Rock Dog cuenta la historia de Buddy, un perro criador de ovejas enamorado de la música que se va del hogar en busca de su destino. En la historia del cine de animación (y en la del de carne y hueso también) esta anécdota que deviene en camino iniciático, o en búsqueda del ser, podemos encontrarla hasta el hartazgo. Lo interesante, en este caso, no es la anécdota en sí si no lo que el director hace con este material que, a primera vista, podría ser trillado.
Es entonces en la forma, antes que en el contenido, donde se observan las virtudes de Rock Dog. Sin ir más lejos uno podría trazar un paralelismo con Moana (el engendro moralizante de Disney con el que se intenta introducir a los niños en la culpa y el tedio ya en la segunda mitad de la segunda década del siglo XXI). En ambas películas los protagonistas rompen la tradición familiar y salen al mundo, pero si en Moana lo que brilla es la culpa y la melosidad (que nunca pero nunca debe confundirse con el melodrama) y unos personajes secundarios de mero relleno, en la historia central de Rock Dog lo que destaca claramente es el disfrute para el espectador, disfrute devenido en agilidad y gracia en el relato y en unos personajes secundarios que nunca son accesorios sino que operan remarcando y apoyando las desventuras del perro protagonista. La confianza de Ash Brannon en los materiales que tiene para contar, y en cómo los quiere contar, rompe con la lógica de lo fragmentario que puede ser un problema, en el cine de animación contemporáneo, cuando la historia de base no es lo suficientemente potente como para alcanzar un sentido totalizante o cuando ese sentido es tan abarcativo y asfixiante que ahoga al propio relato convirtiéndolo en mera alegoría o fábula moral.
Una buena película siempre es una buena película porque hay algo armónico que fluye y que hipnotiza, algo que sumerge al espectador en ella desde el inicio hasta el final. Bioy Casares decía que un buen novelista es el que logra que no se observe la voz del narrador en la historia, es decir que la historia sea la única protagonista, y este ideal está claramente plasmado en Rock Dog. La historia del perro que busca su destino y rompe con el mandato filial podría haberse transformado en un vía crucis culpógeno reproduciendo esa tradición fundacional del cine de animación tan propio de los estudios Disney. Sin embargo, ahí es donde Rock Dog se desliga de ese linaje, pesado desde lo simbólico, para transformarse en una road movie -con una muy buena banda de sonido- en la que Brannon se apropia de los géneros, los licua y los mezcla potenciando a los personajes y dotándolos de notable humanidad. Es ineludible, en este sentido, el aporte de ese planeta luminoso llamado Pixar que existe hace más de 20 años, y no es casual que Ash Brannon sea el codirector de uno de los hitos de la factoría como es Toy Story 2. La trilogía Toy Story es un ícono que ha trascendido el mundo de la animación y su impacto llega a películas de otros estudios como, por ejemplo, la reciente La vida de las mascotas, en la que también prima la narración de la historia y no la suma de secuencias episódicas con chistes encadenados entre sí que sirven para tapar los agujeros del relato (un ejemplo de este cine fragmentario es la exitosa y zonza Los minions).
En el inicio de la película, quizás con el afán de reproducir tal cual ese mito iniciático de Sujeto (“con mayúsculas”) que busca su destino, se peca de cierta candidez cercana a la repetición de un mero estereotipo; sin embargo, pasado ese momento inicial, el relato se desenvuelve con soltura y crece la acción de manera irrefrenable. Además de Buddy, el perro que descubre la pasión cuando una radio en la que suena un rocanrol le cae del cielo, están los amigos sinceros que encuentra en la gran ciudad y las ovejas y su humor absurdo. Otros personajes notables son los lobos que persiguen al bueno de Buddy en su derrotero por la urbanidad (aquí la reconstrucción en clave humorística del film noir es notable, sobre todo por la gracia y agilidad que esta subtrama le agrega a la principal). También está el gato encerrado en su gran mansión, que reproduce el estereotipo del rockero «a la Pomelo», y que tiene una interesante conexión con la canción de Los Ratones Paranoicos, Ya morí. Ese rockero careta, que vive encerrado en una mansión simulando algo que definitivamente no es, resulta una feroz crítica a una industria musical que en la actualidad, salvo alguna honrosa excepción que confirme la regla, es ni más ni menos que eso: una industria sin alma que solo reproduce formulas vacías para tener éxito, e imágenes de una rebeldía prefabricada.
En definitiva, al mundo del rocanrol le hacen falta más Buddys y menos gatos estrellas, como al cine americano le hacen falta más películas con menos moraleja y más ideas visuales y personajes bien construidos que conmuevan desde la simpleza. Rock Dog es la prueba de que alguien entendió que buscar nuestro destino no tiene que ser necesariamente una carga si no que puede ser ni más ni menos que una elección.
Rock Dog (EUA, 2016), de Ash Brannon, 80′.
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