En el básquet, el bloqueo es un movimiento que a pesar de su apariencia –en tanto quien bloquea suele no estar en contacto con la pelota- tiene características ofensivas. Implica liberar una zona de una marca rival o interrumpir una posible persecución o marca con el cuerpo, para generar espacios libres para que un compañero pueda anotar. Un posible equivalente del futbolero “jugar sin pelota”: pero aquí, más que una maniobra distractiva, implica interponerse entre un rival y un espacio para que éste quede liberado. Involucra al cuerpo establecido en un lugar limitado para generar un espacio vacío.

A Fabricio Oberto parece obsesionarlo solamente el bloqueo. Lo vemos enseñarlo cuando juega con los chicos del club de Bahía Blanca. Lo vemos presionándolo a Wolkowisky cuando hace unos tiros en Lanús. Y hasta lo menciona cuando Sconocchini, otro de sus compañeros de la selección intenta enseñarle a jugar al paddle. Pero el bloqueo como forma es algo más que un elemento constitutivo del deporte: es una forma de relacionarse con el otro, de entrar en contacto, de desarrollarse como persona. No en el sentido literal de bloquearse en tanto tal, sino por esa cuestión de “jugar sin pelota”, de moverse para que el otro pueda seguir anotando. De sacrificarse, en definitiva, en pos del conjunto.

Por lo general, el bloqueador suele no ser un tirador efectivo, no suele ser un goleador, pero es esencial en el juego de conjunto. «Es el que sabe lo que hay que hacer para ganar», grafica alguien en el documental, como una síntesis posible para definirlo. Sin embargo, ese conocimiento de las necesidades del juego, cuando se pasa al otro lado, no alcanza como posible resolución. Y de todas formas, Oberto entiende que tiene que seguir jugando. Tiene que seguir bloqueando para que el otro pueda seguir anotando.

Hay una pregunta en el comienzo del documental que le hace Rubén Magnano, ex técnico de la selección nacional. “¿Vos querés volver a jugar?”, le dice. La pregunta tiene una respuesta que en ese momento parece tibia, más cercana a una excusa que a la realidad (“No puedo dedicarle todo el tiempo que le dedicaba antes”). Será recién en el momento en que visite a Montecchia, que la pregunta se responda de manera espontánea: “No puedo jugar, no me da el físico”. Entonces, Oberto aparece en el documental como un personaje en busca de su propio destino: está en un limbo, en un estado intermedio entre el jugador en actividad y el retirado. Porque lo que no hay es un cierre definitivo de una etapa y la apertura de una nueva.

Ese elemento se liga con el título del documental. El Reset entonces adopta una doble acepción. La primera es puramente física: cuenta que a consecuencia de una arritmia, fue “reseteado” ya tres veces. El reseteado implica “apagarlo”, “desconectarlo” de sus funciones vitales por un par de segundos, para reiniciarlo. La segunda está ligada a otros aspectos más ligados a lo psicológico o lo emocional: resetear como recomenzar la vida después de la vida de jugador de básquet. Si la primera se resuelve en una instancia médica que le es ajena, la segunda lo involucra directamente en las decisiones, pero es justamente lo que falta resolver.

De allí el recorrido que despliega Reset. En una mirada superficial, parece seguir una especie de gira en la que Oberto visita a su extécnico de la Selección y a sus compañeros de lo que se llamó La Generación Dorada. Todos de una edad semejante, la mayoría de ellos ya ha dejado la práctica profesional del básquet –la única excepción es Luis Scola, aunque en el momento en que se encuentra con él, no tiene club en el cual jugar-. Pero el encuentro de Oberto con ellos no está marcado ni por la remembranza de lo compartido, ni por el recuerdo de lo pasado en conjunto (en todo caso, esa es una dimensión secundaria que surge de manera inevitable). No hay un elemento explícito, pero a partir de esa pregunta de Magnano, el recorrido de Oberto está signado por la búsqueda de un conocimiento que se le escapa, que todavía no está al alcance de sus manos. Casi de manera imperceptible, con sutileza, la seguidilla de viajes y reencuentros plantea la forma en que unos y otros compañeros fueron llegando a la instancia de dejar de jugar. En algunos de ellos, la cuestión aparece desde alusiones laterales –la referencia a las lesiones recurrentes, por ejemplo-; en otros, la situación se pone en primer plano –la participación del propio Oberto en algunos partidos de despedida de sus viejos amigos-. Es como si en cada paso de ese camino, Oberto se estuviera preguntando cuál es la forma, no para dejar el básquet –de hecho lleva cinco años sin jugar- sino para cerrarlo como etapa de su vida y pasar a otra instancia.

Lo interesante es que el relato no se reduce a ese recorrido más o menos lineal, más o menos lógico, sino que establece continuamente contrapuntos que permiten entender el motivo de esa búsqueda. Mientras los encuentros con sus compañeros se establecen desde una situación de relax y disfrute –que va de los que se dedican a la enseñanza del básquet a los chicos como Pepe Sánchez y Rubén Wolkowisky a los que se retiraron como quisieron como Andrés Nocioni y Emanuel Ginóbili, pasando por los que encontraron otras pasiones como Carlos Delfino o Sconocchini-, esas instancias que van anudando los viajes se mueven continuamente, como si hubiera un impulso irrefrenable que le impide la quietud. Quizás lo que más se acerca a esa descripción del personaje es cuando Carlos Delfino rememora su experiencia personal. “Es como si te sacaran una parte del cuerpo” dice sobre el retiro. Y deja sus sensaciones personales sobre ese momento cuando dice que necesitaba “salir a competir en cualquier cosa”. En Oberto, esa necesidad de competencia se encuentra despejada, pero es suplantada por la necesidad de hacer algo. “Buscar compromisos que me generen presión” como dice en su diálogo con Pepe Sánchez. “La necesidad desesperante de transpirar haciendo deporte” como define Ginóbili de su ex compañero. Como si el mundo no pudiera detenerse, Oberto sigue en esa espiral de adrenalina y presión que sostenía en sus tiempos de jugador. Los demonios internos a los que alude en un par de oportunidades lo llevan hacia la aventura y el riesgo. Atravesar en moto los desiertos africanos. Hacer cumbre en el Himalaya. Seguir con la actividad física en el gimnasio de manera continua y habitual. Ensayar y tocar con su banda, Los New Indians (de la que forma parte Raly Barrionuevo). Hay dos momentos que resumen de manera elocuente a ese Fabricio Oberto. Uno es el relato que le hace a su profesora de canto de todo lo que hizo en un fin de semana –manejar más de 3 mil kilómetros y ensayar y tocar con la banda entre otras cosas-, como síntesis de esa imposibilidad de parar. El otro es el momento en que enseña a los chicos de Bahía Blanca cómo hacer un bloqueo: allí no enseña simplemente, sino que está jugando, participa desde adentro como si siguiera siendo un jugador.

El Reset del título entonces se resignifica. La referencia a las cuestiones médicas quedan en un segundo plano, porque lo que interesa es entender que lo que busca Oberto es la forma de aplicar ese reset a su vida: desconectarse para volver a arrancar. El recorrido entonces es una pregunta que no encuentra una respuesta concreta en los otros, porque solo puede hallarse en la propia persona. La escena final se escapa del documental en todo sentido. No hay espontaneidad posible, en tanto la escenificación neutral –el personaje solo hablando a cámara sobre un fondo negro- remite a lo preparado, a lo que necesita ser dicho. Pero está claro que esa escena no responde la pregunta ni encuentra la solución. En todo caso, debe verse como una apuesta a futuro, un camino que solo los hechos demostrarán si fueron cumplidos. Pero eso, la respuesta, eludida por su imposibilidad de concreción inmediata, ya no es el tema del documental. Quizás en el futuro lo sea de algún otro. 

Calificación: 6/10

Reset : Volver a empezar (Argentina, 2020). Dirección: Alejandro Hartmann. Guion: Iván Tokman. Fotografía: Pigu Gómez. Montaje: César Custodio. Duración: 77 minutos. Disponible: Cine Ar Play.

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