma su imposibilidad de encajar en ningún sitio y que lo muestra, explícitamente, eligiendo estar más a la deriva que al filo de una cornisa, opciones que él mismo señala como bifurcaciones posibles de un camino de difícil aceptación pública.

En algún momento de la película, Lalo Mir, viejo compinche de aventuras, recuerda los tiempos de Radio Bangkok y la fama que se derivó de allí, diciendo que esos tiempos de trabajos en continuidad hace que se vean como una película en la que no se puede distinguir del todo qué se hizo en cada momento y lugar. Masoch, el camino del perro, coherente con esa idea no pretende reordenar las piezas sueltas. Lo importante, a fin de cuentas, es que logra establecer lazos entre ellas que nos permiten comprender de qué manera aquel pasado han hecho a este hombre que aún es presente.

Masoch, el camino del perro (Argentina, 2014), de Pablo Doudchitzky, Carlos ‘Douglas Vinci’ Masoch, Lalo Mir, Bobby Flores, 70′.

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