Policeman está dividida en dos mitades y un epílogo, pero no hay ningún letrero que lo diga ni marca que lo aclare. Tampoco sabemos si lo que ocurre en ambas mitades es sucesivo o simultáneo, pero uno tiende a pensar lo primero sólo por el orden en que se presentan los hechos y porque nada indica que la deconstrucción del relato y el juego abstracto con sus mecanismos sean la prioridad de la película (para eso está En la casa, de Ozon, que anunciaron para enero), sino la violencia política israelí como realidad trascendente a toda cuestión cinematográfica formal.
Como sea, cuando una línea argumental y unos personajes reemplazan a los otros sin aviso promediando la duración, puede llegar a imponerse primero una medida de sorpresa que luego cede ante la certidumbre de que lo que estamos viendo es “el otro lado” de lo que vimos, y la intuición de que una y otra parte habrán de reunirse al final, para dejar “pensando” al espectador, sujeto al que esta ficción desde el principio le clava ojos de policía –por no decir que lo vigila- de un modo similar a como lo hizo 4 meses, 3 semanas, 2 días unos años atrás. Desde ese momento el todo resulta esquemático, regido por un rictus ritual aunque fluya con una solvencia que no tiene El otro hijo, por citar otra película israelí en cartelera, mucho más televisiva y convencional pero inesperadamente mejorada por la comparación (no lo suficiente como para recomendarla).
En la primera parte vemos a los miembros de una unidad antiterrorista israelí y en la segunda a cuatro jóvenes revolucionarios. Los primeros tienen familia heterosexual y amigos, los segundos, sexo casual y arrogancia intelectual, y así sucesivamente, en un procedimiento típico de ficciones “políticas” desveladas por equilibrar continuamente los platillos de una balanza que nadie pidió, lo que da como resultado una operación discursiva que se arroga la superioridad moral de quien se juzga capaz de suprema objetividad y termina basculando siempre para el lado de la ley, que aquí es por añadidura el de una fuerza más para-policial que policial, cuasi militar, que en este caso responde al expansionista gobierno israelí actual.
Que el título sea el que es pudiendo haber sido “terrorista”, “revolucionario” o cualquier otro término que aludiera bien o mal a los protagonistas de la segunda mitad implica una elección afín a la norma y al statu quo represivo (luego intentaremos probar que la linealidad de este razonamiento se apoya en estructuras más profundas); que el policía del título sea el único personaje de peso en el que se avizora algún tipo de cambio reafirma el conservadurismo general; que se llame Yaron ya parece mucho.
Pero hay algo todavía más relevante en la sugerida crisis de conciencia del final, amén de que tal proceso no tiene desarrollo y tenemos que creer que adviene como shock o acontecimiento y se debe a una demasiado exacta confluencia de motivos: la operación del tumor cerebral de un compañero de la fuerza del protagonista y el nacimiento de su primera hija como extremos simbólicos existenciales del arco vital, hechos que gravitan sobre la acción final. La coincidencia, además, es inverosímil en un relato que asume la apariencia contingente de lo real y no la predestinada de la tragedia.
El asunto consiste en averiguar por qué cambia de actitud Yaron (se ruega a los señores lectores que resistan la tentación de leer Sharon), lo que no implica que se detenga antes de matar o que evite el prolongado sufrimiento de la secuestradora agonizante sólo para que los espectadores aprendamos la lección. No sería poca cosa que, impresionado por la singularidad intrínseca del hecho, abandonara la fuerza o al menos aconteciera en su interior un cimbronazo radical. Aunque nunca lo sabremos, los elementos que nos da la película nos hacen pensar que la crisis de ese hombre se debe a que la víctima es, en este caso y antes que nada, israelí como él, luego mujer como el bebé que su esposa está a punto de parir, luego atractiva, luego blanca.
Si a eso le sumamos que en el universo de este relato no existen los palestinos ni el conflicto con ellos a raíz de la ocupación de sus territorios; que la puesta en escena exhibe una pasión rayana en el culto de la fuerza, la salud y la belleza física atlética que va más allá de la importancia que tiene para sus personajes y parece responder a una autoimagen de lo israelita como potente (¿de Israel como potencia?), y que la maternidad se erige como valor central si no absoluto, es difícil no llegar a la conclusión de que estamos ante un universo cerrado sobre sí mismo en el que no hay ninguna consideración o lugar para el otro en tanto diferente, y que el final no socava sino afianza ese orden.
Hasta el potencial valor dramático de las muertes como agente de cambio o sacrificial es neutralizada por la caracterización despreciable o condescendiente que hace de los secuestradores, destinada a impedir la más mínima empatía. De ese modo también se le resta importancia al único discurso crítico del capitalismo de la película, sobre todo verbal y de una grosería tal que reafirma el sentido común apolítico y la percepción de los crímenes socioeconómicos estructurales como parte de un orden natural inmutable o ni siquiera digno de reparación, por más parcial que fuere.
Policeman (Ha-shoter, Israel, 2012), de Nadav Lapid, c/Yiftach Klein, Yaara Pelzig, Michael Moshonov, Menashe Noy, Michael Aloni, 105′.
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