Halloween a secas, como si fuera la primera, la única película de la saga, se propone olvidar a sus antecesoras para erigirse como la continuación fiel de la obra carpenteriana que llegaba a las pantallas en 1978. 40 años más tarde, el camino se desanda para resucitar a Laurie Strode (la otrora adolescente virginal, a cargo de Jamie Lee Curtis), muerta en uno de esos evangelios apócrifos para David Gordon Green como fue Halloween resurrección (Rick Rosenthal, 2002), y mostrar el resultado que la violencia de Michael Myers ha infringido en su carne.

La película de Green abre con los títulos que recuerdan a los de la de Carpenter, al tiempo que la mítica calabaza, ya mustia, comienza a revitalizarse para ser estamento de lo que se propondrá a continuación: partir de aquello que estaba marchito, envejecido, para reinventarlo, desligándose de la pasada mitología, mitología falsa -esa propuesta por los detractores en sus secuelas, remakes, y demás-, para crear una nueva. Se salva del original sobre todo la estructura: el asesino confinado, que está bajo custodia psiquiátrica, escapa -en una escena que remite al primer escape de Myers, con los pacientes merodeando en la noche-, vuelve a Haddonfield y comienza a acechar a los vecinos hasta su cruce final con Laurie. Se mantiene la estructura, pero modernizándola, dejando atrás el moralismo reaganiano de la joven virgen para dar paso al sufrimiento que esa final girl ha transitado a lo largo de estos 40 años, donde asesino y víctima terminan fundiéndose en uno, y donde el slasher hecho y derecho se abre para dar paso a la sanguinolencia del gore porque, como dice un personaje refiriéndose a los asesinatos del ’78, “en los tiempos que corren, hay cosas peores”.

La especularidad funciona no solo como ejercicio de haber masticado y pensado en el universo fílmico precedente, sino además como un juego para con el espectador devoto de la saga. Varias escenas funcionan como homenajes -y relecturas- a sus antecesoras. Por citar dos ejemplos: la escena del baño donde están los dos periodistas evoca a la escena de Halloween H20 (Steve Miner, 1998), en la que hace 20 años una madre y una hija salían ilesas y hoy se victimiza con toda violencia; el instante en que Michael entra en una casa a buscar un cuchillo en la cocina de una mujer, mientras ella prepara un sándwich, recuerda a Halloween II (Rick Rosenthal, 1981), y aunque en este caso la violencia queda fuera de campo -como sucedía en la de Rosenthal-, es el sonido el que da la pauta de un aumento de fiereza en el ataque. La brutalidad, en comparación con las anteriores, siempre va en aumento.

La violencia se muestra descomunal porque de lo que se trata -de lo que se ha tratado siempre- es de un monstruo, de algo que va por fuera de cualquier comprensión y estudio. Es el mal antropomorfizado. Desde el comienzo de la saga, Carpenter y Debra Hill buscaron deshumanizar al asesino. Loomis contantemente se refiere a él como “eso”(“It”). Y aparece la idea de asociarlo al “Cuco” u «Hombre de la bolsa» (“Boogeyman”), un ente maligno, folklórico, que no tiene razones ni formas de extinción. Ya en boca del nene que cuidaba Laurie se dice “no podés matar al Cuco”, porque más que una persona es un ser místico.

Con ese misticismo se inicia la película de Green, en una escena en que la sola máscara actúa como elemento ritual para desencadenar en los pacientes del psiquiátrico la convulsión de la locura. Sin embargo, ese misticismo que hace del asesino algo fantástico, termina reconvirtiéndose más tarde en la afirmación de la posibilidad terrenal de que el instinto asesino se despierte en cualquier persona.

Ese monstruo que se manifiesta como la encarnación de la violencia deja de ser un Otro absoluto para comenzar a identificarse con el resto de los personajes que, en principio, estaban configurados como víctimas inocentes. En pos de la supervivencia aflora la capacidad de matar, la planificación del asesinato.

Es en medio del bosque donde aflora lo salvaje, donde la -en otros tiempos- beata Laurie reaparece (re)convertida en bruja. Se ha confinado a lo salvaje para resistir y subsistir a las heridas de su pasado. Solo acepta abrir sus puertas a los medios para retomar la historia que la marcó con el motivo de ganar dinero (un poco como pasa con los afanes de secuelas, que se retoma el tema con la esperanza de réditos abultados).

El ojo está puesto ya no en Michael, sino en su Final Girl y las secuelas de esa adolescente que consumió su vida con el afán de estar preparada para el ataque. Un personaje fuerte, decidido, pero también roto, vulnerable, que sobrelleva toda una línea de drama familiar -vidas, generaciones-, generando una nueva empatía con ese personaje que posteriormente veremos bifurcado en víctima y monstruo. Esa empatía lleva a la vez al espectador hacia un sentimiento de culpa por sentir goce ante sucesos que son traumáticos. Laurie ha sufrido y el espectador disfrutó con eso. Existe cierto reproche hacia el voyerismo sobre el horror que la propia película no solo encarna como las anteriores, sino que aumenta en crueldad. Dentro de ese juego perverso es donde se mueve Green, por eso los personajes que en la película observan a Michael Mayers con interés incluso científico son brutalmente castigados. Y, desde el guion, se trabaja de tal forma a esos personajes y sus anhelos que el espectador no pude más que abogar por el merecimiento de esa brutalidad.

Por eso la película evita la identificación del espectador con los protagonistas utilizando el recurso de la cámara subjetiva como hacía Carpenter. Acá lo que se busca es denunciar esa pulsión escópica al tiempo que se la propone. Por eso, la primera toma es la de un ojo mirando azorado (el de un personaje que posteriormente será castigado). El dejar de lado el uso de la subjetiva responde también a que esa bifurcación entre “buenos” y “malos” se cierra para dar paso a la sensación de que el asesino ya no solo puede aparecer en cualquier lugar, sino también encarnado en cualquier cuerpo. El asesino no es encarnado por el espectador sino por los mismos personajes (Laurie, su hija, su nieta, quienes pasan de ser acechadas a confrontar la muerte), y ese sistema paranoico da paso a que los espacios se muestren pequeños. Mientras que, en 1978, el asesino asechaba a lo lejos casi hasta el final, acá Michael está siempre muy cerca, la cámara ya no es errante como hace 40 años, sino que se queda quiera enfocando con precisión el lugar del asesino, que se esconde en el plano. Asimismo, los planos son más cortos, reproduciendo la sensación de asfixia, que es aumentada por el uso de la iluminación dura, casi expresionista en las escenas nocturnas.

“La única recuperación es la confrontación”, dice Green en boca de uno de sus personajes. Confrontar esa “pura maldad” significa al mismo tiempo abrazar la propia. Por eso constantemente se juega con la especularidad entre Laurie y Michael, con la obsesión que uno tiene por su contraparte. Ambos se encuentran confinados (un aislamiento que en Laurie aparenta ser autoimpuesto hasta que conocemos el dilema que la aleja de su familia), ambos son tomados como objetos de estudio. En ese sentido, el director de esta nueva -¿única?– entrega se vale de escenas de la Halloween de Carpenter para mostrar dicha especularidad. En orden de aparición: mientras que en 1978 Laurie veía a Michael por la ventana del aula donde se discutía sobre el Destino, en 2018 es su nieta quien ve a Laurie en igual pose que Michael por la ventada del aula donde se discute sobre el mismo tópico; mientras que en Carpenter es Michael quien busca a Laurie dentro de un armario para ajusticiarla, en Green es Laurie quien busca a Michael ahí con iguales fines; y mientras en la primera Michael cae herido del balcón y, dado por puerto, desaparece, en esta nueva entrega es Laurie quien repite exactamente la misma acción.“Él esperó por mí, yo esperé por él”, dice Laurie. La presa se torna en depredador. Y todo eso forma parte de aquel Destino, como final inamovible, que se discutía hace unos lejanos 40 años.

“No podes matar al Cuco” porque forma parte de la mitología -cinematográfica-, no se puede matar porque detrás de esa máscara se ocultan miedos colectivos de cada una de las décadas en que se retomó la saga, pero sobre todo, no se puede matar porque ese asesino puede ser encarnado por cualquiera -y ha pasado, en varias ocasiones se creyó matar a Michael cuando en realidad eran otros personajes-. Laurie teme el retorno del asesino, sin sospechar la posibilidad del Destino de que el Otro finalmente sea el mismo.

Halloween (Estados Unidos, 2018). Dirección: David Gordon Green. Guion: David Gordon Grenn, Danny McBride, Jeff Fradley. Fotografía: Michael Simmonds. Edición: Timothy Alverson. Elenco: Jamie Lee Curtis, Judy Greer, AndiMatichak. Duración: 106 minutos.

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