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El Bushido, que literalmente significa “El Camino del Guerrero”, se desarrolló en Japón entre los siglos IX y principios del siglo XII y  era considerada la Ley que regía las vidas de los samuráis. A partir de la inclusión de las tres escuelas más influyentes del Japón feudal -el Budismo Zen, el Sintoísmo y el Confucionismo– el código del Bushido logró, frente a las continuas guerras civiles, la pacificación del territorio. Por lo tanto, el Bushido no constituyó únicamente un protocolo para la acción de un grupo de elite sino la apuesta filosófica, militar y política más concreta por construir un Ethos en un pueblo diezmado por las crisis.

En el marco de la “adaptación” de la leyenda de los 47 ronin, se estrena esta versión de Carl Reinsch. Aquí van Siete Principios, bajo el pochoclerismo hollywoodense:

GI (Honradez/Justicia)Lo que en la obra de Kenji Mizoguchi constituía la piedra angular indispensable para cualquier narrativa de samuráis en esta película se presenta como una mera exigencia burocrática. La búsqueda de la Justicia es presentada como algo ajeno, externo, que se le ofrece al espectador sin la menor posibilidad de bucear en las motivaciones de los personajes. El crimen cometido contra Lord Asano -Min Tanaka- es narrado desde una frialdad asombrosa por su valoración errónea de que la rigidez en los preceptos responde a una naturaleza acrítica e incluso hasta amoral de los personajes, que actúan como una especie de androides. Ôishi (Hiroyuki Sanada) es inquebrantable en la búsqueda de Justicia en la leyenda porque se permite pensar –siguiendo el Bushido– que la Justicia puede impartirse por mano propia. Esa es la gran denuncia que esconde esta épica, ya que la construcción de la honra se alberga en un camino paradójico: cuanto más se alejan de la ley, más se acercan a ella. En contra de lo dispuesto por el Shogun, se debe tomar la decisión de ejercer violencia legítima, aun estando fuera del Derecho. La película omite ese dramatismo introspectivo y lo sustituye por una caricatura del “deber ser” que quita cualquier posibilidad de establecer una sensibilidad con lo expuesto. No entendemos quiénes son los personajes, por qué actúan de esa forma y ni siquiera comprendemos en qué espacios se desenvuelven.

YU (Valor heroico): Todo acto de valor en la película está retratado a modo de hazaña fantástica. Lejos queda el valor de la entrega, del puro sacrificio reflejado no solamente en el acto del seppuku sino en la plena cotidianeidad de las vidas de estos hombres desterrados. En oposición, las imágenes malogradas de acción (pésimas coreografías de esgrima con katanas, abusos de planos cortos insulsos) saturan la recepción. La película se convierte en una especie de bestiario de criaturas mágicas que no aporta absolutamente nada, ni siquiera un decente uso del  3D. El recorrido clásico del  periplo heroico, considerado desde lo épico –a lo Joseph Campbell- o desde lo folclórico –como propondría Vladimir Propp- resulta obtuso, chato, sin orden ni rumbo.

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JIN (Compasión) y REI (Cortesía): El “villano” de la historia, Lord Kira (Tadanobu Asano), resulta lisa y llanamente un oprobio. El personaje está retratado desde una infantilización extrema que no se corresponde con un hombre de su rango y estirpe. Su proceder es el de un nene con berrinche encaprichado vaya uno a saber con qué y esto no se revierte a lo largo de la película. Más allá de esa actuación poco convincente, que hasta cierto punto compite con la de Keanu Reeves, la película poco tiene para decir sobre la fuerza interior de los enemigos, el respeto por los oponentes o la compasión. La bruja (Rinko Kikuchi) opaca a Lord Kira en cuanto a su papel de boss por lo que, al constituirse como una figura central, toda la historia folclórica vuela por los aires y el mestizo asume el papel de San Jorge.

MEYO (Honor) y CHUGO (Deber y Lealtad): Resulta ilustrativo que las secuencias que demandan más tiempo sean las que corresponden al seppuku inicial y al seppuku colectivo. De alguna manera, se pretende mostrar que esta muerte honrosa es el corolario necesario de todo el periplo. Sin embargo, algo no nos convence: tanta artificialidad y superficialidad de los personajes, el guión errático, las acciones incomprensibles… ¿cómo esta juntura podría provocarnos algo? La repetición sintomática de la palabra “honor” y “lealtad” no dejan de develar la pobreza a través de la hipérbole deíctica en ese universo simbólico que construye el largometraje.

MAKOTO (Sinceridad absoluta): Si se nos permite el atrevimiento, tomaremos este precepto para concluir nuestra crítica. Vamos a emplear  la mayor sinceridad que nos sea posible transmitir: puede que esta sea, quizás, la peor película del año. Keanu Reeves ha demostrado con presteza y eficiencia que el look rugged boy le queda muy bien. También ha sabido confirmar que es uno de los peores actores de su generación y quién sabe si no de varios linajes hollywoodenses.

Esta película ni siquiera resulta apetecible para un aficionado al “cine pochoclero”: no hay una historia coherente que atrape, no existen personajes que generen emociones, no se muestra una buena pelea de katanas, ni siquiera el cuidado estético de la fotografía se mantiene… Lo único que esta cinematografía hollywoodense puede  aspirar a retratar en la construcción de “lo japonés” es el develamiento de una explotación toyotista de la industria fílmica como modo de producción de los bienes culturales.

47 Ronin: La leyenda del samurai (47 Ronin, EUA, 2013), de Carl Reinsch, c/ Keanu Reeves, Hiroyuki Sanada, Ko Shibasaki, ‘117.

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