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Quince años pasaron desde el estreno de Profundo carmesí(1996) para que Arturo Ripstein lograra una película con la misma angustia y desesperación que había mostrado en sus obras maestras de los ’90. Quince años para incomodar nuevamente a sus detractores, a aquellos que se resisten a ver el México oscuro y revulsivo, de espacios cerrados y tiempos circulares, que emerge en sus tragedias. Espectadores y críticos ofendidos por el descaro de quien se atreve a mostrar lo siniestro, aquello que nunca debió salir a la luz, aquellas pasiones que debieron quedar en silencio, en la letanía de la represión y el conformismo.

Aruro Ripstein nunca se caracterizó por su moderación sino que exploró el melodrama latino, de profunda tradición en México, con una vena firme y exacerbada: una puesta en escena desbordante vistió sus primeras películas a partir de El lugar sin límites (1977). Ardiente y visceral, el cine de Ripstein se nutrió de las enseñanzas de Luis Buñuel (con quién colaboró en el rodaje de El ángel exterminador), de la literatura de José Donoso, de la escritura febril de la prensa sensacionalista mexicana, para perfilar historias de personajes marginados, ambiguos e irritantes, víctimas y victimarios confinados a laberintos ocres de encierro e impotencia donde pasean sus penas como heridas abiertas.

El encuentro con Paz Alicia Garciadiego, guionista y compañera de la vida, dio un nuevo impulso a su obra a partir de mediados de los ’80, cuando se propuso un replanteo radical del melodrama: a partir de entonces destino y fatalidad se hicieron sinónimos. “Pretendo darle una vuelta de tuerca, presentar el reverso de la medalla, el lado oscuro del melodrama. Nuestras familias son atroces, desagradables, no sólo no son ejemplares sino que ni siquiera son válidas en tanto núcleo social primario”, señaló Ripstein a propósito de su relación con la tradición mexicana del género. Las inquietudes de Paz Alicia Garciadiego dieron vuelo a sus personajes femeninos, que definieron de una vez y para siempre un universo familiar plagado de arrebatos imprevistos y luchas subterráneas.

La utilización cada vez más intensa del plano secuencia le permitió la consciente dilatación del tiempo dramático, de la misma manera que la elección del hogar como espacio dominante autorizó la asunción de la familia como escenario de crímenes, amores y horrores, tan absurdos como cotidianos. El barroquismo formal que clausura sus relatos en verdaderas odas espirituales eludió cualquier interpretación paródica, al estilo Almodóvar, para conducir el drama inevitablemente hacia la tragedia. Temas tabú como el incesto, el filicidio, la ambigüedad sexual, el furibundo anticlericalismo, inundaron las escenas de Ripstein, embriagaron a sus personajes, y contaminaron un mundo donde no hay luz ni mucho menos tranquilidad.

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En Las razones del corazón, el drama existencial de la Emma Bovary de Flaubert, dama provinciana de la Francia del siglo XIX, se traslada al escenario urbano e incierto de un México actual filmado en blanco y negro. Tan gris como las imágenes es la vida de Emilia, una ama de casa que sobrelleva de la peor manera la frustración de tener una vida mediocre y poco interesante. Intolerante con el fracaso de su marido, agobiada por las exigencias de la maternidad, asediada por las deudas, y abandonada por un amante distante, se sumerge lentamente en un laberinto de soledad y desconsuelo. La cámara obsesiva, pegada a sus espaldas, lúdica en su seguimiento y no por ello menos operística, conduce en un único espacio, absurdo y claustrofóbico, el itinerario de su caída.

Pero Ripstein sigue fiel a su tradición: irritante y malhumorada, Emilia destila un malestar que provoca más irritación que compasión. Los atisbos de culpa y redención no mitigan las miserias y el egoísmo de un personaje que nos pone a prueba en todo momento, nos provoca y nos desafía. Emilia es la pieza clave en el juego de Ripstein: es quien nos implica en la banalidad de su desventura y nos exhala en la cara ese aire irrespirable del temido displacer.

Las razones del corazón (México, España, 2011), de Arturo Ripstein, c/Arcelia Ramirez, Vladimir Cruz, Plutarco Haza, Patricia Reyes Espíndola, 125’.

Aquí pueden leer un texto de Roberto Pagés sobre esta película.

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