De la guerrilla a Beverly Hills. Y vuelta. “No filmo mucho. Un milagro para Lorenzo o los films de Babe o Mad Max o hasta Happy Feet creo que tienen dos cosas en común: una es muy consciente, que es contar la mejor historia que puedas, y en segundo lugar creo, sin entender por qué, que me gusta contar historias que básicamente sigan el mito del héroe. Esto ocurre inconscientemente”, contaba George Miller en 2006, casi rutinario pero ahorrándonos el trabajo de enhebrar tan particular cinematografía tras una constante. Constante que en todo caso a esa altura empezaba a cerrar el círculo porque Miller ya ideaba el retorno de Max Rockatansky que en estas semanas en Mad Max: Road Fury amontona en las salas a nostálgicos algo escépticos con nuevas generaciones de espectadores que conviven desde niños con psicópatas como protagonistas recurrentes del cine de acción. La catarata de violencia rutera con la que arranca Mad Max (1979) en sus primeros quince minutos (y que rara vez se detendrá) sigue siendo sobrecogedora 35 años después, aunque hayan aparecido miles de clones de Max, de Knightrider o de Toecutter que ya en los spaghettis distópicos de los 80 eran aburridos. Y también que las formas y los recursos para filmar hayan variado. Pero ya en otro artículo de Hacerse la crítica se analiza tanto la trilogía que puso a Miller en el mapa de los cineastas como a esta nueva Mad Max, al igual que alguna referencia a Un milagro para Lorenzo, una de las experiencias estadounidenses de este director australiano que nunca pudo acomodar sus orígenes de cine guerrillero (poca plata, mucha adrenalina, filmación rápida y locaciones abiertas. La ozploitation al palo, bah) al cine industrial norteamericano. Y por ello su episódica, espasmódica filmografía que albergó tres franquicias, una de ellas rebuteada gracias a Dios por él mismo en su septuagésimo cumpleaños. Todavía no la ví así que no me la cuenten.
Aún antes de cerrar la trilogía original Mad Max con la más bien floja Más allá del trueno (1985) ya Miller había sido invitado por Steven Spielberg a participar, junto a Joe Dante y John Landis, en el juguete tele-cinéfilo de llevar la serie fantástica La dimensión desconocida (The Twilight Zone) a la pantalla grande. Cabe recordar que un jovencito Steven dirigió a los 22 años nada menos que a Joan Crawford en un episodio de Galería nocturna (Night Gallery), continuación menor de aquella serie y también escrita por Rod Serling con la ayuda de notables como Richard Matheson, autor de Soy Leyenda y habitual de The Twilight Zone. La cosa es que Al filo de la realidad (título con el cual se estrenó aquella película en Argentina en 1982) era, como toda película episódica, muy despareja y claramente se destacaban el de Joe Dante –que merece en sí un comentario específico- y el de Miller, que recreaba uno de los mejores episodios de la serie, el del fóbico que tiene que volar, de noche y con tormenta, y termina siendo el único que divisa un monstruo en un ala del avión (el siempre sensacional John Lithgow). Miller arma un zafarrancho notable en la nave de línea, asustando y divirtiendo por igual, y convirtiendo a la cámara en mano en un gadget barato y efectivo de vértigo y claustrofobia, contagioso para el espectador como una montaña rusa sin posibilidad de bajarse.
Al mismo tiempo que su compadre Mel Gibson pisaba fuerte en Hollywood con Arma Mortal, en 1987 a Miller también le llegan las llaves del reino cuando aborda la adaptación cinematográfica del libro de John Updike, Las brujas de Eastwick. Un proyecto que difícilmente podría calificarse de personal para un tipo que generó su propia marca en dos o tres golpes certeros. Le ponen un cast infernal (Cher, Susan Sarandon y Michelle Pfeiffer como tres frustradas mujeres de un apacible pueblito/infierno que descubren y perfeccionan sus poderes mágicos convocando al mismísimo diablo, y Jack Nicholson como –qué otra cosa- el diablo invocado), el compositor John Williams, el fotógrafo Vilmos Zsigmond y lo que sale, una comedia originalísima, fresca y malvada, es también lo que durante la producción le arrima muchas dudas al australiano sobre su futuro en la industria. El mismísimo Jack Nicholson se convirtió en su consejero y defensor acérrimo en cada pelea con ejecutivos y productores: “me dijo ‘sos demasiado buenito, acá tenés que hacerte un poco el loco’ ”. Coherencia: Jack siempre fue Jack dentro y fuera del set y, en este caso, su diabólico rol frente a las cámaras no fue sino una actualización de Torrance y una previa del Guasón burtoniano. A la vez llama la atención la candorosa y casi pudorosa confesión de un director del salvaje outback, de cuchillo en los dientes, sobre su experiencia en la cocainómana y voraz Hollywood de los grandes presupuestos. A diferencia de John Woo, no vino para revolucionar un género sino para probar y, al igual que Woo -después de un tiempo, luego del drama Un milagro para Lorenzo-, armó las valijas y volvió al pago.
Oinkploitation y más caos. En su Australia natal las cosas siguieron cambiando de norte con la producción y guión de Babe (1995), película dirigida a un público (no tan) menor que contaba la historia de un cerdito huérfano que, adoptado en una granja, termina ganando un campeonato nacional de….perros ovejeros. La ozploitation ya estaba muerta y enterrada y el outback desértico era reemplazado por la más apacible, verde y amistosa Nueva Gales. La película fue un gran éxito mundial y tres años después George Miller decide escribir, y esta vez también dirigir, una brillante secuela que hace volar por los aires la fábula “amablemente autoritaria” y demagógica de su primera entrega: Babe II: pig in the city (1998) es una continuación oscurísima, dura, tan distópica y anárquica como Mad Max y obviamente fue un fracaso absoluto. El cerdito campeón es llevado por la mujer de su dueño, el granjero Hoggett, a participar en otro concurso para poder salvar las deudas de la granja (ecos del Tobacco Road fordiano y tantas otras joyas de la depresión y alrededores) pero terminan extraviados y alejados una del otro en una ciudad llamada Metrópolis (gulp) tan multicolorida y artificial como peligrosa y sin piedad: nocturna y gótica sin necesidad de la ampulosidad burtoniana. Babe ya no es Babe sino simplemente “pig” y el universo de perros, gatos y monos donde tiene que alternar es palmariamente un viaje pesadillesco donde su inocencia y nobleza serán carga y a la vez arma para un liderazgo que ahora no implica simplemente un rebaño de ovejas sino una rebelión de intereses y clases. Y donde los humanos son –claro- un espanto. El estilo de esta brillante Babe II que por suerte suma más entrenadores que animatronics muta por momentos de Miller a una de Rob Zombie (la secuencia protagonizada por Mickey Rooney), rebota por Disney, juega sin vergüenza y al borde del exceso con el slapstick trágico de Jerry Lewis (el chanchito así como noble es muy torpe y desata catástrofes), y se emparenta bastante en tono y ambientación tanto con el Joe Dante de Gremlins como con el inglesísimo mundo de Aardman, tanto Wallace y Gromit como con otro logro de observación del mundo animal y su comparación con el humano que es (otra vez con las ovejas) la posterior Shaun The Sheep. Una joya maldita.
El héroe y el mito de la cultura. Como se dijo, luego de la franquicia Happy Feet que no abordaremos aquí muchos esperábamos el regreso de Miller como quien espera la vuelta del artesano y su héroe máximo, pero también con ese dejo melancólico de los que extrañan algo que pertenece al pasado y cuya revisión puede no ser lo que esperábamos: para todos el mundo ha cambiado aunque la locura reine y las fuerzas del orden y las del desorden intercambien roles una y otra vez devolviendo similares rasgos en la imagen. El gestor de Mad Max podrá estar orgulloso de su logro 2015, pero resuena de aquellas declaraciones de años atrás su escepticismo por el cine y la cultura de su patria, casi anticipando su vuelta al punto de partida: “nuestra industria apenas existe: insistimos en hacer una franja muy estrecha de cine que no sólo no queremos ver sino que los australianos no van a ver cine nacional, al revés de los 70 y 80. También para el mundo, que ha cambiado dramáticamente, tenemos una industria cinematográfica basada en muy viejos paradigmas, todo se trata de blockbusters. Y una industria cinematográfica es importante porque nos cuenta cómo somos, ahora bien, dentro de un mundo mediático darwiniano donde hay tanto compitiendo por tu atención, ¿cómo definís quién sos? Y necesitás hacerlo a través de tus historias”. Su descarnado análisis termina, refiriendo tácitamente a aquél cine étnico del primer Weir y algunas recurrentes de ese desaparecido cine australiano de los 70, definiendo que “tal vez me crucifiquen por decir esto, pero la única cultura que tenemos es la indígena y tiene por lo menos 40 mil años y todavía existe, el resto es prestado: nuestros hijos conocen más hasta de la forma de hablar americana. Saben más sobre el mundo a través de los Simpson y cosas así”.
Parece que esto sucede en muchos lados.
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