En 2013, el gran documentalista Frederick Wiseman se escabullía dentro de una nueva institución. En este caso, para dar cuenta de las historias que contenían las paredes de la Universidad de Berkeley, emblema de la educación pública, cuna del “Movimiento por la libertad de expresión” de los 60 y formadora de inconformistas. En una escena, una docente joven, de remera y trenzas divertidas, entrena a los ayudantes en estrategias de enseñanza. Les habla del valor de conocer a los alumnos por su nombre, de que decir “no sé” ante la pregunta de un estudiante no les hace perder autoridad si se embarcan juntos en la búsqueda de la respuesta. Pero luego se pone seria y confiesa: “Soy una profesora bastante relajada, menos cuando llegan los resultados. Ser estricto con los resultados, ayuda”. Repentinamente, toda su informalidad contramodélica se rinde ante la verdad irreductible de la instancia evaluativa, la cual trae de regreso, como un boomerang, recomendaciones acerca de sostener una prudente distancia afectiva y jerárquica entre evaluador y evaluado. “Muchos ayudantes quieren ser amigos de sus estudiantes (…) pero si sos amigo de ellos, será difícil decir: – Lo siento. Seguís teniendo una C.-”.

Las facultades, ópera prima de Eloísa Solaas, tiene mucho en común con aquel documental, aunque procede de forma inversa. En vez de otear todo el espacio universitario hasta llegar a ese punto tan fatídico como absurdo que es el examen, se posa sobre él y, desde ahí se proyecta ¿Hacia y hasta dónde? Eso queda a gusto y ambición del consumidor, porque la directora se guarda mucho de andar con el fibrón señalando sus conclusiones, tal como lo hace el propio Wiseman, quien siempre recuerda una frase del famoso productor Samuel Goldwyn: “Si tienes un mensaje, envía un telegrama”.

Las facultades es un documental observacional que monta su sigilosa cámara frente a alumnos y alumnas de distintas facultades mientras rinden sus exámenes finales orales. La película se aparta lo mínimo de ese transe ingrato. En algunas ocasiones, para tomar a los personajes en sus últimos repasos y preparativos, en otras,  para ver la tensa espera hasta ser llamados. Luego, se extiende solo para recuperarlos al salir del examen, con la felicidad, incógnita o desazón correspondientes. Argumentos con mayor o menor solidez sobre arquitectura, física, derecho, medicina, botánica, cine, sociología, van sucediéndose en pantalla. A pesar de los saltos de espacios, conceptos y personajes, la película construye una cadencia imperturbable, sostenida en el lenguaje universal de los exámenes: uñas que se comen, cabezas que se rascan, mirada sumisa, incomodidad.

Con su estatismo, la cámara pareciera intentar pasar inadvertida, camuflándose en lo sedentario de ese hábitat. Ya sean en escorzo o frontales, los planos siempre reposan sobre líneas duras, firmemente delimitadas por el entorno. Si esos planos fijos logran contener a los personajes dentro de sus márgenes, es porque el dispositivo los recibió ya domesticados por la rigidez del espacio, el pulso mecánico del procedimiento y paralizados por el vértigo de ese momento. El contraste de ver a esos adolescentes (corporal e intelectualmente inquietos) transitando mansamente salones y patios, es semejante al que se genera en el terreno discursivo, donde el movimiento que supone una asociación de conceptos, un análisis especulativo, se contiene en la contemplación de una semilla, de una maqueta de madera. A fin de cuentas, más allá de las distancias, los tipos ideales de dominación weberianos citados por el estudiante de sociología, se revelan tan tiesos como la pierna que manipula el estudiante de medicina.

Que se llame Las facultades y no «Los exámenes» ayuda a inferir, justamente, que estos no operan como tema en sí, sino como instantes decisivos, como los momentos que con mayor tensión sacan a relucir determinados aspectos constitutivos de cada facultad que las diferencia, pero con una lógica general y un estado de situación que las hermana. La elección de la instancia resulta una decisión sumamente astuta de la directora, quien advierte, en ese acontecimiento, un vértice, un ritual riguroso y a la vez absurdo, en el que convergen y se comprimen las contradicciones individuales y colectivas. Que en el nombre facultades figure en minúscula, invita a su acepción entendida como saberes, capacidades. Desde esta perspectiva, la película se abre también a la tensión que se establece entre la curiosidad y hasta la envidia por esos saberes, y la cadena de procedimientos desapasionados mediante los cuales esos saberse son asimilados y puestos a prueba. Ese desfasaje atraviesa todo el film.

Al igual que los alumnos, Solaas se abraza a un método y traza una estrategia. La cámara, siempre sobre el trípode, permanece fija sobre los alumnos. En un valor de plano que solo ocasionalmente se aparta del plano medio, la distancia de la cámara resulta la adecuada. Suficientemente cerca como para que la incomodad del momento, su tensión, traspase la pantalla y nos haga vivir (o recordar) esos espantosos momentos, y suficientemente lejos como para no atosigarnos con el rostro del evaluado y poder observar sus movimientos, el contexto y hasta advertir la presencia y proceder de los docentes, a quienes vemos transitar la instancia de diversas formas. En cada una de ellas reluce algún aspecto en particular: la incomodad de ejercer el rol de evaluador. El afán por darle al procedimiento de cierta legitimidad.

La composición de planos no solo es bella y lúdica en cuanto a su permanente flirteo con las formas y la geometría del espacio, sino también en el diálogo que establece con el contenido de las situaciones. Basten como ejemplos el plano cenital en la facultad de Filosofía cuando se discurre sobre la entidad de Dios, la vista de la Villa 31 que ingresa por la ventana del aula de la Facultad de Derecho durante la representación de un juicio en el que se habla sin miramientos sobre el contexto social que transitamos, el plano del examen de cine cuya estética, profundidad, duración y elementos respetan los postulados del teórico del cine André Bazin que se mencionan en la acción, o el paneo constante, a derecha e izquierda con el que se registra el examen del recluso que estudia sociología dentro del servicio penitenciario. Todo esto con la mesura y modestia suficiente como para que no resulte un grito estético que obture la narración, sino tan solo una mueca que espera ser descubierta.

Los cortes que resaltan los saltos temporales y espaciales le dan una estructura de viñetas, que por un lado amenizan la película, y por el otro establecen la idea de que estamos frente a instantáneas de un universo más extenso.

Aprovechando con sensibilidad y originalidad todos los recursos con los que cuenta, Solaas logra una aproximación amena y, a su manera, optimista al universo académico, sin dejar de cuestionar el cariz moroso, mecánico y absurdo que lo configura. Las facultades aporta, también, una sonrisa giocondezca desde la cual repensar por qué aún hoy esa farsa denominada examen, cargada de artificialidad y escindida de un trayecto real de adquisición de competencias, continúa siendo la forma insoslayable mediante la cual se homologan los saberes.

Calificación: 7.5/10

Las facultades (Argentina – 2019). Dirección: Eloísa Solaas. Montaje: Pablo Mazzolo, Eloísa Solaas. Dirección de Fotografía: Esteban Clausse. Asistente de dirección: Lionel Braverman. Producción: Marina Scardaccione. Asistencia general: Lara Franzetti. Dirección de sonido: Nahuel Palenque.  Duración: 77 minutos.

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