Un hombre de palabra no es un hombre de palabras.
Insensible a todo idealismo. En momentos distantes entre sí de una misma extensa charla, Roberto Pagés me contó los finales parecidos de dos películas que no he visto. Una es Changelling, de Clint Eastwood, en la que Angelina Jolie elude entrar a la sala en la que están proyectando Lo que sucedió aquella noche. En la otra, Mon père, il m’a sauvé la vie, de José Giovanni, el padre del protagonista no va a ver la película que ha dirigido su hijo, en la que este cuenta como aquel lo salvó de la pena capital haciendo posible su vida de escritor y de cineasta. Para ese hombre viejo en cuyas manos estuvo el destino de su hijo, el cine no puede ser otra cosa que un pálido reflejo de la vida, juguete caro pero juguete al fin, berretín incomprensible, vino aguado.
De Jose Giovanni como director había comenzado a ver hace cosa de un año Ultimo domicilio conocido, con Lino Ventura, una de las dos o tres mejores espaldas del cine, pero no pude terminarla, en parte por causas técnicas. Al lado de la maniática abstracción de Melville o de la precisión material de Jacques Becquer, quienes adaptaron libros suyos, me parecía tosco, descuidado, burdo. Los anteojos del buen gusto todavía me velaban la mirada. Antes de anoche vi Dos hombres en la ciudad, con Alain Delon y Jean Gabin. Se las recomiendo a todos los que no hayan visto antes una película suya. Delon es un convicto que sale de la cárcel gracias a la gestión de Gabin, un ex policía que después de la segunda guerra se dedica a reinsertar delincuentes en la sociedad. Cumple el rol de una figura paterna poco menos que ideal, cuyo afecto deducimos de las decisiones que toma. El azar y la mala voluntad de un comisario resentido sabotean la reinserción social del ex convicto y el final de la película es tanto más brutal cuanto más conciso y abrupto, filoso como una guillotina. Según la Biblia, que Borges gustaba llamar las Escrituras, una de las pocas veces que Dios habló en público lo hizo para decir: «Este es mi hijo, el amado, a quien he aprobado».
Reconocimiento, afecto y aprobación es prácticamente todo lo que un hijo puedo esperar de su padre. En ese cielo del patriarcado afectuoso transcurre la relación Gabin-Delon que, como todo cielo, sólo existe precariamente, excluye la igualdad de los sexos y se ve interrumpido por la pasión punitiva del Estado (no es casual que en una película que gira, sobre todo, alrededor de la relación padre-hijo, la justicia institucional tenga un papel preponderante). Giovanni manifiesta el mismo árido, distante escepticismo hacia la religión, la justicia o la política, renuente a todo tipo de idealismo (el Van Gogh de Maurice Pialat rechaza a Cezanne y se niega a pintar el agua porque es productora de reflejos equívocos). Son las decisiones mínimas pero puntuales de hombres y mujeres en situaciones concretas las únicas que valen para Giovanni, más de una vez cifradas en gestos imprescindibles como el de una mano en el hombro, una llamada telefónica, una mirada o un cuerpo que están ahí, donde sabe que se los necesita.
Cuentos morales. Menos de 24 horas después de haber visto Ho! (Robert Enrico) me asalta la intuición de que en la cinematografía francesa hay otros cuentos morales además de los de Eric Rohmer. Urge comparar los distintos tratamientos que uno y otro realizan en sus películas de las parábolas evangélicas o de la apuesta de Pascal. Los de Giovanni son mucho más narrativamente convencionales, pero habría que tener las reservas del caso tanto contra los que hacen un culto de la originalidad, cuyas manifestaciones más superficiales rechazaba el propio Rohmer, artesano de la sistematización ilustrada, así como contra la desestimación inmediata de las formas rústicas. También es preciso justipreciar el pasado como delincuente de este moralista infame, porque tanto puede favorecer una valoración condescendiente amparada en la tradición del artista criminal redimido por la burguesía cultural, como el inmediato rechazo a la obra a causa de su vida, que incluye la abyección real, ese obscuro objeto del deseo de la cinefilia legal que es la de la representación.
Hay un momento de Le trou, de Jacques Becker, que parece contradecir toda lógica y se me hace el corazón de la película. Despliega en primer plano una declaración que, en sí misma, es una decisión: «Sólo el ruido podrá salvarnos». La pronuncia Roland, quien se ha presentado mirando a cámara en el prólogo como aquel que ha vivido lo que la ficción habrá de mostrar. Actor no profesional que se afirma, entonces, como garante de una verdad más allá de la representación en la que podríamos creer. La dice ni bien empieza a martillar el piso con una herramienta de hierro improvisada. Como la resistencia de piedra y cemento le obliga a golpear con fuerza, el ruido es estremecedor y, encima, se acerca un guardia. Todo indica que lo más conveniente es detenerse, pero después de afirmar lo antedicho hace exactamente lo contrario y, para sorpresa de todos, el guardia pasa de largo sin intervenir. No sabremos si no escuchó o decidió no atender a lo oído, pues cámara y micrófono se quedan en la celda. El tratamiento del sonido, «del ruido», en Le trou es uno de los más destacados de la historia del cine, así que esa declaración del personaje exhibe la del realizador. Pero los personajes van a ser condenados a cadena perpetua o, como mínimo, a veinte años de prisión, así que esa lógica también es la de la apuesta de los personajes por el riesgo de la libertad más allá de las consecuencias. Se salvan por la acción física concreta aplicada a la persecución de un fin exterior que es el de la fuga, pero estará cumplido más allá del resultado siempre y cuando renueven permanentemente la sujeción a ese impulso que les impide aceptar la prisión dentro de sí. El ruido que produce esa acción los salva del ruido interior que les taladraría la cabeza si no hicieran algo para salir.
La ley del sobreviviente. El sol está alto cuando el hombre llega a Córcega solo. Vino por mar, lleva puestos un pantalón claro y una camisa blanca. Es alto, tiene cejas hirsutas, frente abultada y un cráneo férreo con dos orejas irregulares a los costados. Lo espera una tumba en lo alto de un acantilado. Cambia las flores y recorre la bahía con la mirada. Ya en el pueblo, merodea sus calles y sus mujeres hasta llegar a lo de un amigo que vive allí retirado. Como esas mujeres que ha visto pasar se miran pero no se tocan, el amigo promete conseguirle una para esa noche. No parece puta. Se deja coger, pero abstraída. Se presta lo suficiente para remediar momentáneamente su abstinencia y dejarlo con ganas de otra cosa. El hombre supone que hay otras mujeres en el resto de las habitaciones de ese caserón en las afueras, pero está equivocado. Cuando ella le pregunte por qué estuvo dispuesto a sacarla de allí él le dirá que no le gustan las prisiones, que por qué no iba a hacerlo, que ella no le había sido indiferente, con esas palabras y en ese orden. Lo que el hombre ignora es lo que esa mujer tuvo que ver todos y cada uno de los días que ha vivido en esa casa durante los últimos años. Pero habrá notado en cierto instante el miedo de esa mujer, si es que no lo supo desde aquel en que la vio por primera vez. Como sabe que el terror consume hasta los huesos, que degrada, se propone enseñarle a librarse de él. Una cascada, un burro y el acantilado donde yace su amigo serán los útiles de la pedagogía. Después de ese proceso desprendido del tiempo, los dueños del miedo de la mujer reaparecen en la isla, dispuestos a ajustar cuentas con el hombre, ya no debido a ella. Su liberación tuvo victimas colaterales, insospechadas u olvidadas por él, que sin embargo las reconoce como inocentes, dignas de retribución. Durante una tarde, una noche y la mañana siguiente le hará frente a su culpa en la playa, sobre una franja angosta de arena encerrada entre el acantilado y las olas. La sangre derramada cubrirá más de una deuda y será el precio exterior a pagar por la libertad, eso que marea en un primer momento a la mujer como al preso ni bien sale de la cárcel. Eso que al temeroso lo somete siempre porque lleva consigo la cárcel.
Digresiones: 1. En algún momento de 35 rhums que no puedo precisar extrañé la rudeza de un José Giovanni ante tanta tersa fluidez, anacronismo que sirve sólo para revelar la materialidad de otra mirada y de otra época, mucho más rústica y menos confortable. 2. Campusano es autor de un libro único, Mitologías marginales argentinas, y su cine es una prolongación de esas historias, con lo cual su caso se acerca bastante al del francés José Giovanni. 3. El marco de Starred Up es del espectáculo; sus intenciones, las progresistas pero no ingenuas (me recuerdan a las de Jose Giovanni en la magnífica Dos contra la ciudad, de menor violencia física y mucho mayor pesimismo) que consisten en mostrar la posibilidad del crecimiento personal, la constitución de un sujeto capaz de regularse, de administrar la agresión aun dentro de ese contexto. No es descabellado pensar que los espectadores ideales de esta película sean quienes no hayan conseguido esa autonomía, en prisión o en libertad, y que, por ello, la forma se afinque en convenciones, a las que pule de impurezas y materializa todo lo posible, en vez de aventurarse en territorios desconocidos o, peor aún, amanerados como los de su compatriota Steve McQueen en Hunger.
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