A primera vista, Los perros pudo haber sido una de esas películas típicas de las que hemos visto a montones en las últimas décadas, alrededor de las dictaduras continentales de la década del setenta. Pero no es ni la revisión del caso puntual de un desaparecido ni una apuesta reivindicativa de la lucha popular y la memoria, incluso cuando esos elementos aparecen en el relato. Hay un juicio en marcha contra un ex miembro de la DINA chilena, militantes que reclaman su condena, investigaciones judiciales y testigos. Pero son apenas un fondo, un paisaje sobre el cual se desarrolla una historia que pasa por otro lado.
Desde esa perspectiva, la película de Marcela Said es una extrañeza. En principio, porque Mariana (Antonia Zegers), su protagonista, no responde a los parámetros habituales. Como parte de una clase acomodada, hija de un empresario, se mueve en un territorio difícil de cercar: si bien parece importarle poco lo ocurrido con los derechos humanos durante el pinochetismo, desarrolla una curiosidad morbosa, casi malsana. Saber va contra los intereses de clase, pero también contra la comodidad de su vida. Saber es salir del círculo cerrado y atisbar qué hay más allá del jardín de la casa. Mariana se sumerge en ese mundo que desconoce de la mano de un republicanismo propio de esas “clases superadas”: escuchar lo que tienen para decir de los dos lados para tener una opinión propia. Y esa atracción hacia el saber deriva en una postura que se resuelve en la disputa de los cuerpos. No es casual la elección de Mariana entre un lado que la convierte en objeto de placer ajeno, en cuerpo apropiado por el otro para sí mismo, y el otro lado en el que se la construye como sujeto de placer.
El planteo es qué se hace con ese saber. Qué función tiene el conocimiento de la verdad y para qué se la usa. Mariana accede a conocimientos fragmentarios que, en su constatación, solo permiten acceder a nuevos conocimientos. Su búsqueda pone no solamente en cuestión su relación con su conocimiento, sino que interpela de la misma manera a todos los personajes. La información que se posee –y se oculta o se muestra- confiere poder: el silencio del Coronel Juan (Alfredo Castro) o de Francisco, el padre de Mariana (Alejandro Sieveking), o la retórica del investigador, muestran de qué manera el relato de los hechos pende de la decisión de los individuos por revelarlos. Y cuando Mariana debe resolver qué hacer con ese conocimiento, su reacción no difiere de la que toman los demás personajes.
Y es que Los perros no es una película sobre las consecuencias puntuales de la dictadura chilena, sino sobre algo más profundo y complejo: la forma en que la sociedad chilena de hoy ha sido moldeada por modos y decisiones provenientes de esos años. Más que una sociedad sustentada en EL orden –las supuestas bondades del sistema chileno empezaban allí- es una sustentada en LA orden. En esa voluntad de imposición y dominio que se manifiesta una y otra vez y que cada tanto los diálogos explicitan. Los personajes mandan, dictan las órdenes que el otro debe cumplir. Un conglomerado que va desde Pedro (Rafael Spregelburd), el marido que insiste en decirle a Mariana todo lo que debe hacer, a un padre que pretende imponerle que firme papeles sin leer (“Hay un momento en que tienes que hacer lo que debes”) pero que encuentra su formulación específica en dos situaciones. Una son las clases de equitación, en las que Juan da órdenes continuamente. Dos, la presión ejercida por enfermera, médico y esposo sobre Mariana para que no abandone el tratamiento para quedar embarazada. Hay una libertad difícil –de nuevo, verificada en la imposibilidad de disponer de su cuerpo, incluso hasta después de la caída del caballo- que Mariana parece desafiar. Pero que no es rebeldía ni revolución, sino un capricho curioso, como de quien quiere saber todavía dónde están los límites, qué hay más allá.
Lo que pone en escena Los perros es la persistencia de una matriz represiva que permanece latente, que no ha sido desarmada. Una sociedad en la que sigue rondando la muerte como amenaza sin solución, del reclamo por los desaparecidos al atentado contra el auto de Juan. Si en la orden ya existe un ánimo represivo, una multiplicidad de signos e instancias lo avalan. La discusión con el vecino por el perro (“Acuérdate de la marca Glock” le dice con total naturalidad), la repetición de la muerte de los perros a lo largo del relato, y especialmente el fustazo que le dispensa el Coronel establecen los límites, pero por sobre todo los espacios y momentos en que la represión vuelve a surgir.
No deja de ser llamativo ese paralelismo con el mundo animal, que puede iniciarse en el proceso de ida y vuelta en el reconocimiento a unos y otros. Los caballos son importantes en ese esquema más allá de ser el punto de encuentro con el coronel: permiten establecer cómo funciona la dualidad cariño/castigo que se replica en la relación entre maestro y aprendiz. El Coronel Juan está, en cierto punto, tratando de domar ese retobe caprichoso de Mariana: cuando ella actúa de la manera correcta, Juan responde con una caricia en las piernas o en el vientre; cuando no, recurre al inesperado fustazo. El cuerpo de Mariana es, a fin de cuentas, como el del caballo. “No lo estoy castigando, lo estoy educando”, dice cuando Mariana lo acusa de maltratar al animal, aunque parece que estuviera hablando también de ella.
Si los caballos funcionan como el ejemplo de la imposición de una disciplina y un orden, los perros representan otros valores. Hay algo de Neptuno, ese primer perro, que actúa como reflejo en Mariana. Entre la libertad para vagar y curiosear y la necesidad de estar atado, Neptuno y Mariana parecen estar explorando el riesgo de esa muerte que ronda y que proviene de un orden al que los perros no parecen poder someterse. Pero también funcionan como una oposición a los desaparecidos: son cuerpos que aparecen asesinados por meterse en los espacios del otro, por poner en riesgo a los niños del vecino, por ejemplo (es un acierto que no veamos si ese relato es cierto o si es solo una justificación de la violencia), pero que aún así aparecen, se les puede dar sepultura, como en ese rito encabezado por los sobrinos y la cuñada de Mariana.
Los perros aún más allá de ello son la representación de una fidelidad de clase. No preguntan, no piden explicaciones, están siempre junto a su amo. No traicionan, defienden a los suyos, respetan las jerarquías. Neptuno subido a la cama y mirando a Mariana mientras reposa tras la caída, es la imagen más patente de la fidelidad. La misma que ejerce Mariana cuando, ante la revelación de la verdad, decide callar. Mandar a la hoguera todo lo que no necesita: lo que la alejaría de su familia y de su pertenencia de clase.
Los perros (Chile/Francia/Argentina/Portugal, 2017), de Marcela Said, c/Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Sieveking, Rafael Spregelburd, 94′.
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