El nombre de la película y la primera y extensa escena lo dicen todo: hay una mujer, hay una localidad serrana, un camping, un auto y un hombre; la mujer dentro del auto sufre y tiene un ojo morado; el hombre -su pareja- está afuera y, mientras intenta armar una carpa y habla con la mujer, demuestra que es un ser violento y repulsivo. La mujer no quiere salir del auto. El hombre quiere sacarla. Todo se vuelve “adentro” y “afuera”. Intimidad y fachada. Todo se vuelve sufrimiento condensado. Todo se vuelve una imposibilidad: drenar, expulsar, expresar ese sufrimiento condensado.
Tutuca -la protagonista interpretada magistralmente por la cantante cordobesa Mara Santucho- sufre. Sufre terriblemente. Pero no lo demuestra a no ser por la expresión compungida de sus ojos. Todo en ella es intimidad, es represión. El lugar donde acampa con su pareja es un bosque, lóbrego, donde la luz se filtra apenas de casualidad y donde ella parece esconderse de él en caminatas y sentadas con la mirada perdida y el cigarrillo consumiéndose. Tutuca rara vez dice algo: apenas se comunica con su madre -que la viene a visitar- y su hermana menor, Cocó, con la que pelea como una nena por cualquier cosa; apenas se comunicará con su pareja también y, cuando lo hace, es con vergüenza, resentimiento, reproche, miedo y odio.
Acá es donde la película de Luque sienta su primer paradigma: el odio es lo presente, el odio es lo residual, el odio es lo que marca los adentros y afueras, el odio es lo que pone en relación a ese puñado de personas que se detestan y se quieren al mismo tiempo, y el odio es lo que Tutuca recibe desde afuera para llenar su doliente adentro: por ello el 90% de la película está filmada en primerísimos primeros planos donde en las caras, las miradas, las arrugas de los rostros se muestra un universo interno negro, flagelado, altamente quejumbroso, violento, dolorido.
La madre de Tutuca -interpretada correctamente por Mariana Briski salvo su sobreactuada imitación del acento cordobés apenas comparable al de Rodrigo de la Serna en Diarios de motocicleta- esconde y encubre la situación (obvia) de su hija, la maquilla; Cocó también, aunque de manera más infantil… Ambas son cómplices de un golpeador que encima les coquetea sin el menor tapujo… Ambas, quizás -aunque la película nunca lo dice-, provengan de una familia donde la naturalización del abuso es lo común. Ambas, por la razón que sea, no hacen nada por Tutuca, y Tutuca se resigna a ello a pesar de que las busca, de que les pide ayuda en silencio. Las tres tienen el mismo color de ojos y, por momentos, la misma mirada. Acá la película de Luque juega su segundo paradigma: la violencia es algo que se sufre y se vive, pero no se denuncia.
Y allí es que el Salsipuedes se vuelve un Sal, si puedes: salir de ese mundo negro de abusos y complicidades, de humillaciones, de infelicidad y de intimidad corrompida no es un mandato si no una condición: una condición que depende meramente de la voluntad de quien sufre; de la voluntad de Tutuca para abandonar a su pareja golpeadora y al sinfín de vejaciones a las que es sometida desde el inicio de la historia.
Filmada de manera puntillosa y por momentos bastante “sukoroviana”; con dejos poderosos de impresionismo (el uso de la luz en la película es un detalle interesantísimo de este director; más si uno tiene en cuenta que es su opera prima) y atmósferas realmente opresoras, Salsipuedes es una película inteligente, visualmente impecable, con actuaciones sobresalientes (la de Marcelo Arbach también es memorable) donde, en su final, el film se juega la metáfora misma (¿el mensaje?) por el cual la moral y lo moral en la violencia de género -en la violencia en general- potencia su encrucijada “foucaultiana” mas irresoluta: cuando somos víctimas de alguna violencia, ¿lo somos simplemente porque alguien nos violenta o lo somos porque en realidad dejamos que nos violenten?; es decir, ¿somos víctimas -¿pasivas?- de alguien más o, simplemente, víctimas de nosotros mismos, de nuestras propias limitaciones, de nuestro condicionado poder de voluntad?
Salsipuedes (Argentina, 2011), de Mariano Luque, c/ Mara Santucho, Marcelo Arbach, Mariana Briski, Camila Murias, 66’.
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