El prólogo de Payaso (2019), segundo largometraje independiente del realizador argentino Gonzalo Albornoz, nos anticipa de manera fragmentaria la tragedia final del protagonista. En esta ocasión, se trata de una ficción que hibrida el realismo social (con claras influencias del neorealismo) con el surrealismo, en una línea de tipo más experimental.
A poco de comenzar nos damos cuenta de que la de Albornoz es una de las pocas películas nacionales de los últimos tiempos que toma riesgos al hablarnos del presente. El protagonista (Marcelo Vizio) vive en la precariedad (baño con la cadena destartalada, un mísero pedazo de zapallo en la heladera, se moviliza en tren, hay gente durmiendo en la calle). Al llegar a su trabajo, la fábrica está cerrada “por crisis”. Las referencias a la crisis económica y social del presente gobierno neoliberal son explicitas (pintadas en las paredes, marchas en las calles, declaraciones de la ministra Bullrich por el caso Maldonado) y alusivas (la necedad de persistir en los mismos errores, demostrando con ello poca inteligencia, de la que da cuenta el fragmento de “El juego de K” de Marcelo Motto Rouco del comienzo refiriéndose al zapallo que permanece inalterable en su condición de tal).
Este comienzo me lleva directamente a pensar el fenómeno de la segregación que vaticinó Jacques Lacan en su “Proposición del 9 de Octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela” al decir: “Nuestro porvenir de Mercados Comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación”. En la forma actual del capitalismo tardío, se ha llegado a una gran concentración de capital en pocas corporaciones. La globalización permite la penetración de estos conglomerados de inversores extranjeros, desmantelando el aparato productivo local, con el consecuente aumento del número de excluídos.
Al mismo tiempo, Albornoz plantea el cierre de la fábrica y con ella da cuenta del cambio de paradigma de poder. La sociedad disciplinaria foucaultiana que se expresaba en el formato de la fábrica, la cárcel y la escuela (donde el sujeto obedecía a la orden del amo), ha dado lugar a la sociedad del rendimiento, al decir del filósofo surcoreano Byung Chul Han. Si la sociedad disciplinaria producía trabajadores, criminales o locos, alienados a la voz de mando del amo, que ordenaba lo permitido y lo prohibido; la sociedad de rendimiento reemplaza al sujeto por el ego que, bajo la apariencia de autonomía y libertad, no por ello está libre de coerciones, pues debe autoexplotarse para producir y consumir cada vez más, pues así conseguiría su realización. Ya no hay un amo a quien responder, sino que el individuo se vuelve empresario de sí mismo en una espiral letal donde siempre se está en falta y en ausencia de gratificación.
El protagonista apunta a organizarse junto a otros compañeros para defender sus derechos como trabajador, pero esta iniciativa fracasará. No vemos a los obreros organizados en la calle, reclamando y exigiendo el reintegro de sus puestos de trabajo, como en la película La guerra silenciosa (Stephane Brizé, 2018). Es que otra de las características del discurso del neoliberalismo es el desmantelamiento de la acción colectiva, de la lucha en comunidad, al promover (con su aceleración y el culto de lo nuevo) un creciente individualismo narcisista.
Por otra parte, las noticias que el protagonista escucha en la radio la mañana siguiente de quedar sin trabajo (maestros que reclaman un aumento de sueldo, policía que mata a un adolescente confundiéndole con un ladrón, hombre que se suicida arrojándose a las vías del tren al ser despedido de su trabajo) dan cuenta de las nuevas manifestaciones de padecimiento. Poco queda de los clásicos neuróticos conflictuados entre el empuje de las pulsiones y su represión por parte del yo. La sociedad del rendimiento produce muertos vivientes (síndrome de hiperactividad, síndrome de trabajador quemado, depresión, ansiedad, adicciones) o desechos (los sin techo, los viejos, los refugiados, los inmigrantes). Nunca conocemos el nombre ni el apellido del protagonista, es un hombre anónimo, no identificado. Estos residuos del capitalismo neoliberal, al haber sido despojados de sus marcas identificatorias de pertenencia, son al mismo tiempo posibles de eliminar, como lo demuestran los casos de gatillo fácil por parte de las fuerzas de seguridad.
El vértigo de la pérdida de sentido y el aura trágica del protagonista se expresan en esas escenas donde el protagonista siempre está al borde y en desborde, ya sea al pie de las vías o del precipicio de la terraza del edificio. La elección del blanco y negro, la perturbación mediante el uso del sonido y la dispersión y distorsión de la imágenes mediante el corte en la continuidad, los fundidos encadenados, la alteración de la temporalidad lineal por parte de Albornoz, dan cuenta del clima de apatía, desesperanza, sordidez y ansiedad imperante a lo largo de toda la ficción.
Como en su primera película Salvador, aquí el protagonista es un hombre en sus cincuenta y tantos, separado hace bastante tiempo de su esposa que, solitario y taciturno, deambula inmerso en una búsqueda. Aquí no se trata de la búsqueda del hijo, sino de una búsqueda por reinsertarse en el mercado laboral y en definitiva en reencontrarse a sí mismo como sujeto que pertenece a la clase trabajadora, que busca recuperar las marcas identificatorias que le devolverían su dignidad. En la sociedad del rendimiento, se propone como tipo identificatorio al joven exitoso, vigoroso y que goza de buena salud. Esto lo evidencia también el cine de superhéroes que se hace en estos tiempos, que apunta a un público mayoritariamente adolescente, prototipo del consumidor, y en el cual, por esta misma razón, ya no circulan actores o temáticas referentes a otras edades. Pasados los 50 años, como da cuenta la escena onírica del protagonista con la presentadora estrella salida del noticiero de televisión; una persona ya es considerada obsoleta para el mercado laboral y tendrá más dificultades para reinsertarse y hasta es probable que deba pensar en retirarse definitivamente. La sociedad del rendimiento, donde el individuo tiene que venderse a sí mismo, está claramente expresada en la escena de los candidatos para un puesto en un call-center, suerte de casting donde hay que adecuarse lo mejor posible al perfil de búsqueda. Un joven da cuenta allí de la cantidad de cursos de capacitación y de idiomas que ha realizado, pero en rigor; ni el saber ni la experiencia, son valores a considerar. El target que busca la empresa es de jóvenes flexibles y maleables, en quienes puedan invertir el menor capital posible; con el máximo de rentabilidad. Un hombre de más edad con responsabilidades de vivienda y de familia, al buscar la permanencia y la estabilidad, es un obstáculo para recuperar la rentabilidad máxima en función de las inversiones realizadas.
Descartado por su edad, cuando el protagonista se retira de la entrevista, estalla la bomba casera fabricada por otro candidato desechado. Aquí, la violencia aparece como una respuesta que apunta a agujerar la aplastante totalización de lo igual y a hacer valer la diferencia.
En el deambular triste y cabizbajo sin rumbo ni perspectiva de futuro, el azar encontrará al protagonista con una bolsa con un traje de payaso a la vera de la estación de tren y en la plaza se topará con una clase abierta de clown. Lentamente, irá probando tanto el atuendo como en maquillaje, para devenir en payaso. En sus orígenes, el payaso nace en el circo. Tradicionalmente el clown de Cara Blanca es esbelto y elegante y trata de hacer las cosas con seriedad, mientras que el payaso llamado Augusto, es el torpe e ingenuo, a quien le sale todo mal, arruinando aquello que se propone el Cara Blanca. Un payaso es aquel que juega por puro placer con sus propios miedos, con su propia torpeza, y por esto mismo, por añadidura, hace reír a otros. Transformarse en payaso, podríamos pensarlo para el protagonista como la adquisición de un saber hacer con el propio fracaso. Es una manera de recuperar su dignidad de sujeto.
Por otra parte, es bastante común en los cómicos la presencia de un ánimo depresivo y nihilista, cuyo reverso es la payasada, la alegría y la fiesta que muestran en público como tentativa de salida maníaca del desánimo y la impotencia. Del mismo modo que la depresión aparece como reverso y efecto de la hiperactividad, para un yo que colapsa ante las constantes coerciones del imperativo de rendimiento y consumo que plantea exigencias cada vez mayores.
Otro rasgo de esta fase del capitalismo tardío es que ha llegado a hacer del ocio mismo, un tiempo de consumo. Siempre hay que estar conectado, siempre hay algo productivo para hacer, ya no hay espacio para la contemplación inmotivada, para el entre-tiempo que acote la dispersión de la atención y despierte la capacidad de creación del algo nuevo. De modo que lo que podría haber comenzado como la payasada en tanto posibilidad de conexión con una actividad por puro placer, sin utilidad ni finalidad alguna, es fagocitada por la lógica de la sociedad de consumo. El protagonista pega volantes en distintas paredes y postes de la ciudad. Es ahora un emprendedor, se autoexplota y vende sus servicios como payaso. La sonrisa se convierte entonces en una mueca, en una manera de experimentar que todavía rinde, que todavía es potente. Uno podría pensar que el protagonista busca sentir puede significar (aunque más no sea por un momento) algo para alguien. Pero se reduce a un mero producto o a un objeto, como ese pito número nueve en la serie que enumera una mujer durante un encuentro casual.
Lentamente los límites del realismo serán invadidos por realidades paralelas, por aquello que el pensamiento científico y racional ha dejado ha descartado, como ser la magia y los estados alterados de conciencia. La bruja, con su oráculo, intenta advertir al protagonista de su destino trágico. Él se puso el traje de otro, tomó una identidad prestada buscando reinventarse para seguir el ritmo de los tiempos. El payaso es un intento más de responder al imperativo de rendimiento, más que el advenimiento de una creación propia. Es más bien como un títere que se mueve al compás de los invisibles hilos de los anónimos mercados, una cáscara mortificante, más que un invento vivificante. Las referencias al cine de Lynch son evidentes en la inserción de fragmentos oníricos pesadillescos y también en los momentos de pérdida de realidad, donde paradójicamente adviene el color. Estos expresan el reverso del sueño americano de igualdad de oportunidades y prosperidad. También me remite a aquella frase de Marx de que la historia se repite dos veces, primero como tragedia y segundo como farsa. La voz en off truculenta y distorsionada cuenta que: “Una vez sucedió que en un teatro hubo un incendio tras bastidores. El payaso salió a escena para dar la noticia al público y éste creyó que era un chiste y aplaudió con ganas. Así creo yo que perecerá el mundo en medio del júbilo general del respetable que pensará que se trata de un chiste”.
La alienación franca a la que nos sometía la sociedad disciplinaria comandada por el poder del soberano, hoy totalmente vaciada de contenido ideológico y de finalidad, se reduce a la revolución de los globitos y la alegría del voluntarismo del “Sí, se puede” de cuño neoliberal, donde en una apariencia de libertad, no somos ni menos esclavos ni menos excluidos que antes. Si la esfera del globo, se presenta como una forma armónica, bella y cautivante, Albornoz nos muestra el lado B mediante esos primeros planos que deforman la buena forma. Payaso funciona entonces como un pincha-globo para que atravesemos el discurso de la apariencia y veamos de frente la realidad más allá de las imágenes.
Desde los márgenes del conurbano bonaerense, Gonzalo Albornoz nos brinda una película donde la reflexión y el compromiso con la lucha por las injusticias socio-económicas del presente, se combina con la libertad creativa y la apuesta por asumir riesgos estéticos. Los resultados se reflejan en una película que se aleja de los caminos trillados del revisionismo histórico o la comedia costumbrista del cine argentino y nos propone un viaje interesante en clave de realismo fantástico donde, pese a la austeridad de sus recursos y apoyándose en el montaje, se respira un cine que está vivo, precisamente porque no se adecua a estándares de taquilla y rendimiento.
Calificación: 8/10
Aquí se puede ver la ópera prima de Gonzalo Albornoz, Salvador.
Para contactarse por futuras presentaciones independientes de Payaso: gonzasokfotografias@gmail.com
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Gobierno «Neoliberal» el de Macri? jajaj mamita, no hay caso con estos zurdes*