CAMILLE+CLAUDEL+1915-624x828En el refectorio, las tres alienadas ríen, gritan y juegan con la comida bajo la vigilancia indiferente de una celadora vestida de estricto color negro. Algo más alejada, Mademoiselle Claudel (Juliette Binoche) calienta su plato sobre una estufa, tratando de no prestarle atención al barullo, hasta que se harta y pide permiso para salir a tomar su almuerzo en el patio del manicomio. Una vez allí, se sienta sobre un banco de piedra y empieza a comer de manera mecánica, obligándose a tragar cada bocado, con un gesto de resignación infinita. Un gran árbol pelado se yergue en el centro del patio polvoriento, cercado por altas paredes de piedra, como un símbolo de su destino. Mademoiselle Claudel no es una reclusa como las demás: no está loca, o su enfermedad se manifiesta en crisis aisladas (de llanto, de furia), más que en un estado de desconexión permanente. En su locura, conserva tramos de angustiante lucidez, en los que comprende que su encierro representa una forma de muerte en vida y, entonces, el rostro de la Binoche –una crack, una fuera de serie, fundida íntegramente en su personaje- se transforma en una pantalla terrible donde se proyectan la impotencia, el resentimiento, la autoconmiseración, el anhelo: cicatrices psicológicas de una persona a quien la vida ha golpeado con excesiva crueldad. A los pocos minutos, entra en escena una de las enfermeras y deja a su cargo a otra de las internas. Camille y la alienadase miran durante un segundo de incomunicación total. Luego, la alienada emite un sonido que evoca vagamente una risa y la mirada se le pierde, luego vuelve a mirar a la Binoche, luego vuelve a baja los ojos al piso y a reír. Camille Claudel y Juliette Binoche se levantan en el mismo cuerpo, agarran a la loca de la mano y se la llevan para dentro. Bruno Dumont, el implacable director de L’Humanité (1999) y Twentynine Palms (2003), rodó Camille Claudel 1915 en un manicomio real, con pacientes reales y le ha entregado a la Binoche una arcilla magnífica, uno de los mejores papeles de su carrera.

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Si algo tuvo la vida de Camille Claudel, fue potencial cinematográfico. Hija de la pequeña burguesía francesa, hermana del escritor católico Paul Claudel, Mademoiselle Claudel se formó como artista bajo las órdenes de Alfred Boucher y más tarde Auguste Rodin, llegando a convertirse en una escultora de extraordinario talento, originalidad y sensibilidad en un mundo que se resistía a otorgarle ese reconocimiento a una mujer. Con Rodin, quien era veinte años mayor, también llegarían a ser amantes durante varios años, al cabo de los cuales, por supuesto, el idilio terminó muy mal. Camille buscaba una asociación entre iguales y se resistía a que la encasillaran en el papel de musa o de simple “discípula de”. Reclamaba un reconocimiento oficial, como artista y como pareja, mientras que Rodin no se mostraba inclinado a ninguna de las dos cosas. En el medio, queda embarazada y decide abortar con la triste certeza de que el escultor jamás habría de dejar a su esposa por ella y, tras algunas idas y vueltas, la ruptura entre ambos se torna definitiva.

cxQFpZHkXAwHzvRWwjtV0y3gfJjEl tiempo pasa. Hacia 1910, comienzan a revelarse los primeros signos de que algo no anda bien con Camille. Su carrera no levanta vuelo y, en un arrebato, destruye sus propias obras acusando a Rodin de querer robarle y de ser el artífice de todos sus males. Los episodios nerviosos se vuelven cada vez más frecuentes hasta que finalmente su madre –su padre, que había sido su protector, ya había fallecido– decide internarla en un sanatorio y olvidarse de ella. No obstante, los documentos de la época no son concluyentes acerca de si la enfermedad de Camille había sido un viaje sin retorno o si hubo una recuperación con el tiempo –las cartas que se escribía con su hermano favorecerían en alguna medida esta segunda hipótesis–, pero lo cierto es que, por las razones que fuere, Camille Claudel se había vuelto demasiado incómoda para su familia y para una sociedad regida por jerarquías masculinas. Nunca volvería a salir al mundo exterior y muere en 1943, siendo enterrada en una tumba anónima del asilo mental de Montdevergues, en el sur de Francia, adonde había sido trasladada a causa de la guerra.

De esta historia increíble se ocupó una película anterior notablemente más exitosa que la de Dumont, que no se estrenó en América Latina. La pasión de Camille Claudel (1988), de Bruno Nuytten, contaba con las actuaciones de Isabelle Adjani y Gérard Depardieu, ambos en la cima de sus carreras, y describía la trayectoria vital de Camille en lo que, a simple vista, tiene de más relevante. La concisión del título original en francés, Camille Claudel a secas, no era incorrecto, aunque el de la versión castellana, con ese “La pasión de” al principio, cobraba otro sentido debido a que la película captaba a la escultora en la parábola que va desde su nacimiento como artista hasta su derrumbe final. Con un tono épico, narraba un calvario, una crucifixión. Era una película de Hollywood en el mejor sentido. Adjani estaba exquisita en las escenas en las que se le salía la chaveta y se brotaba –recordemos que le había ido muy bien jugando el rol de desquiciada en la extrañísima Possession (1981)– y qué se podía agregar de esa paradoja ambulante que era y sigue siendo Depardieu, siempre dándole a la cámara lo que es justo y necesario; oremos, hermanos, un monstruo sagrado con voz de terciopelo, capaz de generar, a partir de su aparatosidad física y su impronta de sátiro,un equilibrio escénico indestructible, un contrapeso milimétrico para la Adjani, un Rodin magnífico. Y, sin embargo, el resto de la historia de Camille Claudel, su mitad más triste, oscura y difícil de explotar visualmente–el encierro, el loquero– quedaba sumida en las sombras, tal vez a causa de que, como señaló Foucault en algún texto célebre, la locura constituye para la sociedad burguesa aquello incapaz de decirse, aquello que está censurado desde el inicio. Su existencia es extramuros o, con mayor rigor, intramuros: el exilio de la Razón, institucionalizado a través de los espacios deconfinamiento.

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En cierto sentido Camille Claudel 1915 cierra el círculo, como si ambas películas se conectaran por los extremos: una arranca donde la otra termina, aunque la segunda, la de Bruno Dumont, resulta por lejos la más jugada. Sus hechos y su  sustancia resultan mucho menos dóciles a la manipulación narrativa. En la clausura, el tiempo se detiene, no ocurre nada y el director dispone únicamente del malestar psicológico de la protagonista para sostener nuestra atención. La estructura entera de la película reposa no tanto en las acciones, en lo que se cuenta, como en las actuaciones, en lo que se muestra y en lo que se sugiere, en el oficio de la Binoche, y en un grado menor, de Jean-Luc Vincent, que encarna a su hermano, Paul Claudel, con quien la escultora se intercambió algunas cartas y que, en su devoción cristiana, estaba tanto o más chapa que ella. De manera acorde, en uno de los afiches promocionales de la película se lee en caligrafía bien gruesa: DUMONT-CLAUDEL-BINOCHE.

Camille_ClaudelNo recuerdo si al final de La pasión de Camille Claudel se veía una fotografía de la Camille Claudel verdadera, o si la busqué un poco más tarde, pero su cara me quedó grabada a fuego. En su retrato más conocido, Camille mira directo al ojo de la cámara, con un gesto altivo y difícil de descifrar, que quizás tenga al mismo tiempo algo de tristeza, de desdén, en última instancia, de curiosidad diluida. Lleva un vestido sencillo, posiblemente su ropa de trabajo, adornado con una especie de mantilla alrededor del cuello, que revela una piel muy blanca, casi pálida y que contrasta con la oscuridad del pelo desprolijo, sujeto así nomás por una pequeña cinta. Sus ojos son claros, duros, severos, y, de la misma manera en que a través del abismo del tiempo la observamos, es ella quien nos observa a nosotros y lo hace con la intensidad de un reproche; como si dijera: acá me tienen, tal cual soy, no tengo de qué disculparme. La foto data de 1884. Tenía 20 años. Acababa de conocer a Rodin.

Camille Claudel 1915 (Francia, 2013), de Bruno Dumont, c/ Juliette Binoche, Jean-Luc Vincent, 95’.

La pasión de Camille Claudel (Camille Claudel, Francia, 1988), de Bruno Nuytten, c/ Isabelle Adjani, Gérard Depardieu, 175’.

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