¿Qué es el americano medio? Acaso la versión cinematográfica global del hombre mediocre de Ingenieros. En todo caso, nuestro lado neutro, medio pelo existencial, psíquico, moral, del que todos participamos con más o menos conciencia. Esta última es fundamental para escapar al menos provisionalmente de conformismos, aquiescencias, engaños puestos en escena por nosotros mismos. La última película de Richard Linklater (La pandilla Newton, Escuela de rock, Los osos de la mala muerte) tiene a varios personajes que responden a esa tipología y la mirada del director hace pensar en la desesperación ontológica de Dostoievski abordada por la vía del ridículo (algunos hechos de la película responden al modelo de Crimen y castigo). Una estrategia que hace de Bernie una comedia incómoda e incluso una falsa comedia, un teatro del absurdo suburbano contemporáneo.
Como su nombre lo indica, es un biopic, pero otro más de esos en los que el personaje y las situaciones de base son tan lógicamente anormales que descentran la mirada del espectador o la expectativa de un relato ejemplar, a menos que se acepte la posibilidad de elaborar un discurso edificante por la vía de la perplejidad. Buena parte de los valores normativos de la vida en sociedad, pero también la crítica contra cultural apurada de aquellos, son puestos en suspenso por unos hechos cuyo carácter excepcional cuestiona la validez de toda posición más o menos rígida. Texas, en este caso, es un espacio, más que mítico (capital americana simbólica del cine junto a París, como bien supo bautizarla Wenders), surrealista. Bernie e Into the abyss, de Werner Herzog, compondrían un excelente programa doble de películas que, a partir de la crónica policial, nos asoman al funcionamiento legal y jurídico – como superyo social – de un estado, a la vez que por esa vía nos abisman en más de un enigma ontológico.
El sujeto en cuestión es un tipo de mediana edad, gordo y de baja estatura que vive solo, es obsequioso en extremo, se abotona la camisa hasta el cuello y trabaja en una funeraria. Tiene rasgos obsesivos e infantiles que lo acercan a los personajes de las películas de Wes Anderson aunque no comparte la misma clase social de aquellos (la película sí comparte la disposición escenográfica y el uso de placas con intertítulos compuestos con parejo primor pero sin extremismo fetichista) y una sociabilidad tenaz y robótica similar a la de los personajes de los fakes de Christopher Guest (la película también se vale de testimonios, sólo que en este caso son verbalizados por testigos reales de la existencia del personaje extra cinematográfico). Su presencia cambia la vida de la comunidad y también la de la mujer más poderosa de esa comunidad.
Shirley McLaine es la viuda de un banquero que se hace cargo del negocio cuando este fallece. Es lo más parecido a una bruja que el cine ha dado en mucho tiempo. Pero una bruja humana, que es la peor clase de bruja que puede existir. Una mujer capaz de sacar de quicio a una persona con su manera de masticar y a una ciudad con la arbitrariedad en el manejo crediticio. Eso, sin embargo, parece capaz de ablandarse ante Bernie, a quien conoce durante el oficio funerario. ¿Hay intereses de por medio en la relación que establecen? ¿Cuáles de ellos son evidentes y cuáles no? ¿Qué lugar ocupa el espectador en el fuera de campo ético que se abre con la especulación a cámara de los vecinos sobre el vínculo? ¿Y a qué juego de identificaciones juega Linklater?
¿Toma partido a favor de la relación como lo hacía, por ejemplo, Fassbinder en La angustia corroe el alma? Algo de ese malestar radical provocado por la película del alemán en relación a uno mismo y a la sociedad en la que vivimos y a la que constituimos está presente en la meticulosa conducta del protagonista, en la extrema corrección formal, en el confort del medio ambiente, en el tempo impasible de escenas que no explotan, en la construcción de personajes deformes a los que, salvo en un caso, no se caricaturiza despectivamente ni se subestima. La excepción es, naturalmente en Linklater, aquel que quiere cumplir la ley motivado por un cinismo de vuelo rasante, en este caso el fiscal. Su imagen oscila entre lo desagradable y lo risible patético, pero hubiera funcionado mejor si Matthew McConauguey sobre actuara menos o con un grado mayor de aprecio hacia el personaje (responsabilidad compartida con el director).
Como pasa en las mejores películas, a medida que transcurre no queda certeza alguna en el que mira, y un lugar tan chato o troglodita como un pueblo chico de Texas es tan respetado por el cineasta como para hacer de él un micro cosmos filosófico insondable y, por momentos, hasta querible. No hay detrás de esta película esa mirada moral progresista de superioridad que a menudo pervierte los mejores postulados ético políticos. A escala humana, la cámara comparte lo que las vidas de esas personas tiene en común con las nuestras y se pregunta por lo que las diferencia, haciendo de ese espacio ignorado, de esa abertura, de esa distancia, un camino a recorrer, un abismo, un espejo. La secuencia de créditos depara unas cuantas sorpresas.
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