
La ensayista francesa Nicole Brenez dijo alguna vez que en Francia siempre hubo un malentendido entre la tradición crítica inaugurada por los Cahiers y las vanguardias estéticas, como si el realismo baziniano hubiera abierto una grieta en la historia del cine, como si no hubiera forma de conciliar, según el mismo Bazin, a los cineastas que creen en la realidad y los que creen en la imagen. ¿Habrá sido Godard el cineasta que vino a superar esta dicotomía estéril? La desconfianza en la capacidad del cine para mostrar el mundo, al otro, aparece con fuerza (la de una ruptura radical) en Ici et ailleurs, esa película emblemática en la que ya desde el título Godard y Miéville establecen una distancia con la forma de un abismo: acá (ici) estamos nosotros, los intelectuales europeos con compromiso político; en algún otro lugar (ailleurs) están los otros, los rebeldes palestinos. Entre ambos, un abismo acentuado por el corte directo, el signo de puntuación elemental de la materia expresiva del cine que Godard (el genio del montaje) llevó al límite del desgarro.
Más que una ventana abierta al mundo, el cine para Godard, sobre todo en las últimas tres décadas, fue una mesa de control dispuesta de tal modo que sólo podía permitir una epifanía materialista, pura promesa fallida, el instante decepcionante (y al mismo tiempo vital) de un parpadeo. Godard, se sabe, nunca dejó de hacer crítica, de desplegar y acumular capas de lectura que afirmaban o negaban a las anteriores. Y por eso no es difícil, al menos para mí, unir su trayectoria vital con la de Serge Daney, otro de los fundamentales. Ambos creyeron en la televisión y luego se defraudaron con ella y ambos desconfiaron abiertamente del dogmatismo del cine militante por la sencilla razón de que los materiales son ambiguos, tienen vida propia, se resisten a la propaganda. El cine es sólo eficaz para la irrupción del disenso. Por eso Godard nunca fue autoritario ni didáctico, razones que hicieron que su encuentro con la Historia fuera siempre problemático.

El fuera de campo, en sus películas recientes, no sólo se aplica a lo que está a los costados, arriba, abajo o detrás del plano, sino también a los espacios vacíos que los píxeles rellenan. Adiós al lenguaje o El libro de imagen, por ejemplo, están invadidas por ellos. Las imágenes están rotas, saturadas de filtros que levantan los colores y nos generan la sensación de estar frente a un cuadro impresionista. En la época del hiperrealismo digital, Godard insistía en dar unos pasos hacia atrás para encontrarse con un fuera de campo dentro del campo, un puente casi invisible entre punto y punto, a veces, como resultado de todo tipo de superposiciones y sobreimpresiones.
La certeza, explícita en algunas de sus películas recientes, de que la tecnología estereocópica (y la digital misma) es una dictadura que determina la mirada y anula la libertad del espectador, no impide, sin embargo, que debajo del territorio destruido aparezca (siempre) otro inexplorado. Godard, el gran cineasta moderno, fue también el que mejor interpeló al cine contemporáneo, este momento difuso que sucedió al cine clásico y al moderno y que Daney anticipaba con pesimismo: la de la fricción entre el cine y las imágenes electrónicas, numéricas y digitales, la época en la que los cineastas debían crear las imágenes no vistas.
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