“No te preocupes, después de todo es nada más que una película”, dijo Alfred Hitchcock a una de sus actrices protagonistas, angustiada porque no encontraba en su memoria emotiva los estímulos para construir su personaje.
Lo mismo podría haberle dicho algún espectador a este crítico indignado (categoría definida y denostada por sospecha de excesivo compromiso moral, desde alguno de los centros de poder de la crítica) al salir de la proyección de Trash: Deshechos y esperanza, según el sobreabundante título local. Una película más, portadora de los peores hábitos de la coproducción que el cine brasileño parece haber adoptado con entusiasmo: la miseria como color local, resultado de algún capricho de la naturaleza y no de las decisiones de los poderosos; los nativos que viven en la indigencia como en un estado adánico, rodeados eso sí por una legión de caínes dedicados a controlarlos. El sol y el calor acompañan siempre a la miseria; los coproductores europeos no han descubierto aún que más al sur el frío también asola a las villas, callampas y poblaciones. El frío no vende, no hay heladeras en las favelas ni nieve en los cantegriles.
Estamos en una favela de Río de Janeiro, construida en torno a un basurero enorme; basura y aguas servidas, hábitat de garotos miserables amparados apenas por un cura o pastor alcohólico (Martin Sheen, gordo, viejo y cansado, qué pena) y una especie de trabajadora social que les enseña, inglés por supuesto. La producción no se fija en gastos, hay basura por todos lados, mugre, roña, toneladas de desechos sin discriminar, orgánicos e inorgánicos para los menesterosos que viven de ellos. Tampoco hay sorpresas, allí en donde el espectador espera una rata, habrá una rata, allí en donde una piel negra deba escamarse por la contaminación, habrá una escama.
Hay tres niños que encuentran una billetera con algo de dinero más una llave que abre una puerta a algún negocio sucio; los niños serán acosados desde entonces por la policía corrupta que debe recuperar la llave y el negocio oscuro para el político, corrupto, que los manda. Los garotos tienen la sabiduría de la rúa (calle en portugués, por si la aclaración es necesaria, nada que ver con el perverso polimorfo y atildado ex presidente local) por eso saben eludir las ráfagas de Uzi y torturas policiales; pero, además, pese a que su ámbito de vida ha sido la basura, el abandono, el hambre y demás calamidades de la pobreza, estos chicos tienen un sentido ético impoluto que solo pueden haber adquirido –según las posibilidades que ofrece la película- gracias al cura alcohólico y la teacher misionera, sajones ellos, por lo tanto ajenos a la basura de la corrupción, tan tercer mundo, se sabe. La moral sale muy bien con el inglés últimamente. Por eso una vez colocada la llave en la cerradura apropiada, recuperan el botín y lo distribuyen mediante una especie de piñata gigantesca entre los pobres del basurero; plata caída del cielo, un Milagro en Rio para que los indigentes se desesperen y se la disputen entre ellos; nada de fomentar la solidaridad, fundar una cooperativa, alguna escuela o centro de salud (en Caballos salvajes, Marcelo Piñeiro, un precursor, utilizó igual recurso para repartir dinero mal habido; como el dulce de leche y la birome el derroche de plata sucia entre los pobres también parece ser un invento argentino).
En su particular camino de justicia distributiva los garotos se han entrevistado en la cárcel con un hostil presidiario que resulta ser un luchador contra la corrupción y mentor de un infiltrado en la organización mafioso-política que domina el alcalde carioca, malo y corrupto que tiene una única virtud: la de explicar a cámara cómo anota en asientos contables sus latrocinios para no dejar huellas informáticas. El infiltrado ha sido asesinado pero antes guardó la plata y la contabilidad maligna en la tumba de su hijita, que no está muerta, que vive en el cementerio y se aparece a los garotos justicieros en una escena con amenaza de realismo mágico para ser solo una disparatada vuelta de guión, destinada a unir a huérfana y expósitos. Todo es así de confuso y a nadie parece importarle. Los garotos y la huérfana filman un video de denuncia que viralizan en Youtube y se van, con parte del dinero robado a los ladrones, a una playa paradisíaca y anónima a disfrutar de su audacia de precoces robinhoodes. Hasta aquí –y es el final- todo bien o todo mal según se vea; para mí una verdadera porquería hecha con desgano y sin respeto por un director “prestigioso” como Stephen Daldry. Pero el verdadero motivo de mi indignación fue el instante previo a ese the end: el pueblo brasileño lanzándose a las calles a reclamar el fin de la corrupción, millones de personas a las que vemos en emisiones de cadenas de TV norteamericanas. Estas escenas, documentales, son las de las marchas de la opo brasileña en el pasado 2014 en contra del gobierno de Dilma. Una oposición que como aquí encuentra en la corrupción la causa única de sus males, que con hipocresía la atribuye en exclusividad al gobierno popular del PT, y que –como aquí- mezcla la hipocresía con el resentimiento, el racismo y el odio de clase, desprecio y miedo hacia los que se asoman a la justicia social. La trampa, que conocemos bien, es atribuir todos los males a la corrupción política y desligarse de ella como si la hubieran inventado los gobiernos populares; hacer de cuenta que no existe la explotación del trabajo, la escandalosa desigualdad de la distribución de riquezas, la fuga de divisas a escalas gigantescas, la desigualdad norte-sur, los organismos financieros internacionales y toda la basura que tristemente padecemos en esta parte del mundo.
Trash, lixo, basura, carroña, esta utilización inmoral de la realidad ajena alcanza el grado de la intromisión política a favor del privilegio y el poder. Esta fábula grosera para pavotes cómplices es la que ha despertado mi ira de crítico indignado. Con humildad les pido que la compartan boicoteando a esta bazofia impune.
Trash: Desechos y esperanza (Trash, Inglaterra/Brasil, 2014), de Stephen Daldry, c/Rooney Mara, Martin Sheen, Wagner Moura, Gabriel Weinstein, Eduardo Luis, 114´.
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