Elegí el documental Let There Be Light (1946) del realizador estadounidense John Huston para este rescate porque considero que es de lo más crudo, lúcido y a la vez conmovedor que se haya hecho sobre las cicatrices indelebles que deja la guerra. Hay películas de ficción y documentales que dan cuenta del horror de la guerra en el campo de batalla, pero no abundan aquellas que refieren a los estragos que provoca en términos psicológicos en el después, cuando se regresa a la vida civil. Por ello, en lo que concierne al registro de la post-guerra de los soldados norteamericanos, y por otras cuestiones singulares de este documental que voy a mencionar, John Huston puede considerarse como un adelantado y al documental en sí mismo como un hito, que servirá de referencia a otros cineastas como por ejemplo Paul Thomas Anderson en el comienzo de su película The Master (2012).

En los años cuarenta, John Huston, hijo del reconocido actor Walter Huston, era un joven realizador con un comienzo en la industria como guionista, que despuntó como director de cine con su opera prima El halcón maltés (1941), considerada icónica y fundacional del cine negro. Luego de un período de neutralidad respecto de la guerra en Europa, en el cual Hollywood se mantuvo apartado de cualquier bajada de línea bélica en las películas que producía, el ataque de Japón a la base de Pearl Harbour precipita el ingreso de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Ante la necesidad imperiosa de apoyo a la campaña bélica, el ejército estadounidense, sirviéndose del antecedente de “El triunfo de la voluntad” (Leni Riefensthal, 1935), toma la decisión de emplear al cine en tanto medio masivo de comunicación a los fines de la propaganda. Así, Huston fue convocado, junto a otros realizadores prestigiosos como Frank Capra, John Ford, George Stevens o William Wyler (como lo muestra la miniserie documental Five Came Back – Laurent Bouzereau, 2017), para realizar documentales que justificaran que se estaba luchando por una “causa justa”. De esta manera, se buscaba impulsar en los jóvenes la decisión de alistarse en el ejército como así también lograr el aval del pueblo norteamericano en general.

La película que nos ocupa forma parte de la trilogía de Huston como documentalista de guerra, junto a Report from the Aleutians (1943) y The Battle of San Pietro (1944), en la cual se proponía captar los preparativos de la guerra, la lucha en el campo de batalla y sus efectos posteriores. En lo que refiere a las secuelas psíquicas de la post-guerra, la intención del ejército era utilizar el documental para demostrar que, luego de un periodo de tratamiento de unas pocas semanas, los ex-combatientes se reinsertaban en la sociedad en las mismas condiciones en que se encontraban cuando se enrolaron. Pero la situación del ex-combatiente en sí misma ya invita a preguntarnos si luego de atravesar la experiencia del horror, habría regreso posible sin marca alguna a la cotidianeidad, y si esta pretensión no implicaría, en realidad, aspirar al borramiento de la experiencia misma, a un aquí no ha pasado nada y la vida puede continuar.

El  inserto explicativo del comienzo de Let There Be Light nos informa que el 20% de las bajas de la Segunda Guerra Mundial se debieron a causas psiquiátricas; un número altamente significativo. Y ya el plano que muestra el costado del casco de un barco del cual descenderán los ex-combatientes, recorta de sus diseños una cruz que presagia que, aunque se proponga un restablecimiento esperanzador, se juega algo de un resto inasimilable, comparable a una suerte de muerte psíquica en el campo de batalla.

El documental muestra el proceso de tratamiento de un conjunto de jóvenes ex-combatientes afectados por trastornos psíquicos en un hospital militar de Nueva York y se acompaña de la voz en off de un narrador en tercera persona (Walter Huston) que nos informa acerca de las distintas fases de este proceso, que va dando coherencia a las imágenes que se van montando y que con sus preguntas instala la duda en el espectador sobre las bondades de aquello que está viendo. 

En la primera parte, el director recorta fragmentos de las primeras entrevistas a los recién ingresados. Lo que se desprende de allí es que la presentación sintomática puede ser diferente (desorientación témporo-espacial, episodios de llanto incontrolables, estado de alerta constante, ánimo depresivo, terrores nocturnos, vergüenza y culpa por sobrevivir), pero todos estos trastornos nerviosos tienen un hilo común que los reúne: sensación de terror inminente, desesperanza y aislamiento. Estas manifestaciones responden a lo que Freud describió, a partir de su contacto con los veteranos de la cruenta y devastadora guerra de trincheras que fue Primera Guerra Mundial, como neurosis traumática, entre las que incluye las Neurosis de Guerra en su texto Más allá del principio del placer (1920). En estos cuadros Freud destaca como clave el terror ligado al factor sorpresa ante un peligro frente al cual el psiquismo no está preparado, y la fijación al trauma que reconduce al enfermo una y otra vez a la situación del accidente con renovado terror. La neurosis traumática freudiana es el antecedente de lo que hoy se conoce en psiquiatría y en la cotidianeidad como Trastorno de Estrés Post-Traumático. En su documental, Huston hace la luz sobre las afecciones del alma derivadas de la guerra en tiempos en que no sólo no se quería saber del horror sino que además no se tomaban de modo tan serio ni con tanta naturalidad como hoy.

Por otra parte, el director nos brinda un claro y detallado documento de los métodos de tratamiento de los trastornos mentales de la época: la terapia ocupacional, las terapias de grupo, el narcoanálisis y la sugestión por hipnosis. Con respecto a los dos últimos, es notable observar el poder de la figura del psiquiatra, que con su voz de mando ordena al paciente qué recordar así como la remisión del síntoma. Huston nos brinda entonces el testimonio de una psiquiatría que emplea métodos pre-psicoanalíticos. En los comienzos del psicoanálisis, Freud empleaba la hipnosis con sus pacientes, pero la descartó porque no todos los pacientes eran sugestionables y porque sus efectos eran temporarios, ya que comprobó que luego de un tiempo los síntomas reaparecían. Por lo tanto, la reemplazó por el método psicoanalítico, que se diferencia de la sugestión. El psicoanálisis tiene como pilar la llamada “regla fundamental”, enunciada al paciente, de decir todo cuanto se le ocurra aunque le resulte nimio, ofensivo o vergonzoso, mientras que el analista conduce la cura pero a contramano de cualquier ejercicio del poder. El analista se deja tomar como causa de un trabajo de producción de un saber no sabido (el inconsciente) que se desprende de los dichos del analizante.

En lo que hace a la terapia individual, del conjunto general de atormentados del alma, el documental se detiene en la singularidad de tres casos: un paciente con trastorno de conversión histérica, otro con trastorno de amnesia global y un caso de tartamudez de aparición reciente. Quisiera tomar este último. La muerte es por su propia naturaleza traumática en tanto irrepresentable, de allí que lo que retorne, pugnando por inscribirse en la trama de las representaciones y desencadenando la angustia de muerte, sea algún elemento metonimia del contexto de la situación del trauma. Pronunciar la “s”  evoca en el paciente el sonido del cañón antiaéreo de la escena traumática, de ahí que esta letra sea elidida, que caiga también bajo la represión ya que la situación de peligro de muerte es insoportable para el yo. El tartamudeo como síntoma se manifiesta entonces como formación de compromiso entre la censura y el yo, dejando pasar los fonemas no peligrosos y elidiendo los que reconducen a la situación del trauma.     

En la última sesión de terapia grupal, los pacientes hablan de su miedo a ser rechazados por la sociedad civil debido a los prejuicios respecto de los trastornos mentales. La escena comienza con el psiquiatra aludiendo a la frase bíblica “No sólo de pan vive el hombre”, y adquiere el tono de una sermón de estilo new age, alentador y esperanzador, que considera que los propios jóvenes soldados tras la experiencia en el ejército y el tratamiento recibido, cuentan con la estima, la seguridad y las herramientas necesarias para lograr ser comprendidos, aceptados y alojados por la sociedad civil. La escena pinta un mundo bondadoso y un futuro feliz en las palabras del psiquiatra, que contrasta con los rostros apesadumbrados y conmovidos de esos soldados, que están a la espera de ser redimidos. El conjunto de la composición permite situar la escena como discurso de ficción artificial destinado a insuflar una motivación que se apoya en la creencia en el propio poder de convencimiento de su cura, y que vislumbramos pronta a desvanecerse en el encuentro con la realidad.

Y llegados al momento del alta de los pacientes cuyo tratamiento acompañamos, Huston nos transmite magistralmente, bajo la apariencia de un final alegre y placentero, el mismo aura de desencanto. Los pacientes juegan al béisbol y Huston, mediante el montaje y el efecto de apertura y cierre de la lente, recurre al típico truco publicitario de “el antes y el después”, que daría cuenta de las eficaces bondades del tratamiento psiquiátrico de corto plazo. Los soldados dejan el hospital y desde las ventanas del ómnibus saludan en estado de algarabía a las enfermeras. Pero también los vemos despedirse de otro grupo de ex-combatientes de actitud resignada, que deben continuar internados y quién sabe hasta cuándo. Y entonces quedan resonando en el espectador las palabras del narrador: “¿Estos hombres están listos para su alta? ¿Cuán completa ha sido su recuperación?” Es cierto que han superado los síntomas agudos de sus cuadros neuróticos, pero hay que notar que esta remisión se ha dado en un entorno cerrado, comprensivo y contenedor, en la artificialidad del hospital y entonces podemos preguntarnos: ¿podrán lidiar con los embates de la realidad en una sociedad capitalista, exitista y belicista, que no quiere saber de ellos, ni de lo imposible de soportar que representan?

El documental de Huston tiene el interés, no sólo de visualizar por primera vez de manera directa la mortificación psíquica producto de la guerra, sino también de desestigmatizar al neurótico de guerra. Efectivamente, como se discute en una de las sesiones de terapia grupal, cualquiera de los civiles que hubiera ido a la guerra, probablemente (si no es un cínico y tiene sangre en las venas), desarrollaría trastornos mentales. Es que la situación límite a la que empuja la guerra, en tanto mano a mano con la muerte cruenta o con el horror del crimen, implica quedar psíquicamente desnudo frente a aquello que por estructura es imposible de simbolizar. De ahí que, ante la inermidad del agujero en lo simbólico, se responda en el mejor de los casos con  un desencadenamiento masivo de angustia, o en el peor de los casos con una desestabilización psicótica que, mediante el delirio, intentar funda una nueva realidad más soportable.

La película fue censurada por el departamento de guerra en su estreno comercial y recién después de 35 años de apelaciones, en 1980, pudo encontrarse con el público. El argumento de censura era que la película violaba la intimidad de los veteranos. Este criterio es de por sí es un contrasentido, ya que fueron ellos mismos le solicitaron a Huston filmar el documental, y además se hace explícita para ellos la presencia de las cámaras cuando se los recibe en el hospital. Por otra parte, en toda la película es notable el respeto con que Huston filma las historias de estos hombres. El director es consciente de que se está metiendo en una zona de intimidad, pero tiene el timing para mostrarnos lo justo para conocerlos y empatizar con ellos y cortar a tiempo para no caer en lo obsceno. Al mismo tiempo la cámara los filma siempre iluminando la belleza de la fragilidad en la hombría y los humaniza, más que tomándolos como objeto degradado.

La realidad de la censura es que la película que construye Huston desde la voz del narrador, como buen guionista que era, aporta un tono siempre irónico, paradojal, dubitativo y cuestionador respecto de las imágenes que explícitamente se muestran. Entonces, Let There Be Light deja de ser una película de propaganda de guerra para mostrar, por el contrario, el colmo del fracaso de todos los esfuerzos de la campaña de propaganda que se habían hecho, al visibilizar lo que la guerra puede hacerle al alma de un joven. Al poner en cuestión no sólo el mito del guerrero que vuelve de la guerra como un héroe fortalecido por la experiencia, sino también el mito del milagro americano según el cual les aguardaba un futuro de bonanza económica, la película no servía como propaganda para justificar esa guerra, ni tampoco podía ser empleada para avalar aquellas por venir como la de Corea y Vietnam. De ahí que nada resulte más práctico que quitarla de circulación.

Importa señalar que ver esta película en los años 80, o incluso hoy en que el trastorno por estrés post traumático o el ataque de pánico son las vedettes de moda de la psiquiatría contemporánea, sobrediagnosticadas para complacencia del negocio de la industria farmacéutica, claramente no tiene el mismo impacto, para lo que vendría después en la historia americana, como si se hubiera visto en aquellos tiempos en los que se hablaba poco de las enfermedades de índole emocional y hasta eran menospreciadas.

El propio título, que acertadamente se tradujo como Que se haga la luz, da cuenta de la ética de Huston como documentalista que vale la pena ser rescatada. El director fue capaz de meterse dentro de la industria y de los lineamientos de propaganda del ejército para servirse de ellos y aprovechar sus pliegues, sus resquicios, ya no para representar la realidad de la grandeza y la eficiencia del ejército norteamericano, sino para hacer pasar algo más. Huston nos devuelve entonces las trazas de la verdad de lo real que por allí se cuelan en la belleza de esos rostros temerosos y apesadumbrados que refractan las cicatrices del alma, el fin del sueño americano y, en última instancia, la miserable crueldad de la condición humana.

Let There Be Light (Estados Unidos, 1946/1980). Dirección: John Huston. Narrador: Walter Huston. Duración: 58 minutos. Disponible en Netflix (último episodio de Five Came Back: The Reference Films).

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